El chicharrón, la salud y la libertad
Las enfermedades crónicas explican la mayor parte de la carga global de enfermedad. Estas enfermedades han dejado de ser un problema relevante solo en los países de ingresos altos y, desde hace décadas, han empezado a superar al impacto de las enfermedades infecciosas en la mayoría de los países.
Julián Alfredo Fernández Niño*
Hoy en día, a nivel global, las enfermedades crónicas explican la mayor parte de la carga global de enfermedad, es decir, los impactos sociales causados principalmente por la mortalidad prematura y la discapacidad asociada. Estas enfermedades han dejado de ser un problema relevante solo en los países de ingresos altos y, desde hace décadas, han empezado a superar al impacto de las enfermedades infecciosas en la mayoría de los países. En los últimos años, este conjunto de enfermedades ha cobrado mayor importancia en los países de bajos y medianos ingresos, y dentro de ellos, afecta mucho más, casi invariablemente, a los más pobres.
Entre los factores que explican este incremento en nuestros países, además del envejecimiento poblacional, se encuentran los cambios en los estilos de vida, incluyendo la dieta, característica de las sociedades cada vez más industrializadas y el sedentarismo, todo esto agravado por cambios ambientales, muchos provocados por la actividad humana, como la contaminación del aire. (Lea El Espectador le explica lo que pasa con EPS Sanitas, Cruz Verde y el Minsalud)
La distribución actual de las enfermedades crónicas entre y dentro de los países no es aleatoria, sigue un gradiente social y es consecuencia, entre muchos determinantes, de la desventaja en el acceso a los medios para la actividad física y una alimentación saludable, sobre todo para las personas de menos recursos en cada sociedad.
Dentro de estos factores, las bebidas azucaradas y los alimentos ultraprocesados son hoy algunos de los principales riesgos para la obesidad, la diabetes, la hipertensión y múltiples enfermedades crónicas. Desafortunadamente, pocos han entendido que su efecto agregado es casi comparable hoy en día con el del tabaco y el alcohol.
Algunos, de forma ingenua o poco informada, sostienen que la dieta es una elección individual en la que el Estado no debería intervenir. Esta ilusión está dada por la creencia de que solo la voluntad y gustos personales influyen en los estilos de vida de las personas. Sin embargo, los estilos de vida están determinados por el contexto en el que vivimos durante todo el curso vital: la estimulación temprana, el acceso a recursos a lo largo de la vida, el conocimiento de los riesgos, el lugar de residencia, la publicidad comercial y, por supuesto, el ingreso, que a su vez afecta otros determinantes sociales de salud. (Lea La historia de Cruz Verde: un poderoso actor en el mundo de los medicamentos)
El hecho es que el mercado (por las razones que nos explican mejor los economistas), en la mayoría de países, ha llevado hoy a una mayor concentración de dietas poco saludables entre las personas más pobres, ya que este tipo de “alimentos” se producen más fácilmente en masa y a menor precio, satisfaciendo los deseos de consumo de muchas personas, especialmente teniendo en cuenta que estamos biológicamente condicionados a sentir mayor placer con el consumo de ciertos alimentos, habiendo evolucionado para vivir en escasez, y habiendo cambiado el entorno más rápido de lo que la genética puede adaptarse.
Seguramente, los mecanismos psicosociales y económicos detrás de este resultado son mucho más complejos, pero el hecho claro que el acceso a la dieta saludable es inequitativo, genera consecuencias que las sociedades no pueden, o no deberían ignorar.
Por tanto, esa supuesta libertad de elección de la dieta se encuentra claramente condicionada al entorno y al contexto vital de cada persona y grupo poblacional. Está en cada sociedad juzgar si esa distribución desigual de la carga de la enfermedad resultante es injusta y, de ser así, decidir si políticamente se debe intervenir, tal como lo hacemos sobre otros mercados cuando como sociedad juzgamos que la falta de regulación produce resultados socialmente considerados injustos que debemos corregir.
Varias sociedades han reconocido la necesidad de intervención en diversos grados sobre las dietas de personas, no solo por juzgar como injusta la desigualdad en la distribución social de las enfermedades crónicas y del acceso a la dieta saludable, que se traduce en que los más pobres viven menos, más enfermos y sufren más, sino también porque las consecuencias para la sociedad se traducen en pérdidas de productividad y gastos para los sistemas de salud, lo que al final nos afecta finalmente a todos.
Esta intervención, como lo es para el alcohol o el tabaco, no es prohibitiva –al menos no para los adultos–, pero sí busca generar las condiciones para promover ciertos tipos de consumo sobre otros, o al menos, para reducir la intensidad de este consumo a nivel poblacional.
Medidas como el etiquetado de alimentos y los impuestos saludables surgen así como una necesidad de intervención frente algo que consideramos intolerable desde las lentes de la justicia social, pero además dañino para las personas y las sociedades como un todo. Estas medidas suelen generar molestia en quienes defienden no intervenir de ningún modo en los mercados y las libertades individuales, o en quienes advierten (pocas veces con evidencia clara) supuestos efectos sobre las economías, e incluso sobre las poblaciones con menor ingreso.
Sin duda, hay un espacio válido para dar una discusión desde la filosofía ética y política sobre en qué grado podemos y queremos intervenir en las decisiones “individuales”, pero lo que es innegable, como ya dije, es que esas decisiones no son totalmente individuales, y ya se encuentran influenciadas por el mercado, la publicidad, y muchos otros determinantes del contexto, como es claro en lo que ahora se denomina determinantes comerciales de la salud. (Lea Día Mundial de la Diabetes: en Colombia hay tres casos por cada 100 habitantes)
Se puede así discutir sobre las bases filosóficas de las medidas, pero lo cierto es que estas intervenciones tienen una justificación técnica, y evidencia, cada vez más creciente, de que son efectivas para modificar los estilos de vida, pero además también parten de un marco ético explícito. En el caso del etiquetado, solo se busca dar información explicita al consumidor para que tome decisiones más informadas, lo cual no solo es compatible, sino de hecho es un requisito para el ejercicio de las libertades individuales que se nutren de la mejor información para decidir.
En el caso de los impuestos saludables, el debate es aún más complejo con opositores que argumentan una mayor carga al consumidor afectando desproporcionadamente a los más pobres y calificando estas medidas como regresivas; pero la verdad es que no lo son. De hecho, los retornos sociales en salud serían particularmente significativos para las poblaciones más pobres, que actualmente sufren la mayor carga de enfermedades asociadas al consumo de alimentos no saludables en la mayoría de los países.
De esta manera, si bien el impuesto puede parecer regresivo en términos de costos para la persona a corto plazo, se espera que sus efectos sean progresivos en la mejora de la salud a largo plazo.
A nivel social, desde una perspectiva económica, también hay una justificación para los impuestos saludables que complementa bien el argumento ético. Contrario a lo que sugieren algunos críticos -y algunos defensores confundidos-, esta justificación no se centra en aumentar la recaudación para invertir en salud. En realidad, se basa en la necesidad de abordar la existencia de una brecha evidente entre el costo social que genera un producto y el costo individual de producir y consumirlo.
Bajo condiciones ideales, estos costos deberían ser equivalentes. En el caso del tabaco, el alcohol y ciertos alimentos no saludables, el costo individual es considerablemente más bajo que los costos sociales, que incluyen mortalidad, discapacidad, y los impactos en el costo para el sistema de salud.
Es cierto que los impuestos saludables buscan impactar más a los más pobres, precisamente porque su carga de enfermedad y más prevalente el consumo de estos alimentos, pero la supuesta “carga” que se les impone, si los propósitos de la intervención se cumplen, es la de reemplazar unos alimentos poco saludables por otros de mayor valor nutricional.
La intención de la medida nunca ha sido aumentar la tributación, ya que, de hecho, para que la medida funcione para cumplir los objetivos en Salud Pública sobre el impacto en los estilos de luego, y luego sobre los desenlaces en salud, se requiere que el consumo de esos alimentos se reduzca (dado lo que los economistas llaman “elasticidad”) en intensidad y para una proporción importante de las personas.
Ciertamente, es irreal esperar que la mayoría de las personas dejen de consumir completamente esos productos, y lo que se espera verdaderamente es una reducción promedio del consumo, lo que ya generaría una reducción importante de la carga de la enfermedad asociada a estas enfermedades, especialmente a sabiendas de las pocas medidas de modificación de estilos de vida que han mostrado ser efectivas.
Pero tienen razón algunos críticos en algunas de sus preocupaciones sobre estas medidas.
En primer lugar, las medidas de impuestos saludables y etiquetado de alimentos, al no ser intervenciones enfocadas en el recaudo, tienen que estar acompañadas de varias estrategias de información, educación y comunicación con perspectiva de Salud Pública.
Es cierto que la modificación de estilos de vida es difícil; promover cambios en los estilos de vida requiere afectar posiciones psicológicas, incluso existenciales, que son muy difíciles de modificar, y la implementación de las estrategias disponibles es difícil, y toma tiempo. Incluso a nivel individual, es difícil lograr la transformación de los estilos de vida, y lo sabe todo aquel que ha sido profesional de la salud, o familiar de una persona con una enfermedad.
Hace algunos años un tío político me decía: “la vida no tiene sentido sin comer chicharrón”, y esa frase refleja precisamente la complejidad de modificar los hábitos de vida. Hay que reconocer, de hecho, que las personas tenemos el derecho a mantener nuestros hábitos insaludables, pero que a la vez deberíamos todos tener la opción de poder cambiarlos.
Esto implica, primero, estar mejor informados sobre los riesgos de nuestras decisiones, como se busca con el etiquetado, pero también tener los medios para hacerlo, lo que significa que además de las medidas disuasorias como los impuestos, se necesitan otras medidas sobre el ambiente social que promuevan hábitos saludables como la actividad física y el consumo de alimentos más saludables.
Es crucial, además, asegurar la disponibilidad de agua y alimentos saludables en todos los entornos, especialmente en aquellos donde, paradójicamente, puede faltar agua potable pero no bebidas gaseosas, territorios que todavía existen en Colombia.
Las enfermedades crónicas son multifactoriales, y es un error ciertamente pensar que, modificando unos pocos factores, aunque importantes, será esto suficiente para controlar este problema creciente. Además, estas intervenciones son muy complejas y pueden tener lo que llamamos modificadores de efecto, que afectan su efectividad en cada contexto.
Por eso es bueno considerar, por ejemplo, los determinantes de la sustitución de alimentos no saludables por otros saludables, y qué otras (muchas) medidas paralelas se necesitan para que las intervenciones funcionen. Adicionalmente, es importante tener en cuenta que no todos los productos se pueden poner en el mismo cajón para analizar los impactos esperados de las intervenciones.
Hay algunos productos en los que las alternativas de sustitución pueden ser más difíciles de promover para las personas con menores ingresos en algunos contexto, y en este sentido es necesario hacer evaluaciones prospectivas de manera separada de los impactos sobre el consumo para cada tipo de productos, ya que no es lo mismo, por ejemplo, social y culturalmente, las bebidas azucaradas que los embutidos, aunque ambas tengan impactos relevantes en salud, por lo que la efectividad debe analizarse de forma aislada, y en cada contexto especifico.
Para asegurar la efectividad de todas estas intervenciones en la Salud Pública, es crucial identificar, evaluar e intervenir en los determinantes que influyen en su éxito en el mundo real. La transición hacia una dieta de alimentos saludables sólo es posible si se crean las condiciones ambientales y psicosociales que la hacen factible para las personas más afectadas. Entre estos factores, uno menos discutido pero crucial, destacado por mi amigo Leonardo Arregocés que leyó el borrador de esta columna, es el tiempo.
El tiempo
Ese recurso, cada vez más limitado en nuestras sociedades urbanas para la mayoría de las personas, es especialmente escaso para las personas de bajos ingresos. Para muchas personas, comer saludablemente usando frutas y vegetales sólo es posible si cocinan por sí mismas, una opción a menudo inviable debido a sus empleos y modos de vida.
Encontrar soluciones adaptadas a nuestros entornos urbanos para poder cocinar, acceder y consumir esos alimentos saludables representa un área de intervención en la que necesitamos más estrategias innovadoras en Salud Pública. De paso, la recuperación del tiempo seguramente tendría otros beneficios esperados e insospechados en salud.
Por último, aunque ciertamente estas medidas como el etiquetado y los impuestos saludables están basadas en evidencia científica, debe entenderse que ejercer una práctica basada en evidencia incluye necesariamente no solo aplicar lo que la evidencia sugiere y aplicarla en consideración de cada contexto, sino también hacer una evaluación de su impacto desde el comienzo.
