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He presenciado la muerte de tantas y variadas maneras que, a veces, en momentos de autoflagelación, cuando intento trazar un inventario de las partidas de las que he sido testigo, no logro enumerarlas en su totalidad, ni siquiera ordenarlas cronológicamente. Supongo que debo empezar este relato diciendo que, el día de mi nacimiento, mi mamá tuvo que pujar durante casi siete horas seguidas en un hospital ubicado en la carrera octava con 58, en Bogotá, uno que tan sólo algunos años más tarde fue abandonado. El cordón umbilical, como una soga de hilos deshilachados, le daba dos vueltas completas a mi cuello, y cuando mi madre pujaba, los médicos no lograban saber por qué razón me devolvía al interior de su vagina. Quizá desde mi nacimiento ya sabía los días difíciles que me esperaban.
Ese mismo 5 de julio de 1995 murió un tío por parte de papá, cuya familia es de Aránzazu (Caldas), el municipio con más casos de bipolaridad en Colombia y posiblemente en toda América, pero eso no viene al caso. Los familiares cercanos, con sus trajes de paño oscuro y sus ojos sollozantes, deambulaban por los pasillos del hospital. Pasillos que se caracterizan por ser extremadamente blancos, como los de todos los hospitales, en donde todo es extremadamente blanco: las paredes, las luces, las ropas de los funcionarios. Un blanco que, se supone, debe simbolizar la neutralidad de la ciencia y del conocimiento, pero que me hace preguntarme si no debería ser al revés: si no deberíamos vestir de blanco la muerte y de negro la vida; vestir de neutralidad la muerte y de carga, peso y contundencia la vida. Pero esto tampoco viene al caso.
Luego pasó alrededor de una década antes de que la muerte volviera a tocar a nuestra puerta. Mis días transcurrían felizmente entre guerras de agua y tardes de vallenato hasta que una hermana de mi padre llegó con su hija recién nacida a pasar unas semanas con nosotros en Bogotá. Y ella, que había nacido en Aránzazu, decidió un día tomarse de un solo trago toda una botella de detergente. De repente, la casa se colmó de las mismas almas y ojos llorosos de aquel 5 de julio en el hospital.
Un lustro pasó y, mientras coqueteaba con mi adolescencia y me pasaba los recreos del colegio echado en el pasto, contemplando los croquis que formaban las sombras de las copas de los árboles, dos primos, uno por parte de papá y otro por parte de mamá, se colgaron cuando rondaban sus treintas. Ambas muertes, al parecer, fueron fruto de angustias monetarias. Allí, al detenerme a estudiar los ojos aguados y tristes de mis familiares, comprendí un poco más la muerte. Sobre todo, aprendí del dolor de los demás escuchando las historias que quienes aún pueden hablar cuentan de quienes fueron condenados a la mudez eterna.
Años después, mientras mataba el tiempo en las escaleras de la universidad, envuelto por el humo de un cigarrillo, una amiga me llamó y me dijo que no podía dormir, pero que tampoco podía pararse de la cama. La escuché, le hablé hasta largas horas de la noche y la abracé mentalmente. A mis veintes ya conocía a una cuarta persona que había terminado su vida de forma consciente y voluntaria.
Me refugié en mi abuela, quien por esos años vivía en nuestra casa. Recuerdo con mucho cariño las tardes en que comíamos empanadas en la esquina del parque, o cómo, al despertarme, aunque tuviera los ojos llenos de lagañas y el pelo alborotado, me miraba y me decía: “Se levantó el rey”. Con su muerte, causada por un aneurisma, entendí que me decía aquella frase porque ella ya estaba dejando su reino.
Por honor a todos mis muertos, debo también mencionar que me he vestido de negro por mis dos abuelos, por el hermano de una amiga, por varios tíos abuelos, por un amigo y por el rector del colegio en el que estudiaba. A todos les honro sus vidas y las enseñanzas que me dejaron con sus partidas.
Así llegué al punto en el que creí que había entendido la muerte. Pensaba que la muerte solo les sonreía a los viejos o a aquellos que no querían seguir vivos. Pero entonces, durante una expedición en la altura de las montañas de Perú, uno de mis mejores amigos casi muere debido a un edema pulmonar. Afortunadamente logramos conseguir ayuda justo antes de lo irrevocable, y por eso no agrego el nombre de mi amigo a esta lista siniestra. Con ese episodio juré que la muerte había dejado de perseguirme.
Pasó un año y, al terminar la universidad, empecé a trabajar y a ganarme un sueldo. Entendí que había llegado el momento de pagarme yo mismo mi arriendo y mis cosas. Por eso, escogí a Vale (Valentina Tamayo Pinzón), mi prima, a quien consideraba una hermana, para formar un hogar. Nos trasteamos a finales de enero esperando vivir juntos durante muchos años. Pero esos planes se desbarataron y sólo vivimos juntos tres meses. Ahora, viéndolo todo en retrospectiva, cayendo en la irresistible tentación de asignarles significados mágicos a los hechos de la vida cotidiana, creo que todo andaba raro. Tanto que aquel jueves en que su cabeza se estrelló contra el pavimento después de que una imprudente moto la embistiera, la tierra crujió en el corazón de los santanderes. Quizás la Mesa estaba acomodándose para recibir a un santo más.
El último fin de semana junto a ella vimos Rudo y Cursi y Tu mamá también. En la primera película, la moraleja giraba en torno a la relatividad de los hechos y a la importancia de la toma de decisiones; la segunda era una apología al disfrute de la vida a pesar de la muerte, el sufrimiento y la vulnerabilidad. Fue en esa relatividad de la decisión que murió Vale: al cruzar la calle, ella escogió ir hacia su derecha y el motociclista hacia su izquierda. Y aunque así se vacío el futuro de Vale, me reconforta saber que, poco antes de morir, dejó plasmadas en las páginas de su diario las ideas surgidas de las conversaciones que tuvimos después de ver aquellas películas:
Hoy quiero dar gracias al ser mujer, a la construcción colectiva, a las vivencias desde la vulnerabilidad, que muchas veces son compartidas. Honro a las mujeres en mi vida, honro a las ancestras y honro mi proceso acompañado por todas ellas. Qué feliz me hace repensar el proceso, el sistema, qué feliz me hace la construcción.
Amo mi vida.
El jueves 16 de marzo, a mis veintisiete años, murió una de las personas con mayor energía, vehemencia y lucidez que he conocido. La humanidad perdió una persona íntegra, que llevaba una vida en la que balanceaba cuidadosamente su espiritualidad y su compromiso con las luchas sociales. El día de su funeral, el cielo se entristeció: fue tan dura la pérdida que Zeus descargó toda su rabia frente a nuestros ojos, y Poseidón lloró tanto que sus lluvias se convirtieron en pequeñas piedras blancas que inmovilizaron media ciudad.
Con la muerte de Vale murió esa parte de mí que solo existía en relación con ella. Nunca volveré a hablar, a sentir, a nadar y a reír como lo hice con ella. Esa parte de mí yace ahora al lado de su cuerpo; el luto no es solamente por Vale: es por mí y por lo que fui con ella. Porque sé que no volveré a entonar un “yuju” de la misma manera en que lo entonaba con ella, porque sé que no volveré a decir “holaa, holaa” con la misma cadencia y ternura al llegar a casa cada tarde, porque sé que no volveré a competir en los juegos como lo hacía con Vale, porque sé que no volveré a trotar los mismos kilómetros junto a ella. Porque sé que muchas de mis preguntas quedarán para siempre sin respuesta.
La muerte me ha empujado a la contemplación, y gracias a ella puedo pensar en muchas cosas en las que antes no pensaba. Es curioso, pero mi mente está tan dispersa como clara. La muerte ha estado siempre a mi lado: en mi nacimiento, en mi niñez, en mi adolescencia, en mi juventud. Ahora entiendo que, con la muerte de Vale, mi juventud también murió. Lo que nunca imaginé es que entraría de lleno en la adultez con esta profunda sensación de injusticia, inconformismo y vacío.
La vida adulta puede ser injusta, pero no podemos perder el sentido de la armonía y de la empatía por los otros y por nosotros mismos. Así debemos asumirla para intentar transformarla.