La culpa, el síntoma más silencioso del COVID-19
Tras casi un año de la llegada del virus al país, son cada vez más cercanas o propias las historias de pérdidas por causa del COVID-19. La culpa es uno de los sentimientos que más nos acompaña, pero del que menos se habla.
Daniela Quintero Díaz
Hace unos días llegué a un trino que me llamó especialmente la atención. Lo escribía Francesca Caregnato, una psicóloga clínica italiano-mexicana que se ha dedicado durante años a trabajar con personas que viven pérdidas de seres queridos. Ella misma había perdido a un familiar por COVID-19 y, además, según me contó más tarde, acababa de regresar a su casa tras una de las sesiones de terapia más difíciles que ha tenido que manejar durante la pandemia. “Después de una lamentable pérdida, los miembros de la familia no podían dejar de sentirse o buscar culpables”, escribía. “Urge hablar de la culpa que acompaña el COVID-19”.
Mientras se repartía entre las tareas de dictar clases, adelantar su doctorado, cuidar a su hijo y atender pacientes, me contó por teléfono que en Ciudad de México, donde vive, las últimas semanas no han sido nada fáciles. Están en “semáforo rojo”, el máximo grado de alerta por la pandemia. Los hospitales están desbordados, la ocupación de camas para atender enfermedades respiratorias, incluido el COVID-19, supera el 84 %; hay escasez de medicamentos y la gente debe esperar turnos para obtener oxígeno. (Le puede interesar: Coronavirus: hablar contagia tanto como toser)
“En esta segunda ola de contagios que toca a México, pero que también toca a Colombia y que veo también con mis familiares en Italia, el COVID-19 está más cerca que nunca. Surgen con más frecuencia esas preguntas de ¿cómo se infectó? ¿Quién infectó a quién?”, cuenta Caregnato. Hace dos semanas atendió una sesión grupal en la que quince de los 24 miembros de una familia resultaron contagiados de coronavirus. La abuela, octogenaria, falleció la noche de Navidad. “Las hijas insistían en culparse por omisiones o negligencias, y se cuestionaban si posiblemente habían llevado el virus a la casa. Otros familiares señalaban a dedo a los que creían que eran los culpables de su muerte. Había demasiada necesidad de encontrar quién fue y qué habían hecho mal. No podían dejar de sentirse culpables o de buscar culpables”, cuenta.
Las noticias desde hace un año nos muestran a diario los aspectos más visibles de la pandemia. Nos dan cifras y nos recuerdan los síntomas de la enfermedad, como la rara pérdida del olfato y el gusto; hablan del daño que produce en el corazón, los pulmones y otros órganos… Hasta hay una “lengua de COVID”. Sin embargo, “nadie habla del síntoma más grave que genera esta enfermedad”, le dijo una joven paciente a la psicóloga. En un rincón oscuro y silencioso de nuestra vida ha quedado relegada la culpa por contraer el virus y pasarlo a alguien más, acompañada por un vaivén de preguntas: “¿Y si fui yo?”, “¿y si no hubiera ido a verlo?”, “¿podría haber sido más cuidadoso con las medidas?”, “¿cómo no me di cuenta antes de que me había contagiado?”, “¿por qué pensé que era un resfriado común?” o “¿debí llevarlo antes al hospital?”.
En Colombia sabemos que la mayoría de los contagios ocurren dentro de los hogares. Esto quiere decir que detrás de los más de dos millones de casos confirmados y las 53.000 muertes, existe posiblemente un número similar de arrepentimientos. Más allá del temor a morir o a tener un cuadro grave de la enfermedad, nos aterra también el hecho de contagiarnos y convertirnos en el verdugo de alguien a quien queremos... La culpa debe estar echando raíces en el corazón de muchas personas.
***
Los humanos hemos creado antídotos eficaces contra muchos patógenos. La sífilis, que azotó por siglos a los amantes, logramos controlarla con antibióticos. Las medidas de higiene y epidemiológicas resultan muy fáciles de aplicar ante brotes de bacterias y otros microorganismos. En 2016 logramos poner fin a la emergencia de salud pública internacional provocada por uno de los virus más letales hasta ahora: el ébola, y desde entonces los brotes han sido limitados y controlados. ¿Por qué, entonces, cuando pensábamos que éramos tan hábiles en el control de enfermedades infecciosas, fue justamente un virus respiratorio el que nos arrinconó?