No podemos estar totalmente seguros de que la efectividad sea igual en cada contexto; eso es claro en salud pública, y justamente porque queremos que funcione, la intervención debe estar acompañada de un plan de evaluación de impacto de las distintas medidas, también para evaluar qué se necesita para mejorar su efectividad más adelante.
En este nuevo gobierno en Colombia, este tipo de intervenciones han avanzado a una velocidad y con una fuerza sin precedentes en el país e incluso en la región, donde se han reseñado nuestros impuestos saludables como las iniciativas más ambiciosas que se han logrado implementar en un país de América Latina.
Sin embargo, este progreso, principalmente en impuestos, ha estado liderado en mayor medida por el Ministerio de Hacienda, lo cual ha generado cierta confusión entre los salubristas, y la verdad es que sí se requiere un mayor liderazgo del Ministerio de Salud para que sean efectivas.
A pesar de celebrar estos avances y siendo consciente de los numerosos desafíos simultáneos en salud que enfrenta el país, creo que estas medidas podrían reducir significativamente la carga de enfermedad de los más vulnerables, y con ello, también la pobreza generada por estas enfermedades.
Sin embargo, es evidente la necesidad de un liderazgo más fuerte desde el sector salud, la realización de una evaluación de las intervenciones implementadas y, sobre todo, comprender que la efectividad de estas no está garantizada sin una perspectiva de Salud Pública. Es crucial también mostrar interés en reconocer y modificar los determinantes de éxito en nuestro contexto específico, y no dar por hecho que su solo diseño y promulgación ya es suficiente para que sean efectivas.
Es posible, por último, que se necesiten hacer ajustes en las intervenciones en el tiempo para aumentar o mantener su efectividad. La evidencia además es dinámica, y las políticas deben ser capaces de adaptarse más rápidamente a los nuevos hallazgos.
Es para mí muy claro que estas medidas, aunque importantes, por sí solas, no son suficientes para modificar esa carga creciente e injusta de enfermedades crónicas en el país. Eso lo sabía, incluso mi tío político, al que le gustaba tanto el chicharrón.
* Assistant Scientist - Johns Hopkins Bloomberg School of Public Health.
E-mail: jferna53@jh.edu
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Hoy en día, a nivel global, las enfermedades crónicas explican la mayor parte de la carga global de enfermedad, es decir, los impactos sociales causados principalmente por la mortalidad prematura y la discapacidad asociada. Estas enfermedades han dejado de ser un problema relevante solo en los países de ingresos altos y, desde hace décadas, han empezado a superar al impacto de las enfermedades infecciosas en la mayoría de los países. En los últimos años, este conjunto de enfermedades ha cobrado mayor importancia en los países de bajos y medianos ingresos, y dentro de ellos, afecta mucho más, casi invariablemente, a los más pobres.
Entre los factores que explican este incremento en nuestros países, además del envejecimiento poblacional, se encuentran los cambios en los estilos de vida, incluyendo la dieta, característica de las sociedades cada vez más industrializadas y el sedentarismo, todo esto agravado por cambios ambientales, muchos provocados por la actividad humana, como la contaminación del aire. (Lea El Espectador le explica lo que pasa con EPS Sanitas, Cruz Verde y el Minsalud)
La distribución actual de las enfermedades crónicas entre y dentro de los países no es aleatoria, sigue un gradiente social y es consecuencia, entre muchos determinantes, de la desventaja en el acceso a los medios para la actividad física y una alimentación saludable, sobre todo para las personas de menos recursos en cada sociedad.
Dentro de estos factores, las bebidas azucaradas y los alimentos ultraprocesados son hoy algunos de los principales riesgos para la obesidad, la diabetes, la hipertensión y múltiples enfermedades crónicas. Desafortunadamente, pocos han entendido que su efecto agregado es casi comparable hoy en día con el del tabaco y el alcohol.
