La historia de cómo llegó la primera vacuna a Colombia hace dos siglos
Aunque hoy sean una herramienta indispensable para la salud pública, poco sabemos sobre la llegada de las vacunas a nuestro país. Un nuevo libro, escrito por el periodista Carlos Dáguer, relata cómo fue esa fascinante travesía y cuáles fueron las investigaciones que llevó a cabo Antonio Nariño. Publicamos un capítulo de El pus de los milagros en El Espectador.
Carlos Dáguer*
En 1802, Santafé de Bogotá, la capital del Nuevo Reino de Granada, experimentó una de las más recordadas epidemias de viruela de su historia. Lo que hizo diferente a esta emergencia sanitaria fueron los diversos intentos de importar la vacuna —la primera de todas— recientemente descubierta por el médico inglés Edward Jenner.
El célebre médico había observado que las ordeñadoras del condado de Gloucester que se infectaban de la leve viruela de las vacas nunca sufrían la gravísima viruela humana. Para comprobarlo, en 1796 infectó a un niño con el pus bovino (con la vacuna, de allí su nombre) y al cabo de unos días intentó infectarlo con la viruela humana. Como lo sospechaba, el muchacho no adquirió la enfermedad. (Lea Además de la yuca, estos son los nuevos ingredientes de la Bienestarina)
Las noticias sobre el descubrimiento llegaron al Nuevo Reino de Granada en 1801, y al año siguiente, en plena epidemia, el gobierno buscó por diversos medios la obtención del fluido vacuno. Hasta entonces, la única manera distinta al aislamiento de prevenir la enfermedad consistía en provocarla deliberadamente mediante un método que se llamaba ‘inoculación’ o ‘variolización’, que consistía en tomar el fluido de las pústulas de un enfermo y, a través de una incisión, introducir la materia en una persona sana. El inconveniente era que no solo el inoculado enfermaba (por lo general levemente), sino que podía contagiar a otros, cosa que no ocurría con la vacunación.
A partir de manuscritos de los archivos históricos de España, Colombia y Ecuador, el periodista Carlos Dáguer reconstruyó los pormenores de epidemia de 1802 y la introducción de la vacuna en el Nuevo Reino de Granada. La investigación desarrollada durante los últimos tres años contó con el aval académico de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina y fue auspiciada por las compañías SIES Salud, Sinovac y Annar. El resultado es el libro titulado El pus de los milagros, donde el investigador, entre otras cosas, relata el intento fallido de Sinforoso Mutis, sobrino del sabio José Celestino, de traer muestras de la vacuna desde España, y la búsqueda de la materia en los hatos del virreinato.
En una faceta poco conocida de su vida, Antonio Nariño se sumó a quienes realizaron experimentos en este ámbito. Con motivo de los 200 años de su muerte, reproducimos un capítulo del libro.
Las reliquias desnudadas de los muertos. La epidemia llega al pico
Como lo había solicitado el oidor Hernández de Alba, los médicos de la ciudad y los comisionados José Miguel Rivas y José Antonio Ugarte se dieron cita el domingo 27 de junio en la casa de José Celestino Mutis. Durante el encuentro expresaron su preocupación por el cambio del clima. Según el sabio gaditano, la «estación templada» parecía mudar hacia la de «caniculares más ardientes». Los facultativos temían que, como consecuencia, se presentaran dos epidemias de manera simultánea: una de «calenturas pútridas» y otra de viruela.
Por si fuera poco, vieron «remotas las esperanzas de hallar prontamente la materia vacuna», primera señal de que el esfuerzo de Sinforoso Mutis había fracasado. A falta de otra alternativa, la recomendación de los expertos fue que el gobierno permitiera la inoculación tradicional de la viruela. Los médicos redactaron un plan para continuar en esa línea y lo remitieron al día siguiente a Hernández de Alba.[i]
El oidor debió haber recibido informaciones contradictorias en un brevísimo intervalo, pues José Celestino Mutis, tan pesimista la víspera, le comunicó el lunes dos noticias esperanzadoras. La primera era que «un sujeto dedicado con empeño» a investigaciones sobre la vacuna le acababa de anunciar que muy probablemente la tendría a punto en pocos días. A la luz de los acontecimientos venideros puede sospecharse que el individuo era el entonces innombrable presidiario Antonio Nariño.
La segunda noticia venía del valle de Cáqueza, al suroriente de la capital, donde una mujer había observado granos similares a los de la viruela bovina en los pezones de las vacas primerizas. Así se lo había comentado ella al médico Rafael Flórez, que también se había subido a la ola de los experimentos inmunológicos.
La influencia del libro de Pedro Hernández sobre el origen de la vacuna comenzaba a notarse. Citando casi textualmente unas líneas de la obra, Mutis defendió la importancia de la noticia comunicada por la mujer: «… no es absolutamente despreciable, como no lo fue la conversación del pastor de Gloucester con el doctor Jenner». Así que aconsejó al oidor que contactara a Flórez, «bien conocido en su tienda de la primera Calle Real», y lo comisionara para que fuera a Cáqueza a confirmar la existencia del preciado pus.[ii]
Santafé de Bogotá se mantenía aseada. Sin duda acuciados por el terror del pasado, los habitantes obedecieron las instrucciones de limpiar la ciudad con una inusitada prontitud y llevaron las medidas de higiene hasta el paroxismo. Que barrieran y retiraran basuras y excrementos estaba bien, pero eso de haber despojado las calles de la vegetación que crecía entre las piedras sí había resultado, a juicio del sabio del virreinato, una exageración.
Mutis aseguraba que extraer la «importante alfombra de grama y demás yerbas menudas con que la sabiduría del Supremo Creador» se había dignado «entapizar perennemente todo el suelo de la capital» podría tener consecuencias fatales. En una queja remitida al oidor, aseguraba que, si la gente se dedicaba a luchar contra la naturaleza, descuidaría la sencilla obligación de barrer el suelo de su casa. El botánico explicaba que los vegetales absorbían por la noche «las putrefacciones animales» que infectaban la atmósfera y al día siguiente restituían «la vitalidad perdida en el anterior». Las autoridades estaban promoviendo nada menos que un atentado contra los designios de la divina providencia.
Ya entrados en materia, después de la detallada explicación de cómo las plantas eliminaban aquellos «vapores mortales», el botánico aprovechó su misiva para quejarse de las basuras e inmundicias que el vulgo amontonaba cerca de los predios de la casa asignada a la Expedición Botánica, que se ubicaba donde actualmente queda la plaza de armas del palacio presidencial. No podía desaprovechar la ocasión para exhortar a las autoridades a que exigieran a las tenderas del barrio asear su vecindario.[iii]
Los deseos del oráculo del reino siempre fueron órdenes. Apenas dos días después, Hernández de Alba notificaba que había suspendido «la operación de arrancar las yerbas menudas y las ramas», ordenado que solo se limpiaran «las basuras, escombros y demás inmundicias», y agregaba que había advertido al respectivo comisario de barrio sobre la necesidad de limpiar las aceras del costado y la espalda de la casa que servía a la Expedición Botánica.[iv]
En la misma onda miasmática, los cabildantes comisionados por el virrey apoyaban una iniciativa de los padres del San Juan de Dios de cercar el cementerio del hospital. Para Rivas y Ugarte era urgente impedir, tanto «por los principios más comunes de salud pública como por ciertas consideraciones religiosas y morales», que reses y cerdos pastaran sobre los cadáveres y luego transmitieran la infección a quienes los consumían.
Los dos concejales, además, daban a entender que en algún momento —no se sabe si lejano o reciente— los capitalinos habían visto cómo perros hambrientos desenterraban a los difuntos y arrastraban por las calles los miembros podridos. La consecuencia de una escena tan horrorosa, pronosticaban los comisionados, era que los ciudadanos iban a preferir «morir en sus pobres y desamparados rincones» a ir a un hospital de donde sacaban los cadáveres para ser «pasto de las bestias».
La emergencia resultaba el escenario idóneo para impartir una especie de catequesis sobre las creencias médicas del momento. Así como José Celestino Mutis atribuía las epidemias a los «pestíferos hálitos», los comisionados las atribuían a los «maléficos influjos». Dos expresiones distintas, una misma teoría. El ojo humano en aquel entonces no alcanzaba a ver las bacterias ni los virus, y mucho menos a comprender su papel en las enfermedades infecciosas. A falta de otro culpable, ahí estaban los famosos miasmas, cuya existencia era aceptada a pie juntillas por los médicos de la época.
Rivas y Ugarte advertían cierta negligencia en el hecho de que las tumbas fueran poco profundas, no se esparciera cal sobre los cadáveres y no se tendieran losas sobre las tumbas para demarcarlas y mantenerlas bajo tierra. «… los miasmas destruidores que nacen de una o muchas sepulturas entreabiertas en que quedan las reliquias desnudadas de los muertos deberían tener a la ciudad en una peste continuada», aseguraban los comisionados. Aunque aquellos efluvios eran inevitables, el daño podía atenuarse. Por eso concluían que «unas paredes altas y bien cerradas en todos sus lienzos, empañetando estos con cal, harían que subiesen a lo alto de la población los vapores, y fuesen menos comunicables a sus habitadores».[v]
Que cese el azote
El miércoles 30 de junio se cumplió la cuarta semana desde el inicio de la crisis. La epidemia avanzaba, la limpieza continuaba y los esfuerzos de vacunar fracasaban. Hasta ese momento se sabía que por los menos dos muestras del fluido traídas desde España habían llegado desvirtuadas. Un intento se había hecho en Cartagena y el otro en Santafé de Bogotá, con las porciones que venían en el baúl de Sinforoso Mutis.
