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La historia de cómo llevar salud a una de las favelas más grandes de São Paulo

En Paraisópolis viven más de 100.000 personas en poco más de 12 kilómetros cuadrados. La media de muerte de los hombres es 20 años menor que la que tienen sus vecinos del barrio Morumbí, de los más ricos de São Paulo. Visitamos un enorme complejo de más de cinco mil metros cuadrados que busca llevar salud, educación y empleo.

Juan Diego Quiceno
17 de septiembre de 2022 - 02:00 a. m.
Paraisópolis y al fondo el barrio rico de Morumbí
Paraisópolis y al fondo el barrio rico de Morumbí
Foto: AP - Andre Penner
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Hace 18 años la fotógrafa brasileña Tuca Vieira sobrevoló en un helicóptero los límites que separan Paraisópolis de Morumbí, dos barrios al oeste y sur de São Paulo. La ciudad estaba próxima a celebrar su 450° aniversario y la fotógrafa quería hacer un retrato desde las alturas. El aparato se mantuvo en el aire los segundos justos para que Vieira capturara la torre de apartamentos Penthouse de Morumbí, con su piscina, su cancha de tenis y de fútbol, separadas por un muro de un caserío a medio caerse de calles angostas.

Cerca de ese límite, a menos de 10 minutos dentro de ese caserío, un hombre de no más de 20 años espera hoy en una esquina de Paraisópolis con un celular. Le explican que estamos allí en una visita, que venimos con el Hospital Israelita Albert Einstein, que estaremos dos horas o poco más y partiremos de nuevo. Él escucha sin decir palabra, evitando cualquier contacto visual y golpeando lenta y suavemente la palma de su mano con el celular. Asiente solo una vez, guarda por fin el aparato y nosotros podemos seguir. (Puede leer: En Colombia están a punto de vencerse 190 mil dosis de vacunas para el covid-19)

Ese hombre tiene grandes probabilidades de morir entre los 50 y 60 años, una o incluso dos décadas antes de la media de muerte de los hombres detrás del muro, en Morumbí, según Rede Nossa São Paulo, una organización civil que estudia la desigualdad de la ciudad más rica de Brasil. Son 20 años de vida separados por un muro. El indicador es diferente a la esperanza de vida y no se debe confundir. Se trata de un dato que creó la Rede Nossa São Paulo a partir de la suma de todas las edades de muerte en cada barrio, dividida por el total de defunciones registradas en el Sistema de Información de Mortalidad (SIM), del Ministerio de Salud.

Sobre esa cifra pueden y recaen diversas condiciones: desde la deficiencia en atención sanitaria, hasta desigualdad social y económica. La fundación cree que este es un mejor diagnóstico de la desigualdad social en todas sus dimensiones presentes allí. (Le puede interesar: Gobierno autoriza aplicación de cuarta dosis para colombianos de 18 a 49 años)

Y es que Paraisópolis no es solo una favela más, es la segunda más grande de la urbe: en apenas 10 kilómetros cuadrados viven hacinadas más de 100.000 personas en 21 mil viviendas, estructuras de máximo dos pisos, amontonadas unas sobre otras y atravesadas (y unidas) por pequeños callejones que serpentean entre ellas y sirven como campo de batalla de organizaciones delincuenciales.

“Con ellos tenemos una relación de convivencia. No nos tocan y nosotros tampoco a ellos. Esa es la realidad de esta zona”, dice Telma Sobolh, una mujer de 72 años con la energía de una adolescente. Camina adelante, empuja suavemente a quien se queda atrás y a pesar de que estamos a menos de un metro de distancia, habla como si necesitara convencer a una multitud. En cierta forma, Telma lo ha hecho. Su nombre aparece grande y visible en la fachada de uno de los pocos edificios con más de dos plantas en la zona. (También puede leer: Poliomielitis: un grave tropiezo cuando el mundo estaba cerca a erradicarla)

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Los fines de semana las calles de Paraisópolis se llenan de miles de jóvenes del resto de la ciudad que llegan a la favela a bailar al ritmo del funk carioca, un ritmo musical que se hizo famoso en Río de Janeiro y que combina el hip hop y la electrónica con letras de rap de contenido sexual. “Son bailes muy promiscuos”, explica Telma, con algo de razón. Durante esos días de bullicioso frenesí, el complejo de más de cinco mil metros cuadrados que lleva su nombre se cierra y con él todas las operaciones sociales y sanitarias que lleva a cabo.

Entramos al edificio por su costado occidental, atravesando una enorme puerta de metal. El Complejo Telma Sobolh existe aquí desde 1998, cuando Telma logró encontrar la financiación para construirlo, pero solo desde 2001 tiene el nombre actual. Antes era conocido solo como PECP (Programa Einstein en la Comunidad de Paraisópolis). Se trata de una estrategia financiada por el Hospital Israelita Albert Einstein, ubicado en el centro de Morumbí, y que, según el top de los mejores hospitales y clínicas del mundo de la revista Newsweek, es el 34 mejor del planeta y el mejor ubicado de Latinoamérica. (Puede interesarle: El proyecto que busca transformar la atención en salud mental de colegios y universidades)

Durante los últimos 24 años el PECP ha entendido la salud como un concepto integral que implica educación, empleo, cultura y deporte, además de lo sanitario. Así lo viene insistiendo la Organización Mundial de la Salud cuando habla de los determinantes sociales de la salud y de la visión integral de una persona, desde sus hábitos hasta el contexto.

“Tenemos acción en seis grandes núcleos: arte y comunicación, formación profesional, educación, deporte, salud y servicio social”, explica Erika Kawamorita, coordinadora del programa. Ella es enfermera de formación y no nació en Paraisópolis. Llegó un día y creyó que era necesario hacer algo urgente, se encontró con Telma y se quedó. “Es una historia más difícil, pero desde entonces trabajamos especialmente con mujeres y niños en todas esas dimensiones”. El edificio es un interminable juego de salones conectados por pasillos decorados con fotografías, dibujos infantiles y mensajes de cuidado sexual y reproductivo.

En uno de esos salones, una profesora toma un pañal, lo abre y lo ubica a un lado. Señala esas pequeñas pegatinas que se deben despegar y volver a juntar cuando ya esté puesto, explica cómo se debe hacer, que el pañal quede sujeto, lo suficiente para que no se caiga, lo flexible para que pueda mover las piernas. Antes hay que limpiarlo, echarle un poco de talco, sonreír mientras se esté haciendo: “Ellos sienten”. Lo hace con un muñeco, las mujeres que la atienden, la mayoría menores de 25 años, lo harán pronto con sus bebés de carne y hueso.

Todas ellas, si lo desean, pueden acceder a un dispositivo intrauterino (DIU) para planificar, pero no todas lo hacen. Casi la mitad de las familias que viven en Paraisópolis están encabezadas por mujeres con un ingreso bajo. A pocos metros de la clase de pañales, un olor a dulce de leche y a crema batida inunda el pasillo. Unas cinco mujeres están horneando pastel. “Un examen”, señala la maestra. Un par de tortas permanecen intactas. “La idea es que todas ellas puedan lograr encontrar un trabajo que les permita independencia laboral. Se trata de cursos de 4 o 5 meses que les otorga certificación”, explica Kawamorita. A veces los profesionales del centro tienen que intervenir en conflictos intrafamiliares, aunque ese no es su papel. En esos casos se concentran en la población infantil de las familias. (Puede leer: Hambre extrema se dispara en África y el Caribe, puntos críticos de la crisis climática)

Los niños pasean por toda la institución, aprenden programación, reciben alimentación, conocen y juegan con otros que van vestidos con la camiseta amarilla de la selección de Brasil. Tienen contