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Dos horas después de iniciar un viaje desde Riohacha, la capital de La Guajira, hacia el Cabo de la Vela en un carro 4x4 que se dedica al turismo, un escenario muy particular aparece en medio del desierto más grande de Colombia.
Decenas de niños y niñas indígenas de la etnia wayúu corren cuando ven los vehículos para levantar una cuerda e impedirles el paso en las carreteras que, lejos de ser una calle tradicional, son más bien caminos que han marcado las llantas de los carros visitantes. (Puede leer: En 2021, cinco millones de niños en el mundo murieron antes de los cinco años)
Uno a uno se acercan a las ventanas y alzando las manos gritan solo dos palabras: “galletas” o “agua”, esperando que el conductor o alguno de los tripulantes les regalen algo de comida para dejarlos pasar.
Esta realidad es desconocida para la mayoría de las personas del país, pero resulta extraño que también lo sea para los guajiros que, según cuentan ellos mismos, son pocos los que recorren todo el departamento.
Un ejemplo de esto es Karen Duarte, una riohachera que solo conoció el norte de la tierra que la vio crecer hasta que tuvo 29 años. Hoy tiene 36. El escenario de sus coterráneos la impactó tanto que tomó una decisión que cambiaría su vida: creó una fundación que, por medio del turismo, busca alimentar a los niños wayúu que extienden sus brazos a los carros de los turistas. Su nombre es Niños del Desierto.
No es fortuito que los niños pidan comida y no dinero como en un peaje tradicional. Según cifras del Gobierno de Colombia, en 2022 murieron 80 menores de cinco años en el departamento de La Guajira a causa de la desnutrición aguda o por enfermedades asociadas a ella. Además, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), con información recopilada en el censo nacional del 2018, reportó que el 71,4% de la población wayúu del país tiene necesidades básicas insatisfechas y que el 44,4% se encuentra en situación de miseria.
Zorilen González, trabajadora social también nacida en La Guajira y vocera de la Fundación Niños del Desierto, explica que las casas de los niños quedan a uno o dos kilómetros de donde montan el peaje y que los wayúu han desarrollado la habilidad de reconocer los carros con el tiempo suficiente para que alcancen a correr y levantar las cuerdas y advierte sobre una cuestión que agudiza el problema de nutrición que padecen los menores: los turistas les llevan dulces. (Le puede interesar: Nuevo capítulo Sanitas: los datos de un millón de usuarios, expuestos en internet)
“Hay personas que pasan y revientan las cuerdas, pero hay quienes paran y les dan cosas. Yo pienso que si quieren apoyar, está bien; en muchos lugares, si no lo hacen, no los dejan pasar, pero brindarles dulces, galletas o golosinas a los niños, lo que hace es aumentar el nivel de malnutrición”.
Valerín Saurith López, nutricionsita, magister en estudios culturales y doctora en geografía, explica que el consumo de azúcar en los niños y niñas que están en los peajes puede ser problemático porque acrecienta la diarrea y deshidrata a los menores que, lo más probable, es que no consuman la cantidad de líquidos requeridos al día. “Además, genera caries, especialmente cuando no se tienen las condiciones para hacerse una buena higiene en los dientes, como le pasa a estos niños”, explica.
La experta, que conoce bien la problemática de nutrición de La Guajira porque nació, creció y desde que hizo su pregrado ha trabajado en el departamento con la población wayúu, asegura que el hecho de que los turistas le den dulces a los niños pasa a un segundo plano, cuando hay entidades del estado que también lo hacen.
Una publicación del portal de noticias Vorágine de junio del 2022, reveló que en el departamento, por medio de programas que se aplican en centros estatales de atención para menores de cinco años, el Estado entrega alimentos utraprocesados, que han sido catalogadas por la Organización Panamericana de la Salud como productos con exceso de grasas, azúcares y sodio.
Además, dice Saurith, hay un factor cultural que también influye en la nutrición de los niños: “la idea de niño en los wayúu no es la misma idea que en occidente”. Mientras el Estado y las organizaciones que velan por el bienestar de la niñez alertan sobre la importancia de proteger a los menores de cero a cinco años, los wayúu creen que el que vive es el que logra resistir en el desierto.
“Antes las mujeres podían tener 20 hijos, pero solo sobrevivían cinco. Ellos viven la muerte de una forma muy diferente”, afirma. No obstante, explica la nutricionista, la situación de los indígenas es multicausal y es irresponsable decir que la muerte de los niños se debe a un problema cultural.
La corrupción que vive el departamento, el racismo estructural y que el Estado no haya nunca respondido con el desarrollo local de los pueblos indígenas, son algunas de las causas que identifica la experta. (También puede leer: Una agencia del gobierno de EE. UU. quiere prohibir las estufas de gas, ¿por qué?)
“Si el Estado no ofrece atención universal, de toda la familia, los niños van a seguir muriendo. Mientras no haya unas estrategias que puedan generar soberanía alimentaria como infraestructura y agua, pues al Estado le va a tocar mantener, literalmente, con asistencialismo a las familias wayúu. ¿Por qué? Porque mientras no haya garantía de condiciones, no hay nada que las personas que viven en el desierto puedan hacer”, afirma.
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Hay veinticinco niños en un camión. Diez van sentados y los demás de pie agarrándose de donde puedan porque la vía, que es puro desierto, tiene muchos sobresaltos.
Es difícil saber cómo reconocen los conductores las paradas, porque no hay nada a la vista que sirva de seña. Ni tiendas, ni árboles, ni las casas de los niños.
Para bajarse, hasta los más altos tienen que colgarse hasta tocar el piso. Saltan las y los más arriesgados. Así son los transportes oficiales de los colegios del Estado en la Alta Guajira.
El camión atiborrado de niños de pie es el mejor escenario que viven los estudiantes wayúu de este territorio, porque cuando falta, dicen, lo que tienen que enfrentar es mucho peor.
Miguel Freire, indígena wayúu y maestro de la comunidad de Gran Vía, cuenta que en 2022 el transporte de la escuela primaria para la que trabaja empezó a funcionar en junio, quince días antes de que los niños salieran a vacaciones, cuando debía haber empezado en febrero.
“Durante marzo, abril y mayo de este año estuvimos sin transporte y los niños tenían que caminar. Nosotros tenemos 17 bicicletas gracias a Niños del Desierto, y se las damos a los estudiantes que viven más lejos, a unos cinco kilómetros del colegio, pero a los demás les toca a pie”, explica.
Cinco kilómetros que deben caminar niños y niñas de cuatro a doce años en medio del desierto, resistiendo temperaturas promedio de más de 30 grados Celsius a mediodía, cuando acaba la jornada escolar, pero cuando el sol está en su punto más alto.
La falta de transporte para los menores wayúu de la Alta Guajira es un problema reiterativo y ocurre en varios municipios del departamento. La situación ha llegado a ser tan compleja, que en octubre del 2022 el gobernador declaró urgencia manifiesta tras varios días de protestas de padres, profesores y estudiantes que exigieron condiciones dignas para que los y las alumnas vayan a la escuela.
En La Guajira, así como en muchas regiones de Colombia, ir al colegio no significa solamente ir a aprender. En el comunicado que publicó la gobernación del departamento para justificar la medida que tomaron en busca del bienestar de 7968 menores, expusieron un tema que los docentes conocen bien: muchos de los niños y niñas que asisten a las escuelas en esta zona lo hacen porque ahí reciben el único alimento que consumen en el día. (Puede interesarle: Los efectos positivos de dejar el alcohol se empezarían a manifestar a los 18 días)
“Aquí hay niños que no fallan un día a un colegio, pero solo es porque en la casa no tienen un desayuno, ni un almuerzo, ni una cena, solo comen lo que les damos aquí”, reconoce el maestro Freire.
Paradójicamente, las estadísticas oficiales del país reportan que La Guajira es el tercer departamento con más inasistencia escolar del país y presenta en promedio un 2% de deserción anual. Aunque las entidades estatales asocian la ausencia de los niños y niñas en las escuelas con factores sociales y familiares, los profesores de la Alta Guajira denuncian que los peajes humanos juegan un rol importante.