Dadas las circunstancias, el gobierno orientó su empeño hacia la búsqueda del fluido en las reses neogranadinas. Con ese propósito, José Celestino Mutis envió instrucciones al oidor sobre cómo identificar la viruela bovina y cómo obtener la linfa. Hay que imaginar lo que significaba iniciar el trabajo a partir de un escrito, sin ilustraciones coloridas ni observaciones directas previas.
Estos granos llamados viruelas de las vacas —anotaba el sabio gaditano— aparecen en las ubres; pero más manifiestos en sus pezones […]. Se manifiestan con el aspecto de granos azulados, rodeados por un pequeño círculo más o menos rojizo, que forma su base […]. Cuando se hallan los granos en su estado de madurez y perfección, el humor contenido en ellos es delgado y transparente; expuesto al aire sobre un vidrio, forma una especie de barniz […]. Al sacar la materia de los granos en su estado de madurez, se tendrá la precaución de no abrirlos por la parte que ocupa su centro, sino por la circunferencia o rodete donde termina el grano y comienza el segundo círculo o ruedo rojizo de la irritación causada por cada grano.[vi]
El breve manual alertaba sobre la posibilidad de confundir las pústulas de los pezones con otros granos llamados mezquinos, y explicaba cómo debían disponerse y sellarse los vidrios planos —circulares o cuadrados— entre los que se depositaba la vacuna. Muy convencido de que un buen empaque bastaba para garantizar la frescura de la linfa, Mutis concluía: «Finalmente, para mayor resguardo y seguridad en su conducción, se guardará envuelta y bien liada entre seis o más papeles limpios, por cuyo medio se impide toda la alteración que pudiera ocasionarle la acción del aire».
Con esa descripción salieron tres delegados en busca del cowpox neogranadino. Rafael Flórez fue a Cáqueza; Francisco Manuel Domínguez, a las haciendas de tierra caliente de La Mesa de Juan Díaz y sus alrededores; y Ventura Borda, a las haciendas de tierra fría. Al primero y al último se les dieron los vidrios donde había venido el fluido traído por Sinforoso Mutis, pues se suponía que tenían las características idóneas para el almacenamiento. La idea era que, de encontrar el pus, lo depositaran en ellos, pero mejor aún si podían regresar a la capital con una o dos vacas que tuvieran las milagrosas pústulas en sus tetas. Llegado el caso, el gobierno les compraría las reses a los hacendados.[vii]
Una treintena de haciendas fueron identificadas en las inmediaciones de Santafé de Bogotá. Los reportes de Ventura Borda indican que durante la primera quincena de julio fueron inspeccionadas en balde casi un millar de ubres. Lo que encontraron, eso sí en abundancia, fueron mezquinos.[viii]
Al comenzar el segundo semestre de 1802 había en Santafé de Bogotá pocos brazos para muchas tareas. La Real Audiencia, que en condiciones normales contaba con diez miembros, se encontraba en esos días «reducida […] a solo dos ministros», aseguraba el escribano mayor.[ix] Como José Miguel Rivas no podía abandonar la administración de la justicia civil y criminal de la ciudad, José Antonio Ugarte quedó al frente de la instalación de los otros hospitales provisionales que se habían previsto: el que iba a instalarse cerca de la iglesia de Belén, exclusivo para inoculaciones, en el barrio Santa Bárbara, y el que iba a habilitarse para contagiados de viruelas naturales en el edificio de la Orden Tercera, en Las Nieves.
Por la escasez de personal, el plazo de tres días que tenían los forasteros para salir de la ciudad ya llevaba unas tres semanas de haber expirado. Ante el aumento de robos atribuidos a ellos, cuatro comisarios de barrio fueron nombrados para que procedieran a hacer efectiva la medida y realizaran frecuentes rondas de vigilancia.[x]
La suerte estaba echada en la primera quincena de julio. Sin vacuna a la vista y con los números creciendo, al oidor Hernández de Alba no le quedó más remedio que recurrir a estrategias mucho más tradicionales: rezar e inocular. Al arzobispo Fernando Portillo le envió una comunicación para que ordenara a curas y ministros de la Iglesia que llevaran a cabo rogaciones públicas para impetrar a la divina providencia que cesara el azote,[xi] y a «todos los vecinos, estantes y habitantes» de la ciudad, «de cualquiera estado, fuero o condición», les imprimió una serie de instrucciones.
Fechadas el 9 de julio, las once disposiciones advertían que nadie podría practicar la inoculación por su propia cuenta. Primero debía pedirse el consejo de un médico. Los pobres debían acudir a los hospitales que se habilitarían para ese fin. Allí serían asistidos durante la enfermedad, y a medida que unos fueran saliendo, otros irían entrando. A fin de evitar la concurrencia de muchos infectados, en las tiendas solo podría haber dos inoculados a la vez. Si alguien padecía viruelas naturales en el lugar, debía retirarse. Cada uno de los tres médicos autorizados —Durán, Vila y De Isla— contaría con dos sangradores.
Hasta el agotamiento se repetía la prohibición de enterrar cadáveres en las iglesias —pues aquello podría provocar «una peste más cruel y maligna de la de las viruelas»—, así como la de arrojar a la calle «basuras, escombros, inmundicias y animales muertos». También reiteraba el oidor que cada vecino debía tener barrido el frente de su casa.
La novedad estaba en los dos últimos artículos. Muchos capitalinos, sin duda, jamás habían leído la palabra vaccina.
x. […] se declara y advierte que este permiso de inoculación de dichas viruelas comunes cesará inmediatamente que se encuentre la vaccina y se experimente su virtud […].
xi. […] este superior gobierno […] ofrece el premio de 200 pesos al que tenga la felicidad de hallarla, cuya cantidad se le entregará inmediatamente que la presente, se examine y apruebe por los médicos que se nombraren.[xii]
Que se ofreciera una recompensa por hallar el fluido era señal de que las autoridades ya eran conscientes de que la consecución de la vacuna tenía dificultades, pero también de que lo seguían viendo posible. Para hacerse una idea de la magnitud del premio, 200 pesos fue lo que costó el primer mes de funcionamiento del hospital de Las Aguas, o era lo equivalente a tres meses de salario de un ilustrado acomodado, como Sinforoso Mutis. En fin, muchas cosas podía comprar una familia con esa plata, pero definitivamente era una suma irrisoria frente a la inversión que iba a ser necesaria para darles a las colonias el «prodigioso descubrimiento» que el oidor buscaba.
Ilusionados con la recompensa, los más ingeniosos corrieron a experimentar. Pedro Mendinueta recordaba que algunos sujetos tomaron muestras de la viruela humana y las inocularon a las vacas «con la esperanza de adquirir por medio de esta operación la vacuna, o, cuando no fuese esta, mejorar la calidad del pus».[xiii] No lograron nada. O, bueno, aprendieron que la cosa no iba por ahí.
Prácticamente perdidas las esperanzas de que alguna ubre local diera una sorpresa, Hernández de Alba recomendó a su jefe continuar la búsqueda en el exterior. Por medio de una carta fechada el 19 de julio en Guaduas, Mendinueta le pidió al gobernador de Cuba que, en caso de ya tener la vacuna en la isla, le enviara «una porción considerable, dividida en dos o más partes y bien acondicionada entre vidrios». De no haberla, el virrey del Nuevo Reino de Granada solicitaba al gobernador que remitiera la misma petición al encargado de negocios de España en Estados Unidos, donde le habían dicho —y no se equivocaban— que ya la tenían.[xiv]
El sábado 24 de julio, como reconociendo que el siguiente paso era acogerse al mal menor, se abrió el hospital reservado a las inoculaciones tradicionales, con 60 camas. Contiguo a la ermita de Belén, en las faldas de los cerros orientales y al sur del río San Agustín, el nuevo centro de atención fue adecuado en las instalaciones de una fábrica de tejas que pertenecía a Primo Groot. El cabildante cobró 12,5 pesos de arriendo mensual, aunque le quedó seguramente un espacio muy bien acondicionado, pues la inversión en carpintería ascendió a 78 pesos.[xv]
Mutis parecía aceptar, pero ahora con tono de resignación, el método que tan apasionadamente había defendido en el pasado. Quizás porque reconocía los riesgos, quizás porque no quería confrontar al virrey o quizás porque prefería mantenerse al margen de la polémica, el médico gaditano aseguró que la medida había sido adoptada porque estaba «clamando el pueblo por la inoculación». No podemos descartar que se tratara de su propio clamor. Desde hacía un mes el viejo sabio venía invocando al «pueblo» para poner el tema de la inoculación en la agenda pública, y además fue él, y no el oidor, quien salió a explicarle al virrey por qué había sido necesario permitirla.
Argumentos no le faltaban. En palabras de Mutis, aunque la epidemia se mantenía «muy benigna», podría «degenerar en maligna» cuando escaseara el agua durante «la estación ardiente». Pero el sabio seguía intranquilo. Consciente del riesgo de que la gente practicara la inoculación de forma indiscriminada, insistía en que debía hacerse de manera progresiva y con el acompañamiento de un médico. De Isla, Durán y Vila se habían ofrecido para asistir a los interesados, fueran pobres o pudientes.
«No por esto —concluía Mutis— se debe abandonar el saludabilísimo pensamiento de solicitar dentro de la patria la materia vacuna». Para tal fin, recomendó al mandatario que Ventura Borda mantuviera la búsqueda del fluido en haciendas de tierra fría, y que Francisco Manuel Domínguez hiciera lo mismo en las de tierra templada y caliente.[xvi]
No obstante, como si el escepticismo lo rondara, llama la atención que se abstuviera de mencionar la prometedora investigación del sujeto innombrable.
Ha prendido un grano
El 30 de julio de 1802 llegó al virrey Pedro Mendinueta una carta suscrita por el presidiario Antonio Nariño. La noticia que le comunicaba era, literalmente, increíble: «… después de 47 días de trabajo en que me han salido infructuosas varias experiencias —anotaba el precursor de la Independencia—, tengo hoy la satisfacción de presentar a vuestra excelencia un muchacho en quien ha prendido un grano con todas las apariencias de verdadera vacuna».[xvii]
Nariño tenía entonces 37 años. Los últimos cinco habían transcurrido en una celda en el cuartel de caballería de Santafé de Bogotá. Aún pagaba la condena por haber traducido y publicado a finales de 1793 los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
El contenido de la carta quizás produzca algún asombro en el presente, pero no debía causar tanta extrañeza en su tiempo. El futuro héroe nacional no solo tenía vocación política y militar. En su biblioteca también había libros de literatura y jurisprudencia, de historia y geografía, de economía y teología, de química y botánica… Y, claro, también de medicina y cirugía, ámbito en el que había incursionado de la mano de José Celestino Mutis y cuyo conocimiento le había permitido obtener un permiso para ejercer como médico de pobres.[xviii] El inventario de libros que le embargaron cuando fue privado de la libertad incluía títulos sobre venéreas, enfermedades de las mujeres y las tropas, usos de la quina y, por supuesto, sobre la prevención y el tratamiento de la viruela. Allí estaban la infaltable Disertación de Francisco Gil y unas instrucciones sobre la inoculación cuyo autor no fue mencionado en la lista.[xix]
A partir de la misiva al virrey se deduce que Nariño había comenzado la experimentación con la vacuna hacia el 13 de junio, una semana después de la llegada del baúl de Sinforoso Mutis. Muy probablemente, el Precursor de la Independencia era el innombrable sujeto que, según la carta fechada el 28 de junio por José Celestino, se dedicaba «con empeño a estas investigaciones». El mismo sujeto que había devuelto las esperanzas al sabio por «la probabilidad de sus favorables resultas dentro de pocos días».
Como ni el más delirante apologista podría afirmar que Nariño, encerrado en su frío cuchitril, produjo algún compuesto hasta entonces desconocido por la humanidad, solo cabe la posibilidad de que le hubieran llevado a su celda muestras de algún fluido obtenido en los hatos circundantes o en el exterior. Ya hemos dicho que lo único que las ubres neogranadinas tenían medianamente parecido a las pústulas del cowpox eran los inútiles mezquinos, así que la única opción que le quedaba al héroe para tener consigo la vacuna verdadera era que alguien se la hubiera hecho llegar desde Europa, Estados Unidos u alguna colonia americana. De hecho, la cronología de los acontecimientos nos permite plantear, a modo de hipótesis, que usó algunas de las porciones de linfa bovina remitidas por su amigo Sinforoso Mutis.
La brevísima comunicación de Nariño no ofrecía detalle alguno sobre el experimento ni sobre la identidad de su conejillo de Indias. Solo añadía que habían transcurrido nueve días tras la vacunación. El escrito concluía recomendándole al virrey que enviara a algún facultativo a examinar al muchacho.
Una comunicación enviada por José Celestino Mutis al oidor Hernández de Alba el 30 de julio —mismo día de la carta remitida por Nariño al virrey— parece ofrecernos la continuación de la historia. El sabio gaditano informaba que al mediodía y en la tarde había hecho sendos reconocimientos médicos al «muchacho vacunado». No identificaba al sujeto, pero la descripción general, la fecha y especialmente el hecho de mencionar que se encontraba en el noveno día de la vacunación da seguridad para afirmar que se trataba del mismo caso.
Mutis podría ser el oráculo del reino, pero jamás había visto en vivo un grano vacunal. Por eso aceptaba con humildad que solo se guiaba «por instrucciones puramente teóricas» y que podía engañarse por la falta de práctica. «… he hallado en ambas ocasiones señales tan equívocas de la verdadera vacuna que no puedo decidirme en favor de su deseado descubrimiento», anotó.
Entonces planteó una estrategia de dos pasos para seguir adelante y salir de dudas. Primero había que garantizar la conservación de la materia, qué tal que fuera la verdadera y se echara a perder. Para tal fin propuso que al día siguiente, en el brazo de otro muchacho, fuera inoculado el supuesto fluido vacuno que supuraba del brazo del tratado por Nariño. Había que aprovechar el momento, porque las pústulas solían alcanzar su perfecta sazón al décimo día. El segundo paso consistiría en «practicar la contraprueba inoculando al primer vacunado con la materia de la viruela».[xx] Mejor dicho, había que arriesgarse a exponer al muchacho a la temida enfermedad.
La correspondencia que conocemos de los involucrados no volvió a tratar el asunto. Quien daría la identidad del personaje de marras y alguna información adicional sobre aquel intento pionero fue el médico José Félix Merizalde. En una nota de prensa publicada 54 años después, el ilustre galeno de fines de la Colonia y comienzos de la República escribió: «El general José María Ortega fue vacunado por su tío, el general Nariño, en su prisión, y ha estado entre virolentos en las dos epidemias que ha habido de viruela, y no le ha acometido».[xxi]
No hay suficientes elementos de juicio para determinar si un golpe de suerte libró al sobrino del prócer del contagio o si fue la supuesta vacuna inoculada cuando tenía seis años la que le dio inmunidad. Lo que sí se sabe es que la linfa de Nariño no cambió el curso de la epidemia, que nadie ganó la recompensa prometida por hallar el pus bovino y que testimonios posteriores del virrey Mendinueta y de su sucesor lamentaron que todos los esfuerzos de usar una vacuna transportada en vidrios habían fracasado en el Nuevo Reino de Granada.[xxii] Así que, más que un hecho demostrado, la efectividad de la vacuna nariñense tiene visos de acto de fe, o quizás de fervor patriótico.
Ahora bien, si se asume que fue al niño José María Ortega a quien se le hizo la contraprueba recomendada por Mutis para corroborar la efectividad de la vacuna, podemos armar un relato que tiene coherencia sin quitarles validez a la mayoría de las versiones. En ese escenario, al muchacho supuestamente vacunado por Nariño le fueron sembradas las viruelas humanas después del examen practicado por el sabio gaditano. La que iba a ser una confirmación terminó siendo, simultáneamente, una inoculación al estilo tradicional. Con las respectivas defensas en su organismo, era predecible que José María pasara incólume por dos epidemias y pudiera hacerse adulto para alardear de su inmunidad y, por supuesto, de su tío.
2 reales por llevar una difunta
Como si ya no quedara más recurso que mirar al cielo, el mismo día en el que eran examinados los granos del niño José María, las dos imprentas de la capital preparaban las copias de los lineamientos trazados para rogar a Dios y «contener el azote de su ira». El edicto suscrito por el arzobispo Fernando Portillo constaba de veinte puntos, fue fijado en las puertas de las iglesias e iba dirigido al deán y cabildo de la Iglesia metropolitana, a los curas de las iglesias parroquiales, a clérigos y a cualquiera que se hallara al servicio de capillas, sacristías y monasterios de religiosas.
Los tiempos cambiaban, lentamente, pero cambiaban. No es que el Dios de la emergencia sanitaria de 1782 —el que enviaba la enfermedad como castigo— hubiera sido reemplazado, pero sí se advierte que el de 1802 era visto con unos matices distintos. Aunque seguía siendo percibido como vengador, el arzobispo Portillo ya le incluía en sus palabras algunos toques de misericordia.
También decrecía el gusto por las amenazas y las escenas terroríficas y sanguinolentas. El edicto prohibía que en las rogaciones se infiltraran creyentes que, «con pretexto de mortificación y penitencia», llevaran desnudas partes de sus cuerpos o ensangrentadas sus caras. En la misma línea, los religiosos no podían predicar supuestas revelaciones para infundir terror y mostrar lo merecido que el pueblo tenía el azote. En las comunidades religiosas, por su parte, la «mortificación personal y oculta» para suplicar la divina clemencia debía contar con la aprobación del confesor.
Aún se percibía cierta desarticulación entre las políticas sanitarias y las creencias religiosas. Las medidas adoptadas a lo largo de la crisis siempre mostraron que las autoridades eran conscientes de que la concurrencia de muchas personas en espacios estrechos aumentaba el riesgo de contagio. Sin embargo, era contradictorio, por decir lo menos, que esas mismas autoridades fomentaran eventos religiosos masivos como las rogativas públicas. Ahora bien: no ocurría lo mismo en lo concerniente a los entierros. El edicto, de hecho, era implacable: quien sepultara a un contagiado en una iglesia quedaba excomulgado de inmediato, y, si tres personas lo atestiguaban, recibiría una pena.[xxiii] Lo cierto es que, por más duro que pareciera el castigo, faltaban años para que la medida se aplicara con todo el rigor, y particularmente cuando se trataba de difuntos de las élites capitalinas.[xxiv]
Imposible determinar cuántos nuevos contagios se dieron durante las rogativas y las procesiones que comenzaron en agosto. Lo que sí sabemos es que durante ese mes se disparó el gasto de los hospitales para variolosos. En junio, cuando había comenzado en solitario el hospital del convento de Las Aguas, se habían invertido 210 pesos. Al cierre de julio —que ya incluía los primeros días del hospital contiguo a la ermita de Belén—, el costo de los dos centros de atención había ascendido a 257 pesos. Al terminar agosto ya estaba también funcionando el hospital provisional de la Orden Tercera, y el gasto agregado ascendió a 571 pesos. Fue el mes más costoso de la emergencia.
Ese incremento no solo podría ser un indicador indirecto del aumento de la ocupación hospitalaria, sino también de la tasa de contagio. En el estudio del historiador Cristhian Fabián Bejarano a partir de las actas de entierros parece haber cierta similitud con los números presentados. El investigador no solo encontró excesos de mortalidad en agosto de 1801, sino también en abril, septiembre y noviembre de 1802.[xxv] Sin perder de vista que los curas no priorizaban la calidad y oportunidad de la información y que el subregistro era moneda corriente, los datos de Bejarano sugieren, primero, que no es tan cierto que el virus haya sido sofocado en 1801 y, segundo, que el contagio persistió, pues se observan sucesivos picos incluso en 1803.
Puntualmente, el exceso de mortalidad de abril de 1802 coincidía en cierto grado con los días en los que fue imposible detectar la epidemia debido a «la timidez de las gentes», como decía Honorato Vila, y los del segundo semestre coinciden de manera general tanto con los gastos como con las órdenes impartidas, que claramente eran reflejo de lo que se percibía en el ambiente.
Las cuentas de la última semana de agosto en el hospital de la Orden Tercera permiten imaginar el ajetreo de esos días. Estaba localizado al norte del río San Francisco, en el barrio Las Nieves, y había comenzado a funcionar el 22 de agosto. A diferencia de los otros dos, que eran mixtos, el de la Orden Tercera solo recibía mujeres. No solo fue necesario dotarlo con camas, colchones, almohadas, sábanas y cobijas, sino también vestir, alimentar y dar calor a las variolosas pobres que allí fueron a parar. La lista de compras era similar en todos los hospitales, si acaso cambiaban las cantidades. Allá, se lee en los comprobantes, les dieron camisas y enaguas. La dieta incluyó pan, carne, cebolla, lechuga, manzana, duraznos, arracacha, chocolate, leche y mucha miel de abejas. Al segundo día de haberse abierto repararon la chimenea. Tristemente, las dosis de dignidad que recibieron las enfermas no bastaban para salvar vidas. A partir del 5 de septiembre, la lista de pagos comenzó a incluir un ítem nuevo y repetitivo: «Por llevar una difunta», 2 reales.[xxvi]
A medida que pasaban los días, la población se fue relajando. En los primeros días de septiembre, los médicos de los hospitales se quejaron porque los comisarios de barrio les estaban llevando pacientes con la enfermedad muy avanzada. Las recomendaciones previamente publicadas desaconsejaban hacerlo en ese estado, que se consideraba el más peligroso. Los comisionados Rivas y Ugarte tuvieron que fijar una multa de 100 pesos para que no se repitiera.[xxvii] El síndico procurador general, por su parte, lamentaba que el «fervor y diligencia» por el aseo hubiera durado pocos días, y que por desgracia las calles se estaban volviendo a poner como antes, justamente cuando la temperatura iba en aumento.[xxviii]
Las noticias sobre la epidemia en Santafé de Bogotá al parecer llegaban sobredimensionadas a otras partes del virreinato. En septiembre, Lorenzo Escudero, un teniente del regimiento de Infantería de Cartagena, rogaba que lo eximieran de incorporarse al destacamento de la capital para ocupar el lugar de un fallecido.
… he tenido la noticia de la actual epidemia de viruelas con que están contagiados todos sus habitantes —decía Escudero—, y, siendo evidente el peligro a que me expongo por no haberlas padecido, se me hace preciso implorar […] que se me releve o se me permita mantenerme en algunos de los lugares inmediatos […] hasta tanto cese el peligro.[xxix]
No sabemos qué consideraciones tuvieron sus superiores para negarle la súplica, pero había ya unas primeras señales de que el momento más crítico quedaba atrás. El hospital contiguo a la ermita de Belén cerró el 27 de septiembre. En sus instalaciones fueron inoculadas 96 personas, de las cuales solo falleció una. Los otros dos centros siguieron funcionando y sus gastos fueron reduciéndose mes a mes.[xxx]
Con una menor demanda de inoculaciones, el padre Miguel de Isla tuvo más tiempo para sacar adelante el plan de estudios de medicina. El 18 de octubre puso en marcha su ansiado proyecto y comenzó a dictar clases de anatomía en un anfiteatro provisional en el hospital San Juan de Dios.[xxxi]
Eso no significaba que la viruela hubiera dejado de rondar la ciudad. El 9 de noviembre, el indio Juan Florencio Díaz fue trasladado de la cárcel pública al hospital de Las Aguas. El mayordomo del lugar quedó como custodio. Esfuerzo innecesario, era imposible que escapara: el vigilado murió a las 6 de la mañana del día 18 del mes. El escribano de la Real Audiencia atestiguó: «… teniendo a la vista el cadáver de este reo, lo llamé por tres ocasiones y, como no me respondiese, para mayor seguridad procedí a tocarlo y hallé que estaba yerto».[xxxii]
En un estado muy parecido se mantenía la obtención de la vacuna. El virrey Mendinueta, sin embargo, no se daba por vencido. El 6 de diciembre, en una de sus últimas cartas del año, le escribía a José Celestino Mutis:
Habiendo recibido por el presente correo el adjunto vidrio con la materia vacuna que tenía pedida a Cartagena, lo remito a vuesamerced con la instrucción que así mismo se me ha dirigido para que, sin pérdida de tiempo, se haga la inoculación y me avise vuesamerced de las resultas.[xxxiii]
Yerta. Así fue como el sabio también encontró esa vacuna.
*Carlos Dáguer es periodista y escritor.
Referencias
[i]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 178.
[ii]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 177.
[iii]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 179-181.
[iv]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 4, 10.
[v]. “Informe sobre el flagelo de la viruela y recomendaciones”, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 3, ff. 325r-326r.
[vi]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 182-183.
[vii]. “Estadísticas de Haciendas para vacunación contra viruela”, Santafé, 30 de junio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, f. 970.
[viii]. “Estadísticas de Haciendas para vacunación contra viruela”, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, ff. 930r-1003v.
[ix]. “Medidas preventivas para evitar contagio viruela”, Santafé, 5 de julio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 58, f. 1147v.
[x]. “Documentos emanados del virrey sobre epidemia viruela”, Santafé, 2 de julio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, f. 828r.
[xi]. “Documentos emanados del virrey sobre epidemia viruela”, Fontibón, 16 de julio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, ff. 817r-817v.
[xii]. AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Milicias y Marina, Leg. 142, ff. 679r-687r.
[xiii]. Colmenares, Relaciones e informes de los gobernantes, t. 3, 59.
[xiv]. “Estadísticas de Haciendas para vacunación contra viruela”, Santafé, 19 de julio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, f. 990r.
[xv]. “Comprobantes cuentas hospitales de viruelas”, 9 de mayo de 1806, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 31, f. 245v.
[xvi]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 189.
[xvii]. Guillermo Hernández de Alba (Comp.), Cartas Íntimas del General Nariño 1788-1823 (Bogotá: Sol y Luna, 1966). Disponible en: https://repositorio.unal.edu.co/bitstream/handle/unal/10832/Archivo_Nari%C3%B1o.html?sequence=1#96c
[xviii]. Sotomayor, Villamil, Esparza, Viruela en Colombia, 23.
[xix]. Sandra Milena Moreno y Freddy Moreno Gómez, “A propósito del bicentenario de la independencia de Colombia: las prácticas de lectura de Antonio Nariño y el desarrollo de una vacuna presuntamente efectiva contra la viruela”, Biomédica. Revista del Instituto Nacional de Salud 40, Supl. 1 (2020): 8-19. DOI: https://doi.org/10.7705/biomedica.5024
[xx]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 190.
[xxi]. El Repertorio. Periódico oficial de la provincia de Bogotá, Nueva Granada, 176 (noviembre 1856).
[xxii]. Antonio Amar y Borbón, Reglamento para la conservación de la vacuna en el virreinato de Santafé (Imprenta Real, 1805), 21.
[xxiii]. “Documentos emanados del virrey sobre epidemia viruela”, Santafé, 29 de julio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, ff. 863r-865r.
[xxiv]. Cristhian Bejarano Rodríguez, “Inoculación, políticas higienistas e intensidad de las epidemias de viruela de 1782-1783 y 1802 en Santafé, virreinato de Nueva”, Historelo. Revista de Historia Regional y Local 15, No. 34 (2023): 143.
[xxv]. Cristhian Bejarano Rodríguez, “Inoculación, políticas higienistas e intensidad de las epidemias de viruela de 1782-1783 y 1802 en Santafé, virreinato de Nueva”, Historelo. Revista de Historia Regional y Local 15, No. 34 (2023): 143.
[xxvi]. “Comprobantes cuentas hospitales de viruelas”, 22 de agosto de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 31, f. 209r.
[xxvii]. “Santafé: notas sobre la viruela y el alza injusta del azúcar”, Santafé, 4 de septiembre de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, f. 914v.
[xxviii]. “Santafé: notas epidemia de viruela y solicitud de rogativa”, Santafé, 9 y 13 de septiembre de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, ff. 919r-919v.
[xxix]. Santafé, 9 de octubre de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Milicias y Marina, Leg. 49, ff. 25r-25v.
[xxx]. “Estadísticas de Haciendas para vacunación contra viruela”, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, f. 933v.
[xxxi] Pedro María Ibañez, Crónicas de Bogotá, t. 2 (Bogotá: Instituto Distrital de las Artes, 2014).
