Esterilizadas y sin derecho a opinar
La práctica común de médicos que recomiendan esterilizar a mujeres con discapacidad “para prevenir las violaciones” y de las familias que lo hacen saltándose la ley.
Carolina Gutiérrez Torres
A las 14 semanas de embarazo el médico les informó a Astrid Pérez y Alirio Galvis que su última ecografía había arrojado un “hallazgo” extraño. A las 17 semanas, después de un nuevo examen, les anunció que su hija nacería con síndrome de Down. A los seis meses de nacida la bebé, María Valeria, ya había sido sometida a cuatro cirugías por una malformación gastrointestinal cuando una genetista les recomendó que la llevaran al quirófano una vez más, para esterilizarla, argumentando que los niños en condición de discapacidad eran más vulnerables al abuso sexual. Esterilizarla para evitar que la violaran, quiso decir. Astrid y Alirio se opusieron. “En vez de castrarla para ‘prevenir’, ¿por qué no difundir la idea de que les brinden una educación sexual integral para que eso no pase?”, se pregunta Alirio desde de su casa en el norte de Bogotá.
María Valeria tiene hoy cinco años. Corre por la sala. Interrumpe a sus papás mientras están contando esta historia para preguntarles por el tío. Vuelve a su habitación a seguir jugando y entonces Alirio retoma la conversación para decir que haberla estilizado habría sido un ataque a la dignidad de su niña. “Si la esterilizamos sin su consentimiento, sólo por un temor infundado de que va a ser abusada, vamos a ir en contra sus derechos. Ella es cien por ciento humana. Tiene nuestros mismos derechos”, dice, y su esposa asiente tras cada palabra.
Ellos decidieron no hacerlo, pero muchos otros han dicho que sí. Por ese temor infundado. Porque creen que así podrán proteger a sus hijas. Han dicho que sí y se han amparado en las leyes colombianas que lo permiten. En este país es legal la esterilización de personas con discapacidades cognitivas “con el consentimiento informado de los representantes legales, previa autorización judicial”.
Si Alirio y Astrid hubieran seguido la recomendación de la genetista, habrían tenido que cumplir con tres requisitos para someter a su niña a la intervención. Primero, esperar a que cumpliera la mayoría de edad, ya que desde 2010 (Ley 1412) está prohibido realizar este procedimiento a los menores de edad “bajo ninguna circunstancia”.
Segundo, demostrar ante un juzgado, con un dictamen médico, que María Valeria era “incapaz absoluta”, ante lo cual el juez la habría declarado “interdicta”, lo que quiere decir que nada de lo que dijera o hiciera a partir de ese momento sería válido en el mundo jurídico. No podría decidir casarse, tener hijos, votar, arrendar una casa o conceder un testamento. No tendría voz. Y en cambio sus papás, o sus representantes legales, tomarían las decisiones por ella. Tercero, habrían tenido que contar con una autorización judicial.
El problema es que hay innumerables casos en los que esos requisitos no se cumplen. Y siguen existiendo profesionales, como aquella genetista, que recomiendan el procedimiento a menores de edad así la ley lo prohíba. Y siguen contándose los familiares que se saltan la ley para hacer de la esterilización el remedio contra la violación. Y siguen apareciendo órdenes de jueces, de defensores de familia e incluso de funcionarios de la Procuraduría exigiéndoles a instituciones como Profamilia que esterilicen a personas en condición de discapacidad, así no se cumplan las obligaciones que dicta la norma.
“Esto representa una esterilización forzada”, dice Beldys Hernández, abogada de Profamilia. Explica: “Así como tu EPS te receta un acetaminofén, aquí pasa igual con la ligadura de trompas. Nos llegan las órdenes sin importar si existe interdicción o algún documento que establezca oficialmente la incapacidad de la persona y que su responsable está autorizado por la ley”. Insiste: “Este es un método altamente restrictivo, definitivo... No se les está permitiendo a las personas con discapacidad hablar... Las seguimos segregando”.
A los cuatro meses de haber nacido Janeth Carolina Castro, su mamá, Gladys Monroy, escuchó decir a un médico y tres aprendices del Hospital San Ignacio de Bogotá: “Su hija tiene algo grave: su hija es mongólica”. Ella pidió que le explicaran qué significaba ser mongólica y los médicos respondieron “no va a aprender a hablar ni a caminar ni a hacer nada”. A los 13 años, la rectora del colegio le recomendó que esterilizara a la niña porque “con tantos peligros que había” era un riesgo que pudieran abusar de ella. Doña Gladys le hizo caso.
Janeth Carolina tiene hoy 30 años. Baila tango. Es novia de un excompañero del colegio llamado Julián. Hace unas semanas llegó de una conferencia de planificación diciéndole a su mamá que había terminado con él porque “si Julián me besa puedo quedar embarazada”. “Eso es imposible”, la tranquilizó doña Gladys. Cuenta que nunca le habló a su hija de la esterilización —ni de ningún tema de su sexualidad—, “porque en ese momento no podía entender nada. Inclusive ahorita casi ni lo entiende. Ellos son muy inocentes”. No le enseñó que con un beso no es posible quedar en embarazo, pero sí se preocupó porque aprendiera a montar en Transmilenio sola, a ser independiente, a sentirse cómoda en clases de natación, organeta y hasta karate, con otros niños que lucían diferentes a ella.