Este virus alcanzó cada esquina del planeta aprovechándose de una de las características más esenciales de seres humanos como especie: la sociabilidad. Nos gusta hablar, reírnos, abrazarnos… Nuestra cercanía es el combustible que le permite al virus expandirse sin control. “No existe desarrollo individual sin sociedad”, dice Tatiana Andia, doctora en Sociología e investigadora de la Universidad de los Andes. Y es en esa vida en sociedad, fundamental para los seres humanos, donde el virus encuentra su refugio. Por eso logró viajar tan rápido desde Wuhan al resto del mundo. (Le puede interesar: Contagios y festividades decembrinas, ¿influye nuestra cultura?)
“Hasta ahora, cuando pensábamos en los riesgos de salud, los esfuerzos estaban centrados en tratar de prevenir o mitigar enfermedades crónicas, que son las que generan la mayor parte de la morbilidad y mortalidad en las sociedades contemporáneas”. En ellas, explica, los mecanismos de prevención están principalmente a cargo de cada persona. “Tú decides qué comes, cuánto ejercicio haces y cómo mantienes un comportamiento saludable, y esto puede incidir en tu estado de salud futuro”. Esa lógica cambió totalmente ante la llegada de la pandemia. “Ahora, la probabilidad de enfermarse o no ya no depende solo de una decisión individual, sino de todos los que nos rodean. El cuidado pasa a ser ahora relacional, y dependes de tus familiares, amigos y demás personas. Las variables que tienes que controlar son muchas más y están realmente por fuera de tu control”.
De hecho, no es tampoco raro que el virus haya comenzado su camino hacia nosotros desde los murciélagos hace, al menos, medio siglo. Esos animales, que pueden resultarnos tan ajenos y extraños (aunque, curiosamente, Colombia es el lugar con más especies de ellos), pueden ser muy parecidos a nosotros. Viven aglomerados por miles, se mezclan entre colonias, se acicalan y comparten comida, y tienen fuertes vínculos sociales y familiares. Están en todos los continentes, menos en la Antártica, como nosotros, y cuando alguno se enferma se aparta de la comunidad para evitar propagar la enfermedad. (Le recomendamos: Coronavirus, murciélagos y una conspiración perfecta)
En las imágenes que sobrevivían de esta pandemia quedará cifrada esa sociabilidad que nos hace fuertes y vulnerables al mismo tiempo. Nos abrazamos con una cortina de plástico de por medio, nos despedimos a través de tablets y videollamadas de quienes están en los hospitales, nos tenemos que tapar la boca al reír, hablar o cantar para evitar la salida de los “viriones” (partículas del virus). Una de las principales medidas de salud pública es lavarse las manos. Las manos que minutos antes saludaron a alguien.
Si el contagio de un virus depende entrañablemente de nuestra sociabilidad, una consecuencia inevitable era la culpa.
***
La culpa es una característica que parece ser única de nuestra especie. La culpa, explica Dennys del Rocío García, docente de Psicología Clínica y de la salud en la Universidad Javeriana, es uno de esos sentimientos aprendidos que nos acompañan desde niños. “Los seres humanos hacemos juicios evaluativos sobre la forma en la que nos comportamos y cuando evaluamos que lo que hemos hecho estuvo mal, fue incorrecto o inadecuado, podemos sentir culpa”.
Hasta ahora, la ciencia no sabe del todo cuál es el origen del sentimiento. Tampoco se sabe con certeza si otros mamíferos (incluso nuestros parientes más cercanos, los primates no humanos) pueden sentir y exhibir culpa. En diciembre, tras el desgaste de un año de cuarentenas, restricciones y pérdidas, mientras muchos empezábamos a ver con entusiasmo un regreso a la libertad y la “normalidad” del mundo que conocíamos (que desencadenaría uno de los periodos más duros de la pandemia), un grupo de científicos de Reino Unido publicaba en la revista The Royal Society un estudio sobre “la función social del sentimiento y la expresión de la culpa”. Saltándonos los detalles, la evidencia sugería que la culpa “podría tener un impacto más fuerte en las relaciones cercanas existentes, en comparación con relaciones menos cercanas”. En otras palabras, cuanto más cercanos fuéramos a las personas, mayor podría ser nuestro sentimiento de culpa si sentimos que “les fallamos”, y mayor sería el “castigo” que recibimos por parte de ellas. ¿Por qué?, porque al ser una relación de tiempo y trabajo en construcción, “los costos de la ruptura o de la pérdida de la relación serían mayores”.
Sin embargo, otro de los hallazgos del estudio confirmaba que la culpa tiene una función potencialmente positiva en la interacción social. La culpa, escriben los autores, estimula comportamientos en pro de mantener las normas sociales, promueve a hacer lo correcto y enmendar las malas acciones con aquellos que han sido agraviados.
“La culpa nos sorprende cuando nos damos cuenta de que hay cosas que se nos salen de las manos”, dice el filósofo y teólogo Vicente Durán, s. j. “Hay a quienes les sorprende encontrarse con que la medicina, la ciencia, la tecnología y la sociedad tienen sus límites”. Cosas que teníamos ocultas y que las ha puesto en evidencia esta pandemia. Sin embargo, asegura, “encontrarle límites a todo lo que hacemos los seres humanos, por más doloroso que sea, también es bueno, porque nos hace pensar en nuestras fragilidades y vulnerabilidades. La ciencia, que tiene tanto que aportar, es producto de esas situaciones en las que el ser humano se ve forzado por las circunstancias a investigar, indagar y crear sistemas de conocimiento científico, pero también sistemas sociales de solidaridad y acompañamiento a los más débiles. No sirve culparse, no sirve buscar culpables. Lo que sirve es ser creativos, solidarios y, sobre todo, muy generosos en la manera de cuidarnos unos a otros”. (Puede leer: “La ciencia está teniendo éxito, pero la solidaridad está fallando”: ONU)
“El contacto social es la cosa más humana de nuestra especie, y el no saber o no querer hacer daño, y hacer daño sin querer, es también una cosa totalmente humana que puede ocurrir”, agrega Andia. Las preguntas de ahora en adelante, asegura, deberían estar centradas en cómo incorporar los riesgos de este nuevo contexto para tener una vida significativa. “¿Cómo vivir con calidad en un mundo así? ¿Cómo morir dignamente en un mundo así? No podemos seguir creyendo que podemos suspender la vida para evitar el contagio”.
Hace unos días llegué a un trino que me llamó especialmente la atención. Lo escribía Francesca Caregnato, una psicóloga clínica italiano-mexicana que se ha dedicado durante años a trabajar con personas que viven pérdidas de seres queridos. Ella misma había perdido a un familiar por COVID-19 y, además, según me contó más tarde, acababa de regresar a su casa tras una de las sesiones de terapia más difíciles que ha tenido que manejar durante la pandemia. “Después de una lamentable pérdida, los miembros de la familia no podían dejar de sentirse o buscar culpables”, escribía. “Urge hablar de la culpa que acompaña el COVID-19”.
Mientras se repartía entre las tareas de dictar clases, adelantar su doctorado, cuidar a su hijo y atender pacientes, me contó por teléfono que en Ciudad de México, donde vive, las últimas semanas no han sido nada fáciles. Están en “semáforo rojo”, el máximo grado de alerta por la pandemia. Los hospitales están desbordados, la ocupación de camas para atender enfermedades respiratorias, incluido el COVID-19, supera el 84 %; hay escasez de medicamentos y la gente debe esperar turnos para obtener oxígeno. (Le puede interesar: Coronavirus: hablar contagia tanto como toser)
“En esta segunda ola de contagios que toca a México, pero que también toca a Colombia y que veo también con mis familiares en Italia, el COVID-19 está más cerca que nunca. Surgen con más frecuencia esas preguntas de ¿cómo se infectó? ¿Quién infectó a quién?”, cuenta Caregnato. Hace dos semanas atendió una sesión grupal en la que quince de los 24 miembros de una familia resultaron contagiados de coronavirus. La abuela, octogenaria, falleció la noche de Navidad. “Las hijas insistían en culparse por omisiones o negligencias, y se cuestionaban si posiblemente habían llevado el virus a la casa. Otros familiares señalaban a dedo a los que creían que eran los culpables de su muerte. Había demasiada necesidad de encontrar quién fue y qué habían hecho mal. No podían dejar de sentirse culpables o de buscar culpables”, cuenta.
