Envejecimiento cerebral: ¿está su cerebro envejeciendo más rápido de lo que debería?
Tras analizar datos de más de 5.000 personas de 15 países, un grupo de investigadores, entre los que hay una colombiana, detectó que los cerebros de quienes viven en América Latina parecen envejecer más rápido que los de otros países. Parte de los motivos podría estar en factores como la contaminación del aire.
Juan Diego Quiceno
Medir cómo cambia nuestro cuerpo con la edad ha sido difícil. El conde Philibert de Montbeillard fue el primero a quien se le ocurrió, en el siglo XVIII, medir sistemáticamente la altura. Lo hizo con la estatura de su hijo cada seis meses, desde su nacimiento y hasta los 18 años, creando así la primera curva de crecimiento conocida. La pendiente de esa curva, asociada al paso del tiempo y a la tasa o velocidad de crecimiento, se convirtió pronto en un indicador de salud: fueron las bases de lo que hoy conocemos como “antropometría”.
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Medir cómo cambia nuestro cuerpo con la edad ha sido difícil. El conde Philibert de Montbeillard fue el primero a quien se le ocurrió, en el siglo XVIII, medir sistemáticamente la altura. Lo hizo con la estatura de su hijo cada seis meses, desde su nacimiento y hasta los 18 años, creando así la primera curva de crecimiento conocida. La pendiente de esa curva, asociada al paso del tiempo y a la tasa o velocidad de crecimiento, se convirtió pronto en un indicador de salud: fueron las bases de lo que hoy conocemos como “antropometría”.
Definida, en términos simples, como la medición del hombre, la antropometría no se limitó a la altura: con el paso del tiempo, incluyó el peso, las longitudes y circunferencias de las extremidades, así como el espesor de los pliegues en el abdomen, el muslo o la espalda baja. Con una balanza o una cinta métrica, pudimos medir la transformación de un cuerpo con los años, identificando posibles anomalías: una estatura inadecuada para la edad, un peso inferior o uno superior, una distribución irregular de la grasa corporal.
Ha sido mucho más difícil “medir” la transformación del cerebro. Como señaló Richard Bethlehem, del Brain Mapping Unit de la Universidad de Cambridge, en The Conversation, “no existe una cinta métrica” para hacerlo. Aunque disponemos de tecnologías como la ecografía, la resonancia magnética y la tomografía computarizada, que han avanzado nuestra comprensión del cerebro, la gran cantidad de imágenes obtenidas cada año complica la creación de tablas de referencia sobre el desarrollo cerebral. A diferencia de la altura, no hay un indicador claro y universal que marque las etapas de desarrollo “normal” del cerebro.
Bethlehem convocó entonces a sus colegas en 2022 y construyó un extenso conjunto de datos que incluyó más de 120.000 imágenes de resonancia magnética que dejaban al descubierto el cerebro de más de 100.000 personas: desde niños y niñas con 115 días de nacidos, hasta adultos con 100 años de edad.
Con eso, y como tituló en un artículo publicado en Nature ese año, crearon un diagrama cerebral para la vida humana o, lo que es lo mismo, un “diario” del desarrollo cerebral. En él reportaron que, por ejemplo, la materia blanca, una sustancia que se encuentra en lo profundo del cerebro y que está compuesta por millones de fibras nerviosas que conectan las diferentes partes del cerebro, aumenta rápidamente desde mediados de la gestación hasta la primera infancia, y alcanza su punto máximo justo antes de los 29 años. Después de los 50 años, el volumen de esa sustancia blanca disminuye.
Después de los 50 años, el cerebro comienza a envejecer. “Sabemos que en ese envejecimiento hay cambios en los patrones de conectividad, es decir, hay regiones del cerebro que se empiezan a conectar más entre sí, y otras que se empiezan a desconectar”, dice Sandra Báez, profesora asociada de la Universidad de los Andes, y Senior Atlantic Fellow del Global Brain Health Institute. Aunque cada región del cerebro tiene funciones específicas, muchas de las actividades complejas como el pensamiento, el movimiento y la memoria, dependen de la comunicación funcional entre las distintas áreas del cerebro.
La reducción de esa comunicación redunda en algunas de las particularidades que asociamos a la vejez, como la pérdida de agilidad mental, de memoria o incluso de movilidad motora.
No todos, sin embargo, crecemos y envejecemos igual. Aunque asumimos que si una persona tiene 30 años, su cerebro debe tener la misma edad, no es tan simple como eso. Los científicos le llaman a esto “gap” o brecha: la diferencia que surge entre la edad cronológica y la edad cerebral. “Es que el cerebro no está flotando en el aire. Está en un cuerpo, en una historia, en un contexto que importa”, explica desde Irlanda Agustín Ibáñez, neurocientífico argentino e investigador del Instituto Latinoamericano de Salud Cerebral (BrainLat) y del Global Brain Health Institute, una organización internacional dedicada a la investigación, educación y promoción de la salud cerebral. El envejecimiento no es solo una cuestión de edad.
Al cerebro lo afectan factores como el estilo de vida, la genética, el estrés crónico e, incluso, el entorno en el que se nace y se crece. Todo esto puede ralentizar o acelerar el proceso de envejecimiento cerebral. En una nueva investigación publicada hace unas semanas en Nature Medicine, Báez, Ibáñez y más de 70 colegas más, afirman que el cerebro de los latinoamericanos es aproximadamente 5 años más “viejo” que la edad cronológica. Es decir, sugieren, “ser de América Latina y el Caribe está asociado con un envejecimiento acelerado”.
Cerebros 5 años más viejos
Para llevar a cabo la investigación, los autores se basaron en datos de 15 países: siete de ellos (México, Cuba, Colombia, Perú, Brasil, Chile y Argentina) de América Latina y el Caribe, y ocho más (China, Japón, Estados Unidos, Italia, Grecia, Turquía, Reino Unido e Irlanda) que no lo están. “Más de 5,000 personas participaron de nuestra investigación. Contamos con personas sanas, sin ninguna patología; personas con deterioro cognitivo leve; personas con enfermedad de Alzheimer y personas con demencia frontotemporal”, explica Báez. De todas ellas, se tomaron registros de electroencefalograma y resonancia magnética funcional para analizar la brecha entre la edad cerebral, en comparación con su edad cronológica.
Con esos datos, aplicaron modelos de Deep Learning o aprendizaje profundo. En términos simples, esta tecnología es un tipo de inteligencia artificial que imita el funcionamiento del cerebro humano. Se basa en redes neuronales artificiales y estructuras que se inspiran en las conexiones entre las neuronas reales. “Eso nos permitió medir la capacidad de comunicación entre las áreas del cerebro”, explica Ibáñez. Pero no de cualquier tipo: los investigadores se centraron en las High Order Interactions (interacciones de alto orden).
Para entenderlo es útil imaginar que el cerebro funciona como una gran orquesta, con instrumentos que tocan tanto en solos, como de manera colectiva y simultánea. Durante décadas, los científicos se concentraron en estudiar la conectividad funcional, que captura el “sonido” que hacen dos áreas del cerebro cuando trabajan juntas. Esto, si bien valioso, dejó por fuera la inmensa riqueza de escuchar la orquesta completa. Las interacciones de alto orden suceden cuando tres o más áreas del cerebro se comunican entre sí. Son mucho más complejas que las funcionales porque revelan una rica y detallada coordinación.
Un cerebro que mantiene una comunicación y coordinación más compleja entre sus diferentes áreas, es más joven y sano. A medida que disminuye esa capacidad para coordinar y comunicar varias áreas de manera eficiente, hay un mayor envejecimiento.