Freire asegura que al menos 30 de los 98 estudiantes que hay en la escuela primaria en la que trabaja, están ocasionalmente en los peajes pidiendo comida. Para Zaida Mesa, también maestra de la escuela de Gran Vía, la razón por la que esto ocurre es clara: pura y física necesidad.
Los docentes aseguran que lo han hablado con los padres de familia, pero las respuestas los hacen sentir con las manos amarradas. “Algunos dicen que los niños se escapan, que de repente no los ven en sus casas, pero hay otros que sostienen que los mandan porque es la única forma de conseguir algo de comer, que complemente lo que pueden cazar o pescar ¿Y qué les puedo decir yo si eso también es una realidad? Yo sé que hay familias que no tienen nada”, dice Mesa.
María Minta Estrada, fundadora y directora de la escuela de Gran Vía, cuenta que a veces no les queda de otra que proponerles a los padres que acompañen a los niños cuando van a los peajes o pedirles que solo los dejen ir máximo dos veces a la semana, para que no falten al colegio.
Sin embargo, hay un miedo latente que los educadores no temen señalar: “Uno no sabe qué puede pasar en una carretera, hay mucha gente maldadosa que le puede hacer daño a los niños. Hay niños que se pierden por lo mismo. Es que a esa distancia uno no puede saber ¿Qué tal un loco les pueda hacer algo? ¿Que tal agarre a un niño y se lo lleve en un carro?”, dicen.
Aunque no hay registros en prensa y, al momento de publicar este reportaje, el ICBF no había contestado el requerimiento de información sobre accidentes sufridos por los niños y niñas en medio de los peajes humanos, los docentes aseguran que han oído de casos en otros colegios y dicen que es probable que, al ocurrir en medio del desierto, sea difícil tener un registro riguroso.
Esos relatos coinciden con lo que denuncia Evelyn Acosta, de la organización Fuerza de Mujeres Wayúu, un grupo de mujeres indígenas que desde 2006 buscan visibilizar la realidad de la Guajira: “Nosotros nos enteramos cuando ocurren accidentes, yo sé que por la vía del Cabo de la Vela hace uno o dos años atropellaron a un niño, por ejemplo”.
Además, el colectivo que representa tiene una preocupación adicional: el riesgo de violencias basadas en género que pueden sufrir las niñas que están en los peajes. “Aquí hay una realidad y hay que comenzar a hablarla, a las niñas las venden desde que tienen 12 años y las están violando desde que tienen nueve, ¿y esto qué implica? Que en el pueblo wayúu existen pederastas”, denuncia. (Puede leer: ¿Cuál es el salario de los médicos en Colombia?)
Acosta lleva muchos años trabajando con mujeres de su comunidad y dice que son incontables las historias de indígenas wayúu que han sido vendidas y que algunos familiares están dispuestos a seguir haciéndolo, entregándole las menores al mejor postor: “no importa si es un hombre joven, anciano o arijuna (persona que no es wayuú) apenas se desarrollan las niñas, hay familias dispuestas a entregarlas a cambio de cualquier cosa”, explica.
Para ella es recurrente la escena de niñas y adolescentes en los peajes, con bebés en sus brazos. “Nacen en un peaje, llegan a los 10, 11 años y ya son mamás y se tienen que quedar ahí toda la vida”, asegura.
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Nubia Carolina Montiel es una mujer wayúu de la tercera edad que nació en Maracaibo, Venezuela, pero migró hace diez años a Gran Vía en busca de una mejor vida tras la crisis venezolana.
Para los wayúu no existen fronteras en el desierto. Toda la tierra del norte de Suramérica es lo que ellos llaman “la gran nación wayúu” y, por eso, tienen derecho de nacimiento a la doble nacionalidad.
La mujer se para a diario en un peaje que montó con una cuerda, esperando que los turistas le den algo de comida, ojalá algo de café, pues es tomando esta bebida que las familias se reúnen a compartir.