Las noticias desde hace un año nos muestran a diario los aspectos más visibles de la pandemia. Nos dan cifras y nos recuerdan los síntomas de la enfermedad, como la rara pérdida del olfato y el gusto; hablan del daño que produce en el corazón, los pulmones y otros órganos… Hasta hay una “lengua de COVID”. Sin embargo, “nadie habla del síntoma más grave que genera esta enfermedad”, le dijo una joven paciente a la psicóloga. En un rincón oscuro y silencioso de nuestra vida ha quedado relegada la culpa por contraer el virus y pasarlo a alguien más, acompañada por un vaivén de preguntas: “¿Y si fui yo?”, “¿y si no hubiera ido a verlo?”, “¿podría haber sido más cuidadoso con las medidas?”, “¿cómo no me di cuenta antes de que me había contagiado?”, “¿por qué pensé que era un resfriado común?” o “¿debí llevarlo antes al hospital?”.
En Colombia sabemos que la mayoría de los contagios ocurren dentro de los hogares. Esto quiere decir que detrás de los más de dos millones de casos confirmados y las 53.000 muertes, existe posiblemente un número similar de arrepentimientos. Más allá del temor a morir o a tener un cuadro grave de la enfermedad, nos aterra también el hecho de contagiarnos y convertirnos en el verdugo de alguien a quien queremos... La culpa debe estar echando raíces en el corazón de muchas personas.
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Los humanos hemos creado antídotos eficaces contra muchos patógenos. La sífilis, que azotó por siglos a los amantes, logramos controlarla con antibióticos. Las medidas de higiene y epidemiológicas resultan muy fáciles de aplicar ante brotes de bacterias y otros microorganismos. En 2016 logramos poner fin a la emergencia de salud pública internacional provocada por uno de los virus más letales hasta ahora: el ébola, y desde entonces los brotes han sido limitados y controlados. ¿Por qué, entonces, cuando pensábamos que éramos tan hábiles en el control de enfermedades infecciosas, fue justamente un virus respiratorio el que nos arrinconó?
Este virus alcanzó cada esquina del planeta aprovechándose de una de las características más esenciales de seres humanos como especie: la sociabilidad. Nos gusta hablar, reírnos, abrazarnos… Nuestra cercanía es el combustible que le permite al virus expandirse sin control. “No existe desarrollo individual sin sociedad”, dice Tatiana Andia, doctora en Sociología e investigadora de la Universidad de los Andes. Y es en esa vida en sociedad, fundamental para los seres humanos, donde el virus encuentra su refugio. Por eso logró viajar tan rápido desde Wuhan al resto del mundo. (Le puede interesar: Contagios y festividades decembrinas, ¿influye nuestra cultura?)
“Hasta ahora, cuando pensábamos en los riesgos de salud, los esfuerzos estaban centrados en tratar de prevenir o mitigar enfermedades crónicas, que son las que generan la mayor parte de la morbilidad y mortalidad en las sociedades contemporáneas”. En ellas, explica, los mecanismos de prevención están principalmente a cargo de cada persona. “Tú decides qué comes, cuánto ejercicio haces y cómo mantienes un comportamiento saludable, y esto puede incidir en tu estado de salud futuro”. Esa lógica cambió totalmente ante la llegada de la pandemia. “Ahora, la probabilidad de enfermarse o no ya no depende solo de una decisión individual, sino de todos los que nos rodean. El cuidado pasa a ser ahora relacional, y dependes de tus familiares, amigos y demás personas. Las variables que tienes que controlar son muchas más y están realmente por fuera de tu control”.
De hecho, no es tampoco raro que el virus haya comenzado su camino hacia nosotros desde los murciélagos hace, al menos, medio siglo. Esos animales, que pueden resultarnos tan ajenos y extraños (aunque, curiosamente, Colombia es el lugar con más especies de ellos), pueden ser muy parecidos a nosotros. Viven aglomerados por miles, se mezclan entre colonias, se acicalan y comparten comida, y tienen fuertes vínculos sociales y familiares. Están en todos los continentes, menos en la Antártica, como nosotros, y cuando alguno se enferma se aparta de la comunidad para evitar propagar la enfermedad. (Le recomendamos: Coronavirus, murciélagos y una conspiración perfecta)
En las imágenes que sobrevivían de esta pandemia quedará cifrada esa sociabilidad que nos hace fuertes y vulnerables al mismo tiempo. Nos abrazamos con una cortina de plástico de por medio, nos despedimos a través de tablets y videollamadas de quienes están en los hospitales, nos tenemos que tapar la boca al reír, hablar o cantar para evitar la salida de los “viriones” (partículas del virus). Una de las principales medidas de salud pública es lavarse las manos. Las manos que minutos antes saludaron a alguien.
