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Colombia está debatiendo una reforma a la salud para construir hospitales, cambiar las EPS y llevar médicos a las zonas rurales con el objetivo de mejorar la vida de los colombianos. Pero tener buena salud puede ser más complejo que acceder a una clínica: depende, incluso, del barrio en el que se nace o se decide vivir.
Durante los meses de covid-19, por ejemplo, la casa y el barrio adquirieron un papel distinto para, quizá, la mayoría de personas: pasaron de ser un espacio al que se llagaba a dormir después de un día laboral, a ser el lugar de trabajo, estudio y de esparcimiento y deporte. Eso visibilizó, dice Ana Diez Roux, docente de la Universidad Drexel (Filadelfia, EE. UU. ), una serie de condiciones en las que tal vez pocos se habían fijado.
Roux es la investigadora principal de Salurbal, un proyecto que reúne a científicos de toda América Latina y Estados Unidos en el estudio de cómo los entornos y las políticas urbanas impactan la salud de las personas. Para ella y para sus colegas, hablar de salud tiene que ser también hablar de ciudad, y hablar de ciudad en esta región tiene que tener en cuenta dos cosas: primero, que ocho países están entre los 20 con mayor desigualdad de ingresos en todo el mundo; y dos, que esta región es una de las más urbanizadas del planeta, con más de 500 millones de personas, o el 80% de su población, habitando en las ciudades.
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“Pero este 80% no vive en ciudades homogéneas. Según Naciones Unidas, el 20% de las familias de la región viven en asentamientos informales con carencias de acceso a servicios básicos, transporte, y condiciones de vivienda subóptimas”, detalla Carolina Piedrafita, especialista en Desarrollo Urbano y Vivienda del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Tanto ella como Roux (y otros) participaron de un documental que acaba de ser producido y estrenado por el BID y que justamente trata este tema de la urbanización y la salud.
¿Cómo el lugar en el que una persona nace y vive puede determinar, en parte, su salud? No se trata de una pregunta nueva: en 2012 investigadores del University College London (UCL) utilizaron las estaciones de la línea del metro de Londres para estimar la esperanza de vida de los londinenses. Encontraron diferencias de hasta 20 años en la esperanza de vida entre los nacidos cerca de Oxford Circus, una estación que sirve a una de las áreas más exclusivas de Londres, con los nacidos cerca de otras estaciones. Aunque hallazgos muy similares se han encontrado en países y ciudades como España, Madrid, y en otros casos de estudio europeos, muy poco se conocía del tema en Latinoamérica.
En 2019, Salurbal dio las primeras pistas para saber qué sucedía en nuestras ciudades. En una investigación publicada en The Lancet describió una amplia brecha en la esperanza de vida según el lugar de nacimiento en seis grandes ciudades latinoamericanas: Buenos Aires, Argentina; Belo Horizonte, Brasil; Santiago, Chile; San José, Costa Rica; Ciudad de México, México; y Ciudad de Panamá, Panamá. Los investigadores analizaron datos de mortalidad y población, indicadores de estatus socioeconómico, proporción de hogares con agua en la vivienda y de hogares superpoblados (es decir, más de tres personas por habitación). También revisaron niveles de educación y la esperanza de vida al nacer.
Encontraron cosas muy interesantes. Por ejemplo, la esperanza de vida promedio al nacer de los hombres varió desde un mínimo de 69,9 años en la Ciudad de México hasta un máximo de 76,6 años en San José de Puerto Rico. Los investigadores también encontraron brechas de hasta 20 años en esa esperanza de vida (la edad media de vida que pueden alcanzar las personas) dentro de las mismas ciudades
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Para Santiago de Chile y la ciudad de Panamá, por ejemplo, un cambio en el nivel educativo se asoció con un aumento en la esperanza de vida al nacer de 8 a 12 años para hombres y mujeres. En la capital de Panamá se observó que quienes nacían en la parte occidental de la ciudad tenían una mayor esperanza de vida respecto a otras áreas de la ciudad. Un patrón similar se observó en la Ciudad de México, donde la parte norte del centro y las áreas adyacentes del área metropolitana tienen una esperanza de vida al nacer más baja.
“Una de las cosas más importantes que eso confirmó es que la salud en la ciudad tiene muchísimo que ver con factores que no tienen nada que ver con la atención médica”, explica Roux. Es decir, no solo importa que las personas vivan cerca de un centro de salud, “importan las condiciones sociales, de hacinamiento, de acceso al agua y a servicios públicos como la educación, por ejemplo. ¿Y qué implica saber eso? Que las políticas sociales, de vivienda, de educación, de trabajo, y otras más., son muy importantes en realidad como políticas de salud”, agrega.