Algunos, de forma ingenua o poco informada, sostienen que la dieta es una elección individual en la que el Estado no debería intervenir. Esta ilusión está dada por la creencia de que solo la voluntad y gustos personales influyen en los estilos de vida de las personas. Sin embargo, los estilos de vida están determinados por el contexto en el que vivimos durante todo el curso vital: la estimulación temprana, el acceso a recursos a lo largo de la vida, el conocimiento de los riesgos, el lugar de residencia, la publicidad comercial y, por supuesto, el ingreso, que a su vez afecta otros determinantes sociales de salud. (Lea La historia de Cruz Verde: un poderoso actor en el mundo de los medicamentos)
El hecho es que el mercado (por las razones que nos explican mejor los economistas), en la mayoría de países, ha llevado hoy a una mayor concentración de dietas poco saludables entre las personas más pobres, ya que este tipo de “alimentos” se producen más fácilmente en masa y a menor precio, satisfaciendo los deseos de consumo de muchas personas, especialmente teniendo en cuenta que estamos biológicamente condicionados a sentir mayor placer con el consumo de ciertos alimentos, habiendo evolucionado para vivir en escasez, y habiendo cambiado el entorno más rápido de lo que la genética puede adaptarse.
Seguramente, los mecanismos psicosociales y económicos detrás de este resultado son mucho más complejos, pero el hecho claro que el acceso a la dieta saludable es inequitativo, genera consecuencias que las sociedades no pueden, o no deberían ignorar.
Por tanto, esa supuesta libertad de elección de la dieta se encuentra claramente condicionada al entorno y al contexto vital de cada persona y grupo poblacional. Está en cada sociedad juzgar si esa distribución desigual de la carga de la enfermedad resultante es injusta y, de ser así, decidir si políticamente se debe intervenir, tal como lo hacemos sobre otros mercados cuando como sociedad juzgamos que la falta de regulación produce resultados socialmente considerados injustos que debemos corregir.
Varias sociedades han reconocido la necesidad de intervención en diversos grados sobre las dietas de personas, no solo por juzgar como injusta la desigualdad en la distribución social de las enfermedades crónicas y del acceso a la dieta saludable, que se traduce en que los más pobres viven menos, más enfermos y sufren más, sino también porque las consecuencias para la sociedad se traducen en pérdidas de productividad y gastos para los sistemas de salud, lo que al final nos afecta finalmente a todos.
Esta intervención, como lo es para el alcohol o el tabaco, no es prohibitiva –al menos no para los adultos–, pero sí busca generar las condiciones para promover ciertos tipos de consumo sobre otros, o al menos, para reducir la intensidad de este consumo a nivel poblacional.
Medidas como el etiquetado de alimentos y los impuestos saludables surgen así como una necesidad de intervención frente algo que consideramos intolerable desde las lentes de la justicia social, pero además dañino para las personas y las sociedades como un todo. Estas medidas suelen generar molestia en quienes defienden no intervenir de ningún modo en los mercados y las libertades individuales, o en quienes advierten (pocas veces con evidencia clara) supuestos efectos sobre las economías, e incluso sobre las poblaciones con menor ingreso.
Sin duda, hay un espacio válido para dar una discusión desde la filosofía ética y política sobre en qué grado podemos y queremos intervenir en las decisiones “individuales”, pero lo que es innegable, como ya dije, es que esas decisiones no son totalmente individuales, y ya se encuentran influenciadas por el mercado, la publicidad, y muchos otros determinantes del contexto, como es claro en lo que ahora se denomina determinantes comerciales de la salud. (Lea Día Mundial de la Diabetes: en Colombia hay tres casos por cada 100 habitantes)
Se puede así discutir sobre las bases filosóficas de las medidas, pero lo cierto es que estas intervenciones tienen una justificación técnica, y evidencia, cada vez más creciente, de que son efectivas para modificar los estilos de vida, pero además también parten de un marco ético explícito. En el caso del etiquetado, solo se busca dar información explicita al consumidor para que tome decisiones más informadas, lo cual no solo es compatible, sino de hecho es un requisito para el ejercicio de las libertades individuales que se nutren de la mejor información para decidir.
En el caso de los impuestos saludables, el debate es aún más complejo con opositores que argumentan una mayor carga al consumidor afectando desproporcionadamente a los más pobres y calificando estas medidas como regresivas; pero la verdad es que no lo son. De hecho, los retornos sociales en salud serían particularmente significativos para las poblaciones más pobres, que actualmente sufren la mayor carga de enfermedades asociadas al consumo de alimentos no saludables en la mayoría de los países.