Con ayuda de la inteligencia artificial, los investigadores evaluaron y predijeron, entonces, la escala de interacciones de alto orden que suceden en los cerebros latinoamericanos que estudiaron. Fue allí cuando encontraron la brecha: en comparación con modelos de otras regiones, en especial, del norte global, nuestros cerebros hacen conexiones complejas como si estuvieran cinco años más viejos de lo que dice nuestra edad cronológica. En las mujeres, esa brecha fue aún mayor, lo que sugiere que ellas sufren un envejecimiento incluso más acelerado que el de los hombres.
¿Qué son cinco años? Parece poco, pero un envejecimiento prematuro del cerebro en esa escala puede indicar un mayor riesgo de enfermedades neurodegenerativas, como el alzhéimer u otros tipos de demencia. En 2030, si se cumplen las proyecciones de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), habrá más personas mayores de 60 años que menores de 15 años en América Latina.
¿Qué nos trajo hasta aquí?
Aristóteles pensaba que el cerebro era una especie de radiador. Al igual que ese aparato disipa el calor generado por el motor de un vehículo, Aristóteles creía que el cerebro servía como un agente refrigerante para el corazón. En una concepción termodinámica del funcionamiento del organismo, el filósofo griego equilibraba la existencia entre un polo caliente, el corazón, donde residía no solo el intelecto, sino la capacidad de sentir y de moverse, con un polo frío, el cerebro. En su teoría, el cerebro “templa el calor y la ebullición del corazón”, logrando el equilibrio térmico que él creía necesario para la vida.
A lo largo de los siglos, algunos autores se preguntaron por el gran “error” de Aristóteles. En el siglo II d.C, Claudio Galeno Nicon de Pérgamo, un cirujano y filósofo, conocido por ser el médico personal de varios emperadores romanos, escribió, “desconcertado”, que el griego no había entendido nada sobre el cerebro. Lejos de ser solo un “radiador”, Galeno demostró que el sentido común, la cognición y la memoria eran funciones propias del cerebro. No lo era así, en cambio, la generación de las emociones y la personalidad, que surgían por el cuerpo en su conjunto. Aunque no atinó en lo segundo, los estudios de Galeno consolidaron la idea de que el poder racional del hombre reside en el cerebro, no en el pecho.
Desde entonces, lo que sabemos del cerebro se ha ido construyendo progresivamente, en una historia con capítulos tan asombrosos como el de Phineas Gage, un hombre de 25 años que trabajaba en la construcción de vías férreas en los Estados Unidos de 1848. El 13 de septiembre de ese año, una explosión accidental incrustó una barra de metal de un metro de largo en su cráneo.
“La barra entró en su mejilla izquierda, destrozó su ojo, atravesó la parte frontal izquierda del cerebro y finalmente abandonó por completo su cabeza en la parte superior del cráneo del lado derecho”, recuerda Ricardo Vieira Teles en la revista científica Dementia & Neuropsychologia. Gage sobrevivió. Cayó, convulsionó unos minutos, pero alcanzó incluso a caminar más de 1 km hasta su cuartel. Treinta minutos después del accidente, el doctor Edward H. Williams lo encontró. Había perdido mucha sangre y pasó semicomatoso durante más de dos semanas. A mediados de noviembre, ya caminaba por la ciudad.
Pero no era el mismo. Aunque su memoria, cognición y fuerza no se habían alterado, su personalidad, antes amable, se degradó. “Se convirtió en un hombre de malos modales y grosero, irrespetuoso con los colegas e incapaz de aceptar consejos. Sus planes para el futuro fueron abandonados y prosiguió sin pensar en las consecuencias”, escribe Vieira. Gage “se volvió irritable, irreverente, grosero y profano, aspectos que no formaban parte de su forma de ser”. Fue despedido de su trabajo y ya no pudo mantener nunca uno estable.
Se convirtió en una atracción en su país e incluso intentó hacer una vida en Chile, donde fue conductor. Murió el 21 de mayo de 1861, 12 años después del accidente, a causa de un ataque epiléptico que, se cree, está relacionado con su lesión. Su cráneo y la barra de hierro que lo destrozó fueron estudiados años después en la Universidad de Harvard. Con el tiempo, el caso de Gage se consideró uno de los primeros ejemplos de que los daños en los lóbulos frontales pueden alterar la personalidad, las emociones y la interacción social. Sin desearlo, escribe Vieira, el joven “hizo una enorme contribución a la neurología”.
No hace mucho, en 2012, un grupo de investigadores utilizó tomografías y exploraciones de resonancia magnética para mostrar cómo se habría visto afectada la conexión del cerebro de Gage. “Durante siglos, la investigación del cerebro se ha concentrado allí, en el norte global”, apunta Ibáñez. “Hace unos años, yo veía que, por ejemplo, los datos clínicos cognitivos, de biomarcadores, de neuroimágenes, de nuestras poblaciones latinoamericanas, no eran iguales a los de la población estadounidense. Con la concentración en ciertas poblaciones, nuestros modelos de ciencia están sesgados”.
No se trata de un asunto de mera justicia simbólica: el cerebro de los latinoamericanos es distinto y no estudiarlo tiene consecuencias prácticas. “Imagina un tratamiento, dice Ibáñez. Querés desarrollar un tratamiento para la demencia que está basado en los anticuerpos monoclonales, que son, hoy en día, uno de los métodos más promisorios. Pero los cerebros de los latinos tienen un componente cardiometabólico tremendo, tienen enfermedades vasculares, múltiples proteinopatías. Entonces, vas a desarrollar una droga que va a funcionar en el 5% de los pacientes, pero nunca en los latinoamericanos”.
Para referirse a las condiciones ambientales a las que estamos expuestos desde que nacemos y que afectan, positiva o negativamente, nuestro desarrollo, los científicos suelen hablar de “exposoma”. “La contaminación hace parte del exposoma, la desigualdad social hace parte del exposoma, la posibilidad de tener acceso a la salud hace parte del exposoma. En nuestro estudio, descubrimos que estos factores fueron los principales predictores de las diferencias en la brecha de edad cerebral entre Latinoamérica y otras regiones”, señala Báez. Es decir, los cinco años de vejez prematura que tienen los cerebros latinos respecto a los del norte global, se pueden asociar a aspectos que no dependen de su individualidad (como hacer o no deporte), sino de factores como la desigualdad socioeconómica estructural de los países latinoamericanos.
Para llegar a esa conclusión, los investigadores realizaron análisis observando la asociación entre la salud cerebral con diferentes variables. En especial, con tres: la polución del aire (medida en términos de presencia de partículas contaminantes de 2.5 micras en el ambiente); el índice de Gini del Banco Mundial, que mide la desigualdad en la distribución de ingresos dentro de un país, y la carga de enfermedades comunicables y no comunicables, que proporcionan una visión indirecta de la calidad de un sistema de salud y la eficacia de los servicios en la prevención y tratamiento de enfermedades.
“Lo más interesante de este estudio, más allá de que encontramos mayor envejecimiento en los cerebros latinoamericanos, es eso: la contaminación de nuestros países, la calidad de los sistemas de salud, la inequidad y la desigualdad en la distribución de ingresos, son predictores de ese mayor envejecimiento”, concluye Báez. Esta podría ser también la razón de que poblaciones más vulnerables y que históricamente han sufrido más brechas en acceso a la educación o en igualdad de ingresos en el mercado laboral, como las mujeres, aparezcan también en esta investigación con un envejecimiento aún más acelerado.
No es la primera vez que el exposoma se revela como un factor condicionante de nuestra salud. Por supuesto, hay otros factores que esta investigación no explora, como el efecto del cambio climático, que cada vez está siendo objeto de mayor atención. “Necesitamos entender eso con mayor precisión. Pero esto es un paso adelante”, dice Ibáñez. “El capital cerebral constituye la mayor riqueza de un país. Más que la materia prima, más que la tecnología. Este estudio traza un camino: los países latinoamericanos no pueden garantizar la salud cerebral, si no abordan sus desigualdades estructurales”.
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