[xxxii]. “Diligencias remisión indio enfermo viruelas en cárcel real” Santafé, 9 de noviembre de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 114, f. 236r.
[xxxiii]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 4, 51.
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En 1802, Santafé de Bogotá, la capital del Nuevo Reino de Granada, experimentó una de las más recordadas epidemias de viruela de su historia. Lo que hizo diferente a esta emergencia sanitaria fueron los diversos intentos de importar la vacuna —la primera de todas— recientemente descubierta por el médico inglés Edward Jenner.
El célebre médico había observado que las ordeñadoras del condado de Gloucester que se infectaban de la leve viruela de las vacas nunca sufrían la gravísima viruela humana. Para comprobarlo, en 1796 infectó a un niño con el pus bovino (con la vacuna, de allí su nombre) y al cabo de unos días intentó infectarlo con la viruela humana. Como lo sospechaba, el muchacho no adquirió la enfermedad. (Lea Además de la yuca, estos son los nuevos ingredientes de la Bienestarina)
Las noticias sobre el descubrimiento llegaron al Nuevo Reino de Granada en 1801, y al año siguiente, en plena epidemia, el gobierno buscó por diversos medios la obtención del fluido vacuno. Hasta entonces, la única manera distinta al aislamiento de prevenir la enfermedad consistía en provocarla deliberadamente mediante un método que se llamaba ‘inoculación’ o ‘variolización’, que consistía en tomar el fluido de las pústulas de un enfermo y, a través de una incisión, introducir la materia en una persona sana. El inconveniente era que no solo el inoculado enfermaba (por lo general levemente), sino que podía contagiar a otros, cosa que no ocurría con la vacunación.
A partir de manuscritos de los archivos históricos de España, Colombia y Ecuador, el periodista Carlos Dáguer reconstruyó los pormenores de epidemia de 1802 y la introducción de la vacuna en el Nuevo Reino de Granada. La investigación desarrollada durante los últimos tres años contó con el aval académico de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina y fue auspiciada por las compañías SIES Salud, Sinovac y Annar. El resultado es el libro titulado El pus de los milagros, donde el investigador, entre otras cosas, relata el intento fallido de Sinforoso Mutis, sobrino del sabio José Celestino, de traer muestras de la vacuna desde España, y la búsqueda de la materia en los hatos del virreinato.
En una faceta poco conocida de su vida, Antonio Nariño se sumó a quienes realizaron experimentos en este ámbito. Con motivo de los 200 años de su muerte, reproducimos un capítulo del libro.
Las reliquias desnudadas de los muertos. La epidemia llega al pico
Como lo había solicitado el oidor Hernández de Alba, los médicos de la ciudad y los comisionados José Miguel Rivas y José Antonio Ugarte se dieron cita el domingo 27 de junio en la casa de José Celestino Mutis. Durante el encuentro expresaron su preocupación por el cambio del clima. Según el sabio gaditano, la «estación templada» parecía mudar hacia la de «caniculares más ardientes». Los facultativos temían que, como consecuencia, se presentaran dos epidemias de manera simultánea: una de «calenturas pútridas» y otra de viruela.
Por si fuera poco, vieron «remotas las esperanzas de hallar prontamente la materia vacuna», primera señal de que el esfuerzo de Sinforoso Mutis había fracasado. A falta de otra alternativa, la recomendación de los expertos fue que el gobierno permitiera la inoculación tradicional de la viruela. Los médicos redactaron un plan para continuar en esa línea y lo remitieron al día siguiente a Hernández de Alba.[i]
El oidor debió haber recibido informaciones contradictorias en un brevísimo intervalo, pues José Celestino Mutis, tan pesimista la víspera, le comunicó el lunes dos noticias esperanzadoras. La primera era que «un sujeto dedicado con empeño» a investigaciones sobre la vacuna le acababa de anunciar que muy probablemente la tendría a punto en pocos días. A la luz de los acontecimientos venideros puede sospecharse que el individuo era el entonces innombrable presidiario Antonio Nariño.
La segunda noticia venía del valle de Cáqueza, al suroriente de la capital, donde una mujer había observado granos similares a los de la viruela bovina en los pezones de las vacas primerizas. Así se lo había comentado ella al médico Rafael Flórez, que también se había subido a la ola de los experimentos inmunológicos.
La influencia del libro de Pedro Hernández sobre el origen de la vacuna comenzaba a notarse. Citando casi textualmente unas líneas de la obra, Mutis defendió la importancia de la noticia comunicada por la mujer: «… no es absolutamente despreciable, como no lo fue la conversación del pastor de Gloucester con el doctor Jenner». Así que aconsejó al oidor que contactara a Flórez, «bien conocido en su tienda de la primera Calle Real», y lo comisionara para que fuera a Cáqueza a confirmar la existencia del preciado pus.[ii]
Santafé de Bogotá se mantenía aseada. Sin duda acuciados por el terror del pasado, los habitantes obedecieron las instrucciones de limpiar la ciudad con una inusitada prontitud y llevaron las medidas de higiene hasta el paroxismo. Que barrieran y retiraran basuras y excrementos estaba bien, pero eso de haber despojado las calles de la vegetación que crecía entre las piedras sí había resultado, a juicio del sabio del virreinato, una exageración.
Mutis aseguraba que extraer la «importante alfombra de grama y demás yerbas menudas con que la sabiduría del Supremo Creador» se había dignado «entapizar perennemente todo el suelo de la capital» podría tener consecuencias fatales. En una queja remitida al oidor, aseguraba que, si la gente se dedicaba a luchar contra la naturaleza, descuidaría la sencilla obligación de barrer el suelo de su casa. El botánico explicaba que los vegetales absorbían por la noche «las putrefacciones animales» que infectaban la atmósfera y al día siguiente restituían «la vitalidad perdida en el anterior». Las autoridades estaban promoviendo nada menos que un atentado contra los designios de la divina providencia.
Ya entrados en materia, después de la detallada explicación de cómo las plantas eliminaban aquellos «vapores mortales», el botánico aprovechó su misiva para quejarse de las basuras e inmundicias que el vulgo amontonaba cerca de los predios de la casa asignada a la Expedición Botánica, que se ubicaba donde actualmente queda la plaza de armas del palacio presidencial. No podía desaprovechar la ocasión para exhortar a las autoridades a que exigieran a las tenderas del barrio asear su vecindario.[iii]
Los deseos del oráculo del reino siempre fueron órdenes. Apenas dos días después, Hernández de Alba notificaba que había suspendido «la operación de arrancar las yerbas menudas y las ramas», ordenado que solo se limpiaran «las basuras, escombros y demás inmundicias», y agregaba que había advertido al respectivo comisario de barrio sobre la necesidad de limpiar las aceras del costado y la espalda de la casa que servía a la Expedición Botánica.[iv]
En la misma onda miasmática, los cabildantes comisionados por el virrey apoyaban una iniciativa de los padres del San Juan de Dios de cercar el cementerio del hospital. Para Rivas y Ugarte era urgente impedir, tanto «por los principios más comunes de salud pública como por ciertas consideraciones religiosas y morales», que reses y cerdos pastaran sobre los cadáveres y luego transmitieran la infección a quienes los consumían.
Los dos concejales, además, daban a entender que en algún momento —no se sabe si lejano o reciente— los capitalinos habían visto cómo perros hambrientos desenterraban a los difuntos y arrastraban por las calles los miembros podridos. La consecuencia de una escena tan horrorosa, pronosticaban los comisionados, era que los ciudadanos iban a preferir «morir en sus pobres y desamparados rincones» a ir a un hospital de donde sacaban los cadáveres para ser «pasto de las bestias».
La emergencia resultaba el escenario idóneo para impartir una especie de catequesis sobre las creencias médicas del momento. Así como José Celestino Mutis atribuía las epidemias a los «pestíferos hálitos», los comisionados las atribuían a los «maléficos influjos». Dos expresiones distintas, una misma teoría. El ojo humano en aquel entonces no alcanzaba a ver las bacterias ni los virus, y mucho menos a comprender su papel en las enfermedades infecciosas. A falta de otro culpable, ahí estaban los famosos miasmas, cuya existencia era aceptada a pie juntillas por los médicos de la época.
Rivas y Ugarte advertían cierta negligencia en el hecho de que las tumbas fueran poco profundas, no se esparciera cal sobre los cadáveres y no se tendieran losas sobre las tumbas para demarcarlas y mantenerlas bajo tierra. «… los miasmas destruidores que nacen de una o muchas sepulturas entreabiertas en que quedan las reliquias desnudadas de los muertos deberían tener a la ciudad en una peste continuada», aseguraban los comisionados. Aunque aquellos efluvios eran inevitables, el daño podía atenuarse. Por eso concluían que «unas paredes altas y bien cerradas en todos sus lienzos, empañetando estos con cal, harían que subiesen a lo alto de la población los vapores, y fuesen menos comunicables a sus habitadores».[v]
Que cese el azote
El miércoles 30 de junio se cumplió la cuarta semana desde el inicio de la crisis. La epidemia avanzaba, la limpieza continuaba y los esfuerzos de vacunar fracasaban. Hasta ese momento se sabía que por los menos dos muestras del fluido traídas desde España habían llegado desvirtuadas. Un intento se había hecho en Cartagena y el otro en Santafé de Bogotá, con las porciones que venían en el baúl de Sinforoso Mutis.
Dadas las circunstancias, el gobierno orientó su empeño hacia la búsqueda del fluido en las reses neogranadinas. Con ese propósito, José Celestino Mutis envió instrucciones al oidor sobre cómo identificar la viruela bovina y cómo obtener la linfa. Hay que imaginar lo que significaba iniciar el trabajo a partir de un escrito, sin ilustraciones coloridas ni observaciones directas previas.