A lo largo de la conversación doña Gladys repite que cualquier decisión que haya tomado era para proteger a Janeth —lo hizo sin seguir ningún proceso legal—, y con la misma convicción están actuando quién sabe cuántos padres de familia que también aprendieron de un médico o un genetista el mito de que ser infértil es un antídoto contra la violación.
¿También subsistirán médicos que recomiendan la esterilización —o familiares que la promuevan— “pretendiendo mejorar la raza”? Ese ha sido un argumento histórico. Así lo cuenta la abogada Natalia Acevedo en su tesis de grado. Hace un repaso de la historia y cita el holocausto nazi, en el que las personas con discapacidad “encabezaban la lista de persecuciones”, y ese período en Estados Unidos, entre 1910 y 1980, en el que “se permitieron procedimientos de esterilización forzada de manera legal contra mujeres que tuvieran algún tipo de discapacidad cognitiva o fueran de raza negra”.
En unas semanas la Superintendencia de Salud publicará una circular que busca despejar dudas frente a este polémico tema. En ella dará instrucciones sobre cómo debe ser la atención en salud para las personas con discapacidad y hablará de la esterilización; sus recomendaciones irán en la misma dirección de lo que ha dicho la Corte Constitucional hasta hoy.
Enfatizará que las entidades que realicen estos procedimientos deben expedir un certificado médico “en el que conste que el estado de incapacidad de decisión y autonomía de la persona no tiene posibilidades de mejorar en el futuro”. Señalará que es innegociable la realización de este procedimiento sin cumplir con los requisitos legales. Dirá que los centros de salud que realicen esta intervención deben “proporcionar toda la información al paciente y a sus padres de todos los efectos de la cirugía a largo y corto plazo”.
Y aunque estas instrucciones darán mayor claridad, hay que decir que ni siquiera con ellas Colombia va a llegar a cumplir con la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, la que suscribió en 2009 (por medio de la Ley 1346) adquiriendo la obligación de actualizar su legislación. Según esta convención, las personas con discapacidad tienen derecho “a decidir libremente y de manera responsable el número de hijos que quieren tener”. Según este documento, “tienen derecho a mantener su fertilidad en igualdad de condiciones con las demás personas”.
cgutierrez@elespectador.com
A las 14 semanas de embarazo el médico les informó a Astrid Pérez y Alirio Galvis que su última ecografía había arrojado un “hallazgo” extraño. A las 17 semanas, después de un nuevo examen, les anunció que su hija nacería con síndrome de Down. A los seis meses de nacida la bebé, María Valeria, ya había sido sometida a cuatro cirugías por una malformación gastrointestinal cuando una genetista les recomendó que la llevaran al quirófano una vez más, para esterilizarla, argumentando que los niños en condición de discapacidad eran más vulnerables al abuso sexual. Esterilizarla para evitar que la violaran, quiso decir. Astrid y Alirio se opusieron. “En vez de castrarla para ‘prevenir’, ¿por qué no difundir la idea de que les brinden una educación sexual integral para que eso no pase?”, se pregunta Alirio desde de su casa en el norte de Bogotá.
María Valeria tiene hoy cinco años. Corre por la sala. Interrumpe a sus papás mientras están contando esta historia para preguntarles por el tío. Vuelve a su habitación a seguir jugando y entonces Alirio retoma la conversación para decir que haberla estilizado habría sido un ataque a la dignidad de su niña. “Si la esterilizamos sin su consentimiento, sólo por un temor infundado de que va a ser abusada, vamos a ir en contra sus derechos. Ella es cien por ciento humana. Tiene nuestros mismos derechos”, dice, y su esposa asiente tras cada palabra.
Ellos decidieron no hacerlo, pero muchos otros han dicho que sí. Por ese temor infundado. Porque creen que así podrán proteger a sus hijas. Han dicho que sí y se han amparado en las leyes colombianas que lo permiten. En este país es legal la esterilización de personas con discapacidades cognitivas “con el consentimiento informado de los representantes legales, previa autorización judicial”.
Si Alirio y Astrid hubieran seguido la recomendación de la genetista, habrían tenido que cumplir con tres requisitos para someter a su niña a la intervención. Primero, esperar a que cumpliera la mayoría de edad, ya que desde 2010 (Ley 1412) está prohibido realizar este procedimiento a los menores de edad “bajo ninguna circunstancia”.