Si el contagio de un virus depende entrañablemente de nuestra sociabilidad, una consecuencia inevitable era la culpa.
***
La culpa es una característica que parece ser única de nuestra especie. La culpa, explica Dennys del Rocío García, docente de Psicología Clínica y de la salud en la Universidad Javeriana, es uno de esos sentimientos aprendidos que nos acompañan desde niños. “Los seres humanos hacemos juicios evaluativos sobre la forma en la que nos comportamos y cuando evaluamos que lo que hemos hecho estuvo mal, fue incorrecto o inadecuado, podemos sentir culpa”.
Hasta ahora, la ciencia no sabe del todo cuál es el origen del sentimiento. Tampoco se sabe con certeza si otros mamíferos (incluso nuestros parientes más cercanos, los primates no humanos) pueden sentir y exhibir culpa. En diciembre, tras el desgaste de un año de cuarentenas, restricciones y pérdidas, mientras muchos empezábamos a ver con entusiasmo un regreso a la libertad y la “normalidad” del mundo que conocíamos (que desencadenaría uno de los periodos más duros de la pandemia), un grupo de científicos de Reino Unido publicaba en la revista The Royal Society un estudio sobre “la función social del sentimiento y la expresión de la culpa”. Saltándonos los detalles, la evidencia sugería que la culpa “podría tener un impacto más fuerte en las relaciones cercanas existentes, en comparación con relaciones menos cercanas”. En otras palabras, cuanto más cercanos fuéramos a las personas, mayor podría ser nuestro sentimiento de culpa si sentimos que “les fallamos”, y mayor sería el “castigo” que recibimos por parte de ellas. ¿Por qué?, porque al ser una relación de tiempo y trabajo en construcción, “los costos de la ruptura o de la pérdida de la relación serían mayores”.
Sin embargo, otro de los hallazgos del estudio confirmaba que la culpa tiene una función potencialmente positiva en la interacción social. La culpa, escriben los autores, estimula comportamientos en pro de mantener las normas sociales, promueve a hacer lo correcto y enmendar las malas acciones con aquellos que han sido agraviados.
“La culpa nos sorprende cuando nos damos cuenta de que hay cosas que se nos salen de las manos”, dice el filósofo y teólogo Vicente Durán, s. j. “Hay a quienes les sorprende encontrarse con que la medicina, la ciencia, la tecnología y la sociedad tienen sus límites”. Cosas que teníamos ocultas y que las ha puesto en evidencia esta pandemia. Sin embargo, asegura, “encontrarle límites a todo lo que hacemos los seres humanos, por más doloroso que sea, también es bueno, porque nos hace pensar en nuestras fragilidades y vulnerabilidades. La ciencia, que tiene tanto que aportar, es producto de esas situaciones en las que el ser humano se ve forzado por las circunstancias a investigar, indagar y crear sistemas de conocimiento científico, pero también sistemas sociales de solidaridad y acompañamiento a los más débiles. No sirve culparse, no sirve buscar culpables. Lo que sirve es ser creativos, solidarios y, sobre todo, muy generosos en la manera de cuidarnos unos a otros”. (Puede leer: “La ciencia está teniendo éxito, pero la solidaridad está fallando”: ONU)
“El contacto social es la cosa más humana de nuestra especie, y el no saber o no querer hacer daño, y hacer daño sin querer, es también una cosa totalmente humana que puede ocurrir”, agrega Andia. Las preguntas de ahora en adelante, asegura, deberían estar centradas en cómo incorporar los riesgos de este nuevo contexto para tener una vida significativa. “¿Cómo vivir con calidad en un mundo así? ¿Cómo morir dignamente en un mundo así? No podemos seguir creyendo que podemos suspender la vida para evitar el contagio”.