Estos granos llamados viruelas de las vacas —anotaba el sabio gaditano— aparecen en las ubres; pero más manifiestos en sus pezones […]. Se manifiestan con el aspecto de granos azulados, rodeados por un pequeño círculo más o menos rojizo, que forma su base […]. Cuando se hallan los granos en su estado de madurez y perfección, el humor contenido en ellos es delgado y transparente; expuesto al aire sobre un vidrio, forma una especie de barniz […]. Al sacar la materia de los granos en su estado de madurez, se tendrá la precaución de no abrirlos por la parte que ocupa su centro, sino por la circunferencia o rodete donde termina el grano y comienza el segundo círculo o ruedo rojizo de la irritación causada por cada grano.[vi]
El breve manual alertaba sobre la posibilidad de confundir las pústulas de los pezones con otros granos llamados mezquinos, y explicaba cómo debían disponerse y sellarse los vidrios planos —circulares o cuadrados— entre los que se depositaba la vacuna. Muy convencido de que un buen empaque bastaba para garantizar la frescura de la linfa, Mutis concluía: «Finalmente, para mayor resguardo y seguridad en su conducción, se guardará envuelta y bien liada entre seis o más papeles limpios, por cuyo medio se impide toda la alteración que pudiera ocasionarle la acción del aire».
Con esa descripción salieron tres delegados en busca del cowpox neogranadino. Rafael Flórez fue a Cáqueza; Francisco Manuel Domínguez, a las haciendas de tierra caliente de La Mesa de Juan Díaz y sus alrededores; y Ventura Borda, a las haciendas de tierra fría. Al primero y al último se les dieron los vidrios donde había venido el fluido traído por Sinforoso Mutis, pues se suponía que tenían las características idóneas para el almacenamiento. La idea era que, de encontrar el pus, lo depositaran en ellos, pero mejor aún si podían regresar a la capital con una o dos vacas que tuvieran las milagrosas pústulas en sus tetas. Llegado el caso, el gobierno les compraría las reses a los hacendados.[vii]
Una treintena de haciendas fueron identificadas en las inmediaciones de Santafé de Bogotá. Los reportes de Ventura Borda indican que durante la primera quincena de julio fueron inspeccionadas en balde casi un millar de ubres. Lo que encontraron, eso sí en abundancia, fueron mezquinos.[viii]
Al comenzar el segundo semestre de 1802 había en Santafé de Bogotá pocos brazos para muchas tareas. La Real Audiencia, que en condiciones normales contaba con diez miembros, se encontraba en esos días «reducida […] a solo dos ministros», aseguraba el escribano mayor.[ix] Como José Miguel Rivas no podía abandonar la administración de la justicia civil y criminal de la ciudad, José Antonio Ugarte quedó al frente de la instalación de los otros hospitales provisionales que se habían previsto: el que iba a instalarse cerca de la iglesia de Belén, exclusivo para inoculaciones, en el barrio Santa Bárbara, y el que iba a habilitarse para contagiados de viruelas naturales en el edificio de la Orden Tercera, en Las Nieves.
Por la escasez de personal, el plazo de tres días que tenían los forasteros para salir de la ciudad ya llevaba unas tres semanas de haber expirado. Ante el aumento de robos atribuidos a ellos, cuatro comisarios de barrio fueron nombrados para que procedieran a hacer efectiva la medida y realizaran frecuentes rondas de vigilancia.[x]
La suerte estaba echada en la primera quincena de julio. Sin vacuna a la vista y con los números creciendo, al oidor Hernández de Alba no le quedó más remedio que recurrir a estrategias mucho más tradicionales: rezar e inocular. Al arzobispo Fernando Portillo le envió una comunicación para que ordenara a curas y ministros de la Iglesia que llevaran a cabo rogaciones públicas para impetrar a la divina providencia que cesara el azote,[xi] y a «todos los vecinos, estantes y habitantes» de la ciudad, «de cualquiera estado, fuero o condición», les imprimió una serie de instrucciones.
Fechadas el 9 de julio, las once disposiciones advertían que nadie podría practicar la inoculación por su propia cuenta. Primero debía pedirse el consejo de un médico. Los pobres debían acudir a los hospitales que se habilitarían para ese fin. Allí serían asistidos durante la enfermedad, y a medida que unos fueran saliendo, otros irían entrando. A fin de evitar la concurrencia de muchos infectados, en las tiendas solo podría haber dos inoculados a la vez. Si alguien padecía viruelas naturales en el lugar, debía retirarse. Cada uno de los tres médicos autorizados —Durán, Vila y De Isla— contaría con dos sangradores.
Hasta el agotamiento se repetía la prohibición de enterrar cadáveres en las iglesias —pues aquello podría provocar «una peste más cruel y maligna de la de las viruelas»—, así como la de arrojar a la calle «basuras, escombros, inmundicias y animales muertos». También reiteraba el oidor que cada vecino debía tener barrido el frente de su casa.
La novedad estaba en los dos últimos artículos. Muchos capitalinos, sin duda, jamás habían leído la palabra vaccina.
x. […] se declara y advierte que este permiso de inoculación de dichas viruelas comunes cesará inmediatamente que se encuentre la vaccina y se experimente su virtud […].
xi. […] este superior gobierno […] ofrece el premio de 200 pesos al que tenga la felicidad de hallarla, cuya cantidad se le entregará inmediatamente que la presente, se examine y apruebe por los médicos que se nombraren.[xii]
Que se ofreciera una recompensa por hallar el fluido era señal de que las autoridades ya eran conscientes de que la consecución de la vacuna tenía dificultades, pero también de que lo seguían viendo posible. Para hacerse una idea de la magnitud del premio, 200 pesos fue lo que costó el primer mes de funcionamiento del hospital de Las Aguas, o era lo equivalente a tres meses de salario de un ilustrado acomodado, como Sinforoso Mutis. En fin, muchas cosas podía comprar una familia con esa plata, pero definitivamente era una suma irrisoria frente a la inversión que iba a ser necesaria para darles a las colonias el «prodigioso descubrimiento» que el oidor buscaba.
Ilusionados con la recompensa, los más ingeniosos corrieron a experimentar. Pedro Mendinueta recordaba que algunos sujetos tomaron muestras de la viruela humana y las inocularon a las vacas «con la esperanza de adquirir por medio de esta operación la vacuna, o, cuando no fuese esta, mejorar la calidad del pus».[xiii] No lograron nada. O, bueno, aprendieron que la cosa no iba por ahí.
Prácticamente perdidas las esperanzas de que alguna ubre local diera una sorpresa, Hernández de Alba recomendó a su jefe continuar la búsqueda en el exterior. Por medio de una carta fechada el 19 de julio en Guaduas, Mendinueta le pidió al gobernador de Cuba que, en caso de ya tener la vacuna en la isla, le enviara «una porción considerable, dividida en dos o más partes y bien acondicionada entre vidrios». De no haberla, el virrey del Nuevo Reino de Granada solicitaba al gobernador que remitiera la misma petición al encargado de negocios de España en Estados Unidos, donde le habían dicho —y no se equivocaban— que ya la tenían.[xiv]
El sábado 24 de julio, como reconociendo que el siguiente paso era acogerse al mal menor, se abrió el hospital reservado a las inoculaciones tradicionales, con 60 camas. Contiguo a la ermita de Belén, en las faldas de los cerros orientales y al sur del río San Agustín, el nuevo centro de atención fue adecuado en las instalaciones de una fábrica de tejas que pertenecía a Primo Groot. El cabildante cobró 12,5 pesos de arriendo mensual, aunque le quedó seguramente un espacio muy bien acondicionado, pues la inversión en carpintería ascendió a 78 pesos.[xv]
Mutis parecía aceptar, pero ahora con tono de resignación, el método que tan apasionadamente había defendido en el pasado. Quizás porque reconocía los riesgos, quizás porque no quería confrontar al virrey o quizás porque prefería mantenerse al margen de la polémica, el médico gaditano aseguró que la medida había sido adoptada porque estaba «clamando el pueblo por la inoculación». No podemos descartar que se tratara de su propio clamor. Desde hacía un mes el viejo sabio venía invocando al «pueblo» para poner el tema de la inoculación en la agenda pública, y además fue él, y no el oidor, quien salió a explicarle al virrey por qué había sido necesario permitirla.
Argumentos no le faltaban. En palabras de Mutis, aunque la epidemia se mantenía «muy benigna», podría «degenerar en maligna» cuando escaseara el agua durante «la estación ardiente». Pero el sabio seguía intranquilo. Consciente del riesgo de que la gente practicara la inoculación de forma indiscriminada, insistía en que debía hacerse de manera progresiva y con el acompañamiento de un médico. De Isla, Durán y Vila se habían ofrecido para asistir a los interesados, fueran pobres o pudientes.
«No por esto —concluía Mutis— se debe abandonar el saludabilísimo pensamiento de solicitar dentro de la patria la materia vacuna». Para tal fin, recomendó al mandatario que Ventura Borda mantuviera la búsqueda del fluido en haciendas de tierra fría, y que Francisco Manuel Domínguez hiciera lo mismo en las de tierra templada y caliente.[xvi]
No obstante, como si el escepticismo lo rondara, llama la atención que se abstuviera de mencionar la prometedora investigación del sujeto innombrable.
Ha prendido un grano
El 30 de julio de 1802 llegó al virrey Pedro Mendinueta una carta suscrita por el presidiario Antonio Nariño. La noticia que le comunicaba era, literalmente, increíble: «… después de 47 días de trabajo en que me han salido infructuosas varias experiencias —anotaba el precursor de la Independencia—, tengo hoy la satisfacción de presentar a vuestra excelencia un muchacho en quien ha prendido un grano con todas las apariencias de verdadera vacuna».[xvii]
Nariño tenía entonces 37 años. Los últimos cinco habían transcurrido en una celda en el cuartel de caballería de Santafé de Bogotá. Aún pagaba la condena por haber traducido y publicado a finales de 1793 los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
El contenido de la carta quizás produzca algún asombro en el presente, pero no debía causar tanta extrañeza en su tiempo. El futuro héroe nacional no solo tenía vocación política y militar. En su biblioteca también había libros de literatura y jurisprudencia, de historia y geografía, de economía y teología, de química y botánica… Y, claro, también de medicina y cirugía, ámbito en el que había incursionado de la mano de José Celestino Mutis y cuyo conocimiento le había permitido obtener un permiso para ejercer como médico de pobres.[xviii] El inventario de libros que le embargaron cuando fue privado de la libertad incluía títulos sobre venéreas, enfermedades de las mujeres y las tropas, usos de la quina y, por supuesto, sobre la prevención y el tratamiento de la viruela. Allí estaban la infaltable Disertación de Francisco Gil y unas instrucciones sobre la inoculación cuyo autor no fue mencionado en la lista.[xix]
A partir de la misiva al virrey se deduce que Nariño había comenzado la experimentación con la vacuna hacia el 13 de junio, una semana después de la llegada del baúl de Sinforoso Mutis. Muy probablemente, el Precursor de la Independencia era el innombrable sujeto que, según la carta fechada el 28 de junio por José Celestino, se dedicaba «con empeño a estas investigaciones». El mismo sujeto que había devuelto las esperanzas al sabio por «la probabilidad de sus favorables resultas dentro de pocos días».
Como ni el más delirante apologista podría afirmar que Nariño, encerrado en su frío cuchitril, produjo algún compuesto hasta entonces desconocido por la humanidad, solo cabe la posibilidad de que le hubieran llevado a su celda muestras de algún fluido obtenido en los hatos circundantes o en el exterior. Ya hemos dicho que lo único que las ubres neogranadinas tenían medianamente parecido a las pústulas del cowpox eran los inútiles mezquinos, así que la única opción que le quedaba al héroe para tener consigo la vacuna verdadera era que alguien se la hubiera hecho llegar desde Europa, Estados Unidos u alguna colonia americana. De hecho, la cronología de los acontecimientos nos permite plantear, a modo de hipótesis, que usó algunas de las porciones de linfa bovina remitidas por su amigo Sinforoso Mutis.
La brevísima comunicación de Nariño no ofrecía detalle alguno sobre el experimento ni sobre la identidad de su conejillo de Indias. Solo añadía que habían transcurrido nueve días tras la vacunación. El escrito concluía recomendándole al virrey que enviara a algún facultativo a examinar al muchacho.
Una comunicación enviada por José Celestino Mutis al oidor Hernández de Alba el 30 de julio —mismo día de la carta remitida por Nariño al virrey— parece ofrecernos la continuación de la historia. El sabio gaditano informaba que al mediodía y en la tarde había hecho sendos reconocimientos médicos al «muchacho vacunado». No identificaba al sujeto, pero la descripción general, la fecha y especialmente el hecho de mencionar que se encontraba en el noveno día de la vacunación da seguridad para afirmar que se trataba del mismo caso.
Mutis podría ser el oráculo del reino, pero jamás había visto en vivo un grano vacunal. Por eso aceptaba con humildad que solo se guiaba «por instrucciones puramente teóricas» y que podía engañarse por la falta de práctica. «… he hallado en ambas ocasiones señales tan equívocas de la verdadera vacuna que no puedo decidirme en favor de su deseado descubrimiento», anotó.
Entonces planteó una estrategia de dos pasos para seguir adelante y salir de dudas. Primero había que garantizar la conservación de la materia, qué tal que fuera la verdadera y se echara a perder. Para tal fin propuso que al día siguiente, en el brazo de otro muchacho, fuera inoculado el supuesto fluido vacuno que supuraba del brazo del tratado por Nariño. Había que aprovechar el momento, porque las pústulas solían alcanzar su perfecta sazón al décimo día. El segundo paso consistiría en «practicar la contraprueba inoculando al primer vacunado con la materia de la viruela».[xx] Mejor dicho, había que arriesgarse a exponer al muchacho a la temida enfermedad.
La correspondencia que conocemos de los involucrados no volvió a tratar el asunto. Quien daría la identidad del personaje de marras y alguna información adicional sobre aquel intento pionero fue el médico José Félix Merizalde. En una nota de prensa publicada 54 años después, el ilustre galeno de fines de la Colonia y comienzos de la República escribió: «El general José María Ortega fue vacunado por su tío, el general Nariño, en su prisión, y ha estado entre virolentos en las dos epidemias que ha habido de viruela, y no le ha acometido».[xxi]
No hay suficientes elementos de juicio para determinar si un golpe de suerte libró al sobrino del prócer del contagio o si fue la supuesta vacuna inoculada cuando tenía seis años la que le dio inmunidad. Lo que sí se sabe es que la linfa de Nariño no cambió el curso de la epidemia, que nadie ganó la recompensa prometida por hallar el pus bovino y que testimonios posteriores del virrey Mendinueta y de su sucesor lamentaron que todos los esfuerzos de usar una vacuna transportada en vidrios habían fracasado en el Nuevo Reino de Granada.[xxii] Así que, más que un hecho demostrado, la efectividad de la vacuna nariñense tiene visos de acto de fe, o quizás de fervor patriótico.
Ahora bien, si se asume que fue al niño José María Ortega a quien se le hizo la contraprueba recomendada por Mutis para corroborar la efectividad de la vacuna, podemos armar un relato que tiene coherencia sin quitarles validez a la mayoría de las versiones. En ese escenario, al muchacho supuestamente vacunado por Nariño le fueron sembradas las viruelas humanas después del examen practicado por el sabio gaditano. La que iba a ser una confirmación terminó siendo, simultáneamente, una inoculación al estilo tradicional. Con las respectivas defensas en su organismo, era predecible que José María pasara incólume por dos epidemias y pudiera hacerse adulto para alardear de su inmunidad y, por supuesto, de su tío.
2 reales por llevar una difunta
Como si ya no quedara más recurso que mirar al cielo, el mismo día en el que eran examinados los granos del niño José María, las dos imprentas de la capital preparaban las copias de los lineamientos trazados para rogar a Dios y «contener el azote de su ira». El edicto suscrito por el arzobispo Fernando Portillo constaba de veinte puntos, fue fijado en las puertas de las iglesias e iba dirigido al deán y cabildo de la Iglesia metropolitana, a los curas de las iglesias parroquiales, a clérigos y a cualquiera que se hallara al servicio de capillas, sacristías y monasterios de religiosas.
Los tiempos cambiaban, lentamente, pero cambiaban. No es que el Dios de la emergencia sanitaria de 1782 —el que enviaba la enfermedad como castigo— hubiera sido reemplazado, pero sí se advierte que el de 1802 era visto con unos matices distintos. Aunque seguía siendo percibido como vengador, el arzobispo Portillo ya le incluía en sus palabras algunos toques de misericordia.
También decrecía el gusto por las amenazas y las escenas terroríficas y sanguinolentas. El edicto prohibía que en las rogaciones se infiltraran creyentes que, «con pretexto de mortificación y penitencia», llevaran desnudas partes de sus cuerpos o ensangrentadas sus caras. En la misma línea, los religiosos no podían predicar supuestas revelaciones para infundir terror y mostrar lo merecido que el pueblo tenía el azote. En las comunidades religiosas, por su parte, la «mortificación personal y oculta» para suplicar la divina clemencia debía contar con la aprobación del confesor.
Aún se percibía cierta desarticulación entre las políticas sanitarias y las creencias religiosas. Las medidas adoptadas a lo largo de la crisis siempre mostraron que las autoridades eran conscientes de que la concurrencia de muchas personas en espacios estrechos aumentaba el riesgo de contagio. Sin embargo, era contradictorio, por decir lo menos, que esas mismas autoridades fomentaran eventos religiosos masivos como las rogativas públicas. Ahora bien: no ocurría lo mismo en lo concerniente a los entierros. El edicto, de hecho, era implacable: quien sepultara a un contagiado en una iglesia quedaba excomulgado de inmediato, y, si tres personas lo atestiguaban, recibiría una pena.[xxiii] Lo cierto es que, por más duro que pareciera el castigo, faltaban años para que la medida se aplicara con todo el rigor, y particularmente cuando se trataba de difuntos de las élites capitalinas.[xxiv]
Imposible determinar cuántos nuevos contagios se dieron durante las rogativas y las procesiones que comenzaron en agosto. Lo que sí sabemos es que durante ese mes se disparó el gasto de los hospitales para variolosos. En junio, cuando había comenzado en solitario el hospital del convento de Las Aguas, se habían invertido 210 pesos. Al cierre de julio —que ya incluía los primeros días del hospital contiguo a la ermita de Belén—, el costo de los dos centros de atención había ascendido a 257 pesos. Al terminar agosto ya estaba también funcionando el hospital provisional de la Orden Tercera, y el gasto agregado ascendió a 571 pesos. Fue el mes más costoso de la emergencia.