De esta manera, si bien el impuesto puede parecer regresivo en términos de costos para la persona a corto plazo, se espera que sus efectos sean progresivos en la mejora de la salud a largo plazo.
A nivel social, desde una perspectiva económica, también hay una justificación para los impuestos saludables que complementa bien el argumento ético. Contrario a lo que sugieren algunos críticos -y algunos defensores confundidos-, esta justificación no se centra en aumentar la recaudación para invertir en salud. En realidad, se basa en la necesidad de abordar la existencia de una brecha evidente entre el costo social que genera un producto y el costo individual de producir y consumirlo.
Bajo condiciones ideales, estos costos deberían ser equivalentes. En el caso del tabaco, el alcohol y ciertos alimentos no saludables, el costo individual es considerablemente más bajo que los costos sociales, que incluyen mortalidad, discapacidad, y los impactos en el costo para el sistema de salud.
Es cierto que los impuestos saludables buscan impactar más a los más pobres, precisamente porque su carga de enfermedad y más prevalente el consumo de estos alimentos, pero la supuesta “carga” que se les impone, si los propósitos de la intervención se cumplen, es la de reemplazar unos alimentos poco saludables por otros de mayor valor nutricional.
La intención de la medida nunca ha sido aumentar la tributación, ya que, de hecho, para que la medida funcione para cumplir los objetivos en Salud Pública sobre el impacto en los estilos de luego, y luego sobre los desenlaces en salud, se requiere que el consumo de esos alimentos se reduzca (dado lo que los economistas llaman “elasticidad”) en intensidad y para una proporción importante de las personas.
Ciertamente, es irreal esperar que la mayoría de las personas dejen de consumir completamente esos productos, y lo que se espera verdaderamente es una reducción promedio del consumo, lo que ya generaría una reducción importante de la carga de la enfermedad asociada a estas enfermedades, especialmente a sabiendas de las pocas medidas de modificación de estilos de vida que han mostrado ser efectivas.
Pero tienen razón algunos críticos en algunas de sus preocupaciones sobre estas medidas.
En primer lugar, las medidas de impuestos saludables y etiquetado de alimentos, al no ser intervenciones enfocadas en el recaudo, tienen que estar acompañadas de varias estrategias de información, educación y comunicación con perspectiva de Salud Pública.
Es cierto que la modificación de estilos de vida es difícil; promover cambios en los estilos de vida requiere afectar posiciones psicológicas, incluso existenciales, que son muy difíciles de modificar, y la implementación de las estrategias disponibles es difícil, y toma tiempo. Incluso a nivel individual, es difícil lograr la transformación de los estilos de vida, y lo sabe todo aquel que ha sido profesional de la salud, o familiar de una persona con una enfermedad.
Hace algunos años un tío político me decía: “la vida no tiene sentido sin comer chicharrón”, y esa frase refleja precisamente la complejidad de modificar los hábitos de vida. Hay que reconocer, de hecho, que las personas tenemos el derecho a mantener nuestros hábitos insaludables, pero que a la vez deberíamos todos tener la opción de poder cambiarlos.
Esto implica, primero, estar mejor informados sobre los riesgos de nuestras decisiones, como se busca con el etiquetado, pero también tener los medios para hacerlo, lo que significa que además de las medidas disuasorias como los impuestos, se necesitan otras medidas sobre el ambiente social que promuevan hábitos saludables como la actividad física y el consumo de alimentos más saludables.
Es crucial, además, asegurar la disponibilidad de agua y alimentos saludables en todos los entornos, especialmente en aquellos donde, paradójicamente, puede faltar agua potable pero no bebidas gaseosas, territorios que todavía existen en Colombia.
Las enfermedades crónicas son multifactoriales, y es un error ciertamente pensar que, modificando unos pocos factores, aunque importantes, será esto suficiente para controlar este problema creciente. Además, estas intervenciones son muy complejas y pueden tener lo que llamamos modificadores de efecto, que afectan su efectividad en cada contexto.
Por eso es bueno considerar, por ejemplo, los determinantes de la sustitución de alimentos no saludables por otros saludables, y qué otras (muchas) medidas paralelas se necesitan para que las intervenciones funcionen. Adicionalmente, es importante tener en cuenta que no todos los productos se pueden poner en el mismo cajón para analizar los impactos esperados de las intervenciones.
Hay algunos productos en los que las alternativas de sustitución pueden ser más difíciles de promover para las personas con menores ingresos en algunos contexto, y en este sentido es necesario hacer evaluaciones prospectivas de manera separada de los impactos sobre el consumo para cada tipo de productos, ya que no es lo mismo, por ejemplo, social y culturalmente, las bebidas azucaradas que los embutidos, aunque ambas tengan impactos relevantes en salud, por lo que la efectividad debe analizarse de forma aislada, y en cada contexto especifico.
Para asegurar la efectividad de todas estas intervenciones en la Salud Pública, es crucial identificar, evaluar e intervenir en los determinantes que influyen en su éxito en el mundo real. La transición hacia una dieta de alimentos saludables sólo es posible si se crean las condiciones ambientales y psicosociales que la hacen factible para las personas más afectadas. Entre estos factores, uno menos discutido pero crucial, destacado por mi amigo Leonardo Arregocés que leyó el borrador de esta columna, es el tiempo.
El tiempo
Ese recurso, cada vez más limitado en nuestras sociedades urbanas para la mayoría de las personas, es especialmente escaso para las personas de bajos ingresos. Para muchas personas, comer saludablemente usando frutas y vegetales sólo es posible si cocinan por sí mismas, una opción a menudo inviable debido a sus empleos y modos de vida.
Encontrar soluciones adaptadas a nuestros entornos urbanos para poder cocinar, acceder y consumir esos alimentos saludables representa un área de intervención en la que necesitamos más estrategias innovadoras en Salud Pública. De paso, la recuperación del tiempo seguramente tendría otros beneficios esperados e insospechados en salud.
Por último, aunque ciertamente estas medidas como el etiquetado y los impuestos saludables están basadas en evidencia científica, debe entenderse que ejercer una práctica basada en evidencia incluye necesariamente no solo aplicar lo que la evidencia sugiere y aplicarla en consideración de cada contexto, sino también hacer una evaluación de su impacto desde el comienzo.
No podemos estar totalmente seguros de que la efectividad sea igual en cada contexto; eso es claro en salud pública, y justamente porque queremos que funcione, la intervención debe estar acompañada de un plan de evaluación de impacto de las distintas medidas, también para evaluar qué se necesita para mejorar su efectividad más adelante.
En este nuevo gobierno en Colombia, este tipo de intervenciones han avanzado a una velocidad y con una fuerza sin precedentes en el país e incluso en la región, donde se han reseñado nuestros impuestos saludables como las iniciativas más ambiciosas que se han logrado implementar en un país de América Latina.
Sin embargo, este progreso, principalmente en impuestos, ha estado liderado en mayor medida por el Ministerio de Hacienda, lo cual ha generado cierta confusión entre los salubristas, y la verdad es que sí se requiere un mayor liderazgo del Ministerio de Salud para que sean efectivas.
A pesar de celebrar estos avances y siendo consciente de los numerosos desafíos simultáneos en salud que enfrenta el país, creo que estas medidas podrían reducir significativamente la carga de enfermedad de los más vulnerables, y con ello, también la pobreza generada por estas enfermedades.
Sin embargo, es evidente la necesidad de un liderazgo más fuerte desde el sector salud, la realización de una evaluación de las intervenciones implementadas y, sobre todo, comprender que la efectividad de estas no está garantizada sin una perspectiva de Salud Pública. Es crucial también mostrar interés en reconocer y modificar los determinantes de éxito en nuestro contexto específico, y no dar por hecho que su solo diseño y promulgación ya es suficiente para que sean efectivas.
Es posible, por último, que se necesiten hacer ajustes en las intervenciones en el tiempo para aumentar o mantener su efectividad. La evidencia además es dinámica, y las políticas deben ser capaces de adaptarse más rápidamente a los nuevos hallazgos.
Es para mí muy claro que estas medidas, aunque importantes, por sí solas, no son suficientes para modificar esa carga creciente e injusta de enfermedades crónicas en el país. Eso lo sabía, incluso mi tío político, al que le gustaba tanto el chicharrón.
* Assistant Scientist - Johns Hopkins Bloomberg School of Public Health.
E-mail: jferna53@jh.edu
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