Los caminos de Arara, un caserío indígena al sur del Trapecio Amazónico, son estrechos y polvorientos. Se funden con la selva tupida que rodea a la población, y a veces podrían dar la impresión de que quien los transita está entrando en la boca de un lobo. Jhornay Iván Angarita, 18 años, salió de su casa un sábado en la noche. Al amanecer un vecino, cuando iba por su malla de pesca, lo encontró colgando de una soga por el cuello. “Me asomé en calzoncillos y cuando llegué su cuerpo estaba en el suelo,” recuerda Iván, su padre. “Ya habían cortado la cuerda”. Era 6 de junio, día del cumpleaños de Iván.
Otra mañana, esta de agosto, Pompilio Angarita encontró a su hija Sandia, de 16años, suspendida de una rama de un árbol de mango. La víspera, la adolescente discutió con su madre por un amor prohibido con un muchacho de su propio clan.
Ese mismo fin de semana, Alfredo Ramos, de 45 años, bebió cachaça sin descanso hasta el domingo en la tarde, que regresó a casa. Discutió con Gladys Beltrán, su esposa. “Empezó a mirar el techo y a hablar solo”, dice ella. “Luego fue al baño —una caseta fuera de la casa— y ahí estuvo por un rato largo”. Flor, su única hija mujer, se asomó por un huequito y lo vio con la boca abierta, morado, ahorcado con su cinturón.
Arara es una población de algo más de mil personas y 200 familias que habitan a orillas del río Amazonas. Viven en casas rústicas de madera sobre lomas atravesadas por cañizales, rodeadas de una fronda verde interminable. En el corazón del caserío hay una cancha de microfútbol en cemento y una iglesia don de celebran misas evangélicas en las tardes.
Nunca había ocurrido una seguidilla así de muertes trágicas, todas por ahorcamiento. Eso hizo que chamanes de Arara y Nazaret, un corregimiento contiguo, se reunieran para encontrar solución a la tragedia. Más de una decena de sabedores, en una noche de noviembre de 2022, expulsaron con guía de sus guardianes espirituales a los demonios del pueblo. En los últimos 30 años, las autoridades de esa población han contado, al menos, 30 suicidios.
En Colombia, los departamentos de Amazonas, Vaupés y Guainía comparten el índice más alto de suicidio en el país. Son también los de mayor población indígena. Mientras la tasa nacional es de 5 por cada cien mil habitantes, en 2020 Amazonas casi quintuplicó esa cifra con una tasa de 23.6, según datos de Así Vamos en Salud, un proyecto que analiza datos oficiales de salud pública.
Las cifras podrían ser aún más alarmantes. Gerardo Antonio Ordóñez, coordinador general de la EPS Indígena Mallamas, empresa pública de salud con sede en Leticia, dice que el subregistro de suicidios indígenas en el departamento de Amazonas podría ser del 80%. El número real parece imposible de determinar pero los testimonios de las mismas comunidades confirman que esta es una epidemia dolorosa y desatendida.
Los expertos la atribuyen, entre otras, a la destrucción del hábitat natural de las comunidades, incluidos sitios sagrados; al consumo de alcohol y nuevas drogas; y lo que algunos describen como desarraigo y aculturación: una suerte de degradación en las tradiciones y la identidad del ser indígena.
“Los indígenas se matan porque no tienen una vida digna”, dice Olga Milena Bolaños, indígena Consejera de Medicina Tradicional y Salud Occidental de la Organización Nacional Indígena de Colombia(ONIC). Históricamente en estos territorios la oferta de servicios básicos por parte del Estado, entre ellos salud, ha sido precaria, dice Bolaños. A esto se suma la ausencia de un modelo de atención que reconozca los saberes medicinales tradicionales.
“Se matan por falta de alimentación o educación, porque no hay recursos. Otras veces es por violencia por parte delos grupos armados que reclutan a los jóvenes. O porque hay mujeres abandonadas”, asegura Bolaños. “Por eso prefieren no existir más en el mundo”.
Tras el suicidio de Jhornay, la familia Angarita Bernal decidió mudarse a otra casa dentro del mismo barrio. Iván, su padre, escuchaba que alguien entraba, iba a la cocina y movía los platos. “Siento su presencia aún”, dijo. Lo mismo le ocurría a Flor con su padre, Alfredo, a quien ha visto alzar a su bebé desde la hamaca.
Arara se llamaba antes Charatü, en lengua indígena “quebrada de los loros azules”. Con el crecimiento paulatino pasó a llamarse Arara, que traduce Guacamayas y es también el nombre de uno de sus clanes. El otro es el clan Tigre. Uno con plumas, otro sin.
Hoy, después de su fundación en 1966, sus habitantes prefieren llamarse magüta porque tikuna es una designación cori, de hombre blanco, para la ‘gente pintada de negro’. Lo recibieron porque en algunos rituales usan el zumo del fruto del huito, que deja la piel negra al secarse, como protección. Arara, rodeado de un extenso y húmedo bosque tropical, está muy lejos de casi todo: no hay señal celular y está a dos horas de Leticia en lancha, cuando la corriente es favorable.
Apoya el periodismo en el que crees