Fue necesario contar con un traductor para entrevistarla porque no habla español. Al preguntarle por qué hace parte de esta práctica, resumió la historia de su vida. “Yo trabajé desde joven limpiando casas, pero cuando me hice vieja ya nadie me contrataba. Entonces decidí volver a mi tierra y montar el peaje”, dice.
Nubia tiene a cargo a su nieta de ocho años que, en ocasiones, la acompaña en el peaje y estudia en la primaria de Gran Vía. “Ella solo viene los sábados que no tiene colegio porque para mí es muy importante que estudie. Yo sé que si va al colegio va a ser bueno para ella y también para mí”, asegura.
Además, plantea una forma de ver los peajes que tiene que ver con la posesión de las tierras. “Los arijuna que vienen de lejos van a pasar por nuestra tierra, es justo que nos den algo en medio de tanta necesidad”, dice.
Andrés Arends, un joven wayúu de 23 años que vive varios kilómetros más al norte de Gran Vía, en las dunas de Taroa, comparte el pensar de la mujer del peaje: “¿Por qué a los arijuna no les duele pagar un peaje cuando pasan de un territorio a otro en el resto del país? Y ahí si no piden rebaja ni tienen excusas para pagar. Esta tierra pertenece a nuestras familias desde hace muchísimas generaciones y creo que deberían dejarle algo al paisano que los deja pasar”, asegura. (También puede leer: El maltrato infantil está vinculado a múltiples problemas de salud mental)
Y es que esta práctica, según cuentan los y las indígenas, no es tan reciente y no son solo niños los que están implicados. Evelyn Acosta, del colectivo Fuerza de Mujeres Wayúu, lo explica así: “Hay varios tipos de peajes, el primero son los corredores humanos que tú vas a encontrar por el turismo, donde están los niños y hay otros por el paso de comercialización de productos. Además, ahora tenemos un nuevo tipo de peajes de gasolinas, que surgió para las eólicas y los megaproyectos”, dice.
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Según cifras del Dane, La Guajira es el segundo departamento con más pobreza monetaria extrema de Colombia, es decir, en esta región del país el 33.5% de las personas viven con menos de $119.851 pesos colombianos (24 USD) al mes. Sin embargo, sus habitantes viven sobre una tierra inmensamente rica.
El desierto de La Guajira posee una reserva importante de minerales e hidrocarburos y, desde la década del 70, hay empresas extrayendo petróleo, gas natural, sal y carbón, siendo este último el principal material que se produce en esta región.
Según el informe de Perfiles Económicos Departamentales del Ministerio de Industria y Turismo de diciembre de 2022, el 46,1% del aporte del departamento al producto interno bruto de Colombia proviene de la extracción de carbón de la mina del Cerrejón y a, su vez, este aporte representa el 5,3% de todo el producto interno bruto del país.
Sin embargo, el mismo informe reporta que, en términos de ocupación laboral, la minería es el décimo sector en el que son empleados los guajiros, con una representación de solo el 1,8%, lo que significa una queja constante en los habitantes del departamento que aseguran que, aunque las empresas extranjeras llevan décadas explotando su suelo, las regalías y la contratación de personal local parecen no verse reflejadas en la mejora de la calidad de vida de los habitantes.
Este hecho ha sido denunciado por los guajiros desde hace décadas. Hernando Marín, compositor y cantante de vallenato, escribió en los años 90 una canción en forma de protesta por la extracción que, 30 años después, parece seguir vigente. Se llama “La Dama Guajira” y una de sus estrofas resume bien la incomodidad que los wayúu siguen expresando:
(Mi Guajira) tiene el gas que es una ganga
La sal de Manaure y su carbón piedra
Pa’ los gringos su carbón de piedra
Pa’ los monos su carbón de piedra
Pa’ los yankees su carbón de piedra
Y pa’ nosotros que comamos… piedras.
*Este reportaje fue posible gracias al apoyo de Meridian International Center, el IVLP Impact Award y al trabajo de la periodista Nataly Londoño Laura.