Otros elementos como la densidad poblacional, el acceso al transporte público y la fragmentación urbana se relacionan con elementos como la mortalidad por tráfico que, según la OMS, se cobra la vida de 154.089 personas al año, que representan un 12% de las muertes ocasionadas por el tránsito a escala mundial.
De ciudad, tráfico y su impacto en la salud pública se conoce algo en Bogotá gracias, en parte, a Olga Lucia Sarmiento Dueñas, docente de la Universidad de los Andes e investigadora en el área de ambiente y salud asociada a Salurbal. En 2022 publicó, junto a otros colegas del proyecto, un estudio en The Lancet en el que se preguntan cómo se construyen ciudades en donde menos personas mueran en las vías. “Nos preguntamos qué factores del diseño urbano de las ciudades pueden estar asociados con una disminución de la mortalidad en siniestros viales”, le explicó Sarmiento a El Espectador. Para ello analizaron 366 ciudades con una población de al menos 100.000 personas de 10 países.
Sarmiento y sus colegas encontraron que mientras haya más distancia entre las áreas de residencia, mayor es la necesidad de conectarlas con vías largas y amplias donde los conductores pueden alcanzar altas velocidades. Mientras más velocidad, más probabilidad hay de que ocurra un siniestro vial. Es decir, la densidad y cómo se conectan las áreas pueden ayudar a aumentar o disminuir la mortalidad en las vías.
Estos elementos se pueden (y deberían) mejorar en la ciudad que ya está construida. “En la región existe un déficit habitacional cuantitativo (ausencia de viviendas) estimado en más de 23 millones de hogares, y un déficit cualitativo (casas en condiciones deficientes de materiales, espacios, o acceso a servicios) de más de 43 millones de viviendas”, recuerda algunos datos Piedrafita. Para ese segundo caso, agrega la experta del BID, se ha presenciado en los últimos años “todo un movimiento de políticas de mejoramiento con una premisa: mantener a la gente donde ya vive, donde ya ha construido un capital social, con costumbres y vínculos con los vecinos y el entorno”. Y es que la ciudad y su división (en casas, en barrios) son también el escenario de vínculos sociales que también interactúan en elementos como la salud mental.
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La ciudad como escenario social
La ciudad se dibuja entonces como algo más que un montón de edificios amontonados. “Es un sistema complejo compuesto por unidades (barrios, casas, comercios, etc) que interactúan entre sí”, define Roux. En esas unidades hay millones de personas viviendo. Conviviendo entre sí y, en el mejor de los casos, creando comunidades sociales, esenciales para la calidad de la salud mental de todas ellas. “Pensar en comunidad, entonces, es pensar en personas habitando espacios comunes”, dice Patricia Jara, socióloga y especialista en Protección Social y Salud del BID. Pero, advierte Jara, la sola cercanía física no basta para tener lazos que sirvan para generar identidad, pertenencia y solidaridad.
Hay que atender las condiciones en las cuales se dan las relaciones sociales. Eso implica, según Jara, hacerse una par de preguntas importantes: ¿de qué forma las condiciones en que viven las personas en las ciudades permiten que estas se conozcan, conversen y construyan vínculos colaborativos y relaciones de calidad? “Básicamente, porque de esas relaciones surge la confianza, la reciprocidad y la cohesión en ese espacio de pertenencia”; responde Jara. Todos queremos vivir en ciudades y barrios en los que nos sintamos bien y felices no solo con el acceso a servicios y vivienda, sino con vecinos y quiénes nos rodean.
Vivir cerca unos de otros, como cualquiera tiene un vecino, no es lo único importante en esa construcción de una ciudad que mejor la calidad de vida y de salud mental de las personas. “Son las características socioespaciales del lugar habitado las que crean escenarios para la interacción, la habitualidad y la construcción simbólica de un espacio social compartido”, dice Jara. Esto implica condiciones mínimas como entornos amigables, seguros y con espacios físicos acondicionados para provocar la conversación social.
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Nada de esto, concluye Jara, puede pensarse de forma aislada: “Ya no podemos pensar como lo hacíamos antes, de manera desintegrada, viendo aspectos parciales de un fenómeno mucho más amplio: los determinantes del bienestar y la calidad de vida están íntimamente ligados a la calidad de las relaciones entre as personas y a la calidad de las relaciones entre las personas y los espacios en los que habitan”. La ciudad, en proyectos como Salurbal, son vistas como ese escenario en el que nos jugamos nuestra salud.