Segundo, demostrar ante un juzgado, con un dictamen médico, que María Valeria era “incapaz absoluta”, ante lo cual el juez la habría declarado “interdicta”, lo que quiere decir que nada de lo que dijera o hiciera a partir de ese momento sería válido en el mundo jurídico. No podría decidir casarse, tener hijos, votar, arrendar una casa o conceder un testamento. No tendría voz. Y en cambio sus papás, o sus representantes legales, tomarían las decisiones por ella. Tercero, habrían tenido que contar con una autorización judicial.
El problema es que hay innumerables casos en los que esos requisitos no se cumplen. Y siguen existiendo profesionales, como aquella genetista, que recomiendan el procedimiento a menores de edad así la ley lo prohíba. Y siguen contándose los familiares que se saltan la ley para hacer de la esterilización el remedio contra la violación. Y siguen apareciendo órdenes de jueces, de defensores de familia e incluso de funcionarios de la Procuraduría exigiéndoles a instituciones como Profamilia que esterilicen a personas en condición de discapacidad, así no se cumplan las obligaciones que dicta la norma.
“Esto representa una esterilización forzada”, dice Beldys Hernández, abogada de Profamilia. Explica: “Así como tu EPS te receta un acetaminofén, aquí pasa igual con la ligadura de trompas. Nos llegan las órdenes sin importar si existe interdicción o algún documento que establezca oficialmente la incapacidad de la persona y que su responsable está autorizado por la ley”. Insiste: “Este es un método altamente restrictivo, definitivo... No se les está permitiendo a las personas con discapacidad hablar... Las seguimos segregando”.
A los cuatro meses de haber nacido Janeth Carolina Castro, su mamá, Gladys Monroy, escuchó decir a un médico y tres aprendices del Hospital San Ignacio de Bogotá: “Su hija tiene algo grave: su hija es mongólica”. Ella pidió que le explicaran qué significaba ser mongólica y los médicos respondieron “no va a aprender a hablar ni a caminar ni a hacer nada”. A los 13 años, la rectora del colegio le recomendó que esterilizara a la niña porque “con tantos peligros que había” era un riesgo que pudieran abusar de ella. Doña Gladys le hizo caso.
Janeth Carolina tiene hoy 30 años. Baila tango. Es novia de un excompañero del colegio llamado Julián. Hace unas semanas llegó de una conferencia de planificación diciéndole a su mamá que había terminado con él porque “si Julián me besa puedo quedar embarazada”. “Eso es imposible”, la tranquilizó doña Gladys. Cuenta que nunca le habló a su hija de la esterilización —ni de ningún tema de su sexualidad—, “porque en ese momento no podía entender nada. Inclusive ahorita casi ni lo entiende. Ellos son muy inocentes”. No le enseñó que con un beso no es posible quedar en embarazo, pero sí se preocupó porque aprendiera a montar en Transmilenio sola, a ser independiente, a sentirse cómoda en clases de natación, organeta y hasta karate, con otros niños que lucían diferentes a ella.
A lo largo de la conversación doña Gladys repite que cualquier decisión que haya tomado era para proteger a Janeth —lo hizo sin seguir ningún proceso legal—, y con la misma convicción están actuando quién sabe cuántos padres de familia que también aprendieron de un médico o un genetista el mito de que ser infértil es un antídoto contra la violación.
¿También subsistirán médicos que recomiendan la esterilización —o familiares que la promuevan— “pretendiendo mejorar la raza”? Ese ha sido un argumento histórico. Así lo cuenta la abogada Natalia Acevedo en su tesis de grado. Hace un repaso de la historia y cita el holocausto nazi, en el que las personas con discapacidad “encabezaban la lista de persecuciones”, y ese período en Estados Unidos, entre 1910 y 1980, en el que “se permitieron procedimientos de esterilización forzada de manera legal contra mujeres que tuvieran algún tipo de discapacidad cognitiva o fueran de raza negra”.
En unas semanas la Superintendencia de Salud publicará una circular que busca despejar dudas frente a este polémico tema. En ella dará instrucciones sobre cómo debe ser la atención en salud para las personas con discapacidad y hablará de la esterilización; sus recomendaciones irán en la misma dirección de lo que ha dicho la Corte Constitucional hasta hoy.
Enfatizará que las entidades que realicen estos procedimientos deben expedir un certificado médico “en el que conste que el estado de incapacidad de decisión y autonomía de la persona no tiene posibilidades de mejorar en el futuro”. Señalará que es innegociable la realización de este procedimiento sin cumplir con los requisitos legales. Dirá que los centros de salud que realicen esta intervención deben “proporcionar toda la información al paciente y a sus padres de todos los efectos de la cirugía a largo y corto plazo”.
Y aunque estas instrucciones darán mayor claridad, hay que decir que ni siquiera con ellas Colombia va a llegar a cumplir con la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, la que suscribió en 2009 (por medio de la Ley 1346) adquiriendo la obligación de actualizar su legislación. Según esta convención, las personas con discapacidad tienen derecho “a decidir libremente y de manera responsable el número de hijos que quieren tener”. Según este documento, “tienen derecho a mantener su fertilidad en igualdad de condiciones con las demás personas”.
cgutierrez@elespectador.com