Ese incremento no solo podría ser un indicador indirecto del aumento de la ocupación hospitalaria, sino también de la tasa de contagio. En el estudio del historiador Cristhian Fabián Bejarano a partir de las actas de entierros parece haber cierta similitud con los números presentados. El investigador no solo encontró excesos de mortalidad en agosto de 1801, sino también en abril, septiembre y noviembre de 1802.[xxv] Sin perder de vista que los curas no priorizaban la calidad y oportunidad de la información y que el subregistro era moneda corriente, los datos de Bejarano sugieren, primero, que no es tan cierto que el virus haya sido sofocado en 1801 y, segundo, que el contagio persistió, pues se observan sucesivos picos incluso en 1803.
Puntualmente, el exceso de mortalidad de abril de 1802 coincidía en cierto grado con los días en los que fue imposible detectar la epidemia debido a «la timidez de las gentes», como decía Honorato Vila, y los del segundo semestre coinciden de manera general tanto con los gastos como con las órdenes impartidas, que claramente eran reflejo de lo que se percibía en el ambiente.
Las cuentas de la última semana de agosto en el hospital de la Orden Tercera permiten imaginar el ajetreo de esos días. Estaba localizado al norte del río San Francisco, en el barrio Las Nieves, y había comenzado a funcionar el 22 de agosto. A diferencia de los otros dos, que eran mixtos, el de la Orden Tercera solo recibía mujeres. No solo fue necesario dotarlo con camas, colchones, almohadas, sábanas y cobijas, sino también vestir, alimentar y dar calor a las variolosas pobres que allí fueron a parar. La lista de compras era similar en todos los hospitales, si acaso cambiaban las cantidades. Allá, se lee en los comprobantes, les dieron camisas y enaguas. La dieta incluyó pan, carne, cebolla, lechuga, manzana, duraznos, arracacha, chocolate, leche y mucha miel de abejas. Al segundo día de haberse abierto repararon la chimenea. Tristemente, las dosis de dignidad que recibieron las enfermas no bastaban para salvar vidas. A partir del 5 de septiembre, la lista de pagos comenzó a incluir un ítem nuevo y repetitivo: «Por llevar una difunta», 2 reales.[xxvi]
A medida que pasaban los días, la población se fue relajando. En los primeros días de septiembre, los médicos de los hospitales se quejaron porque los comisarios de barrio les estaban llevando pacientes con la enfermedad muy avanzada. Las recomendaciones previamente publicadas desaconsejaban hacerlo en ese estado, que se consideraba el más peligroso. Los comisionados Rivas y Ugarte tuvieron que fijar una multa de 100 pesos para que no se repitiera.[xxvii] El síndico procurador general, por su parte, lamentaba que el «fervor y diligencia» por el aseo hubiera durado pocos días, y que por desgracia las calles se estaban volviendo a poner como antes, justamente cuando la temperatura iba en aumento.[xxviii]
Las noticias sobre la epidemia en Santafé de Bogotá al parecer llegaban sobredimensionadas a otras partes del virreinato. En septiembre, Lorenzo Escudero, un teniente del regimiento de Infantería de Cartagena, rogaba que lo eximieran de incorporarse al destacamento de la capital para ocupar el lugar de un fallecido.
… he tenido la noticia de la actual epidemia de viruelas con que están contagiados todos sus habitantes —decía Escudero—, y, siendo evidente el peligro a que me expongo por no haberlas padecido, se me hace preciso implorar […] que se me releve o se me permita mantenerme en algunos de los lugares inmediatos […] hasta tanto cese el peligro.[xxix]
No sabemos qué consideraciones tuvieron sus superiores para negarle la súplica, pero había ya unas primeras señales de que el momento más crítico quedaba atrás. El hospital contiguo a la ermita de Belén cerró el 27 de septiembre. En sus instalaciones fueron inoculadas 96 personas, de las cuales solo falleció una. Los otros dos centros siguieron funcionando y sus gastos fueron reduciéndose mes a mes.[xxx]
Con una menor demanda de inoculaciones, el padre Miguel de Isla tuvo más tiempo para sacar adelante el plan de estudios de medicina. El 18 de octubre puso en marcha su ansiado proyecto y comenzó a dictar clases de anatomía en un anfiteatro provisional en el hospital San Juan de Dios.[xxxi]
Eso no significaba que la viruela hubiera dejado de rondar la ciudad. El 9 de noviembre, el indio Juan Florencio Díaz fue trasladado de la cárcel pública al hospital de Las Aguas. El mayordomo del lugar quedó como custodio. Esfuerzo innecesario, era imposible que escapara: el vigilado murió a las 6 de la mañana del día 18 del mes. El escribano de la Real Audiencia atestiguó: «… teniendo a la vista el cadáver de este reo, lo llamé por tres ocasiones y, como no me respondiese, para mayor seguridad procedí a tocarlo y hallé que estaba yerto».[xxxii]
En un estado muy parecido se mantenía la obtención de la vacuna. El virrey Mendinueta, sin embargo, no se daba por vencido. El 6 de diciembre, en una de sus últimas cartas del año, le escribía a José Celestino Mutis:
Habiendo recibido por el presente correo el adjunto vidrio con la materia vacuna que tenía pedida a Cartagena, lo remito a vuesamerced con la instrucción que así mismo se me ha dirigido para que, sin pérdida de tiempo, se haga la inoculación y me avise vuesamerced de las resultas.[xxxiii]
Yerta. Así fue como el sabio también encontró esa vacuna.
*Carlos Dáguer es periodista y escritor.
Referencias
[i]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 178.
[ii]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 177.
[iii]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 179-181.
[iv]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 4, 10.
[v]. “Informe sobre el flagelo de la viruela y recomendaciones”, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 3, ff. 325r-326r.
[vi]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 182-183.
[vii]. “Estadísticas de Haciendas para vacunación contra viruela”, Santafé, 30 de junio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, f. 970.
[viii]. “Estadísticas de Haciendas para vacunación contra viruela”, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, ff. 930r-1003v.
[ix]. “Medidas preventivas para evitar contagio viruela”, Santafé, 5 de julio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 58, f. 1147v.
[x]. “Documentos emanados del virrey sobre epidemia viruela”, Santafé, 2 de julio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, f. 828r.
[xi]. “Documentos emanados del virrey sobre epidemia viruela”, Fontibón, 16 de julio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, ff. 817r-817v.
[xii]. AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Milicias y Marina, Leg. 142, ff. 679r-687r.
[xiii]. Colmenares, Relaciones e informes de los gobernantes, t. 3, 59.
[xiv]. “Estadísticas de Haciendas para vacunación contra viruela”, Santafé, 19 de julio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, f. 990r.
[xv]. “Comprobantes cuentas hospitales de viruelas”, 9 de mayo de 1806, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 31, f. 245v.
[xvi]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 189.
[xvii]. Guillermo Hernández de Alba (Comp.), Cartas Íntimas del General Nariño 1788-1823 (Bogotá: Sol y Luna, 1966). Disponible en: https://repositorio.unal.edu.co/bitstream/handle/unal/10832/Archivo_Nari%C3%B1o.html?sequence=1#96c
[xviii]. Sotomayor, Villamil, Esparza, Viruela en Colombia, 23.
[xix]. Sandra Milena Moreno y Freddy Moreno Gómez, “A propósito del bicentenario de la independencia de Colombia: las prácticas de lectura de Antonio Nariño y el desarrollo de una vacuna presuntamente efectiva contra la viruela”, Biomédica. Revista del Instituto Nacional de Salud 40, Supl. 1 (2020): 8-19. DOI: https://doi.org/10.7705/biomedica.5024
[xx]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 2, 190.
[xxi]. El Repertorio. Periódico oficial de la provincia de Bogotá, Nueva Granada, 176 (noviembre 1856).
[xxii]. Antonio Amar y Borbón, Reglamento para la conservación de la vacuna en el virreinato de Santafé (Imprenta Real, 1805), 21.
[xxiii]. “Documentos emanados del virrey sobre epidemia viruela”, Santafé, 29 de julio de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, ff. 863r-865r.
[xxiv]. Cristhian Bejarano Rodríguez, “Inoculación, políticas higienistas e intensidad de las epidemias de viruela de 1782-1783 y 1802 en Santafé, virreinato de Nueva”, Historelo. Revista de Historia Regional y Local 15, No. 34 (2023): 143.
[xxv]. Cristhian Bejarano Rodríguez, “Inoculación, políticas higienistas e intensidad de las epidemias de viruela de 1782-1783 y 1802 en Santafé, virreinato de Nueva”, Historelo. Revista de Historia Regional y Local 15, No. 34 (2023): 143.
[xxvi]. “Comprobantes cuentas hospitales de viruelas”, 22 de agosto de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 31, f. 209r.
[xxvii]. “Santafé: notas sobre la viruela y el alza injusta del azúcar”, Santafé, 4 de septiembre de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, f. 914v.
[xxviii]. “Santafé: notas epidemia de viruela y solicitud de rogativa”, Santafé, 9 y 13 de septiembre de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 2, ff. 919r-919v.
[xxix]. Santafé, 9 de octubre de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Milicias y Marina, Leg. 49, ff. 25r-25v.
[xxx]. “Estadísticas de Haciendas para vacunación contra viruela”, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, f. 933v.
[xxxi] Pedro María Ibañez, Crónicas de Bogotá, t. 2 (Bogotá: Instituto Distrital de las Artes, 2014).
[xxxii]. “Diligencias remisión indio enfermo viruelas en cárcel real” Santafé, 9 de noviembre de 1802, AGN, Colombia, Bogotá, SC, Fondo Miscelánea, Leg. 114, f. 236r.
[xxxiii]. Hernández de Alba, Archivo epistolar, t. 4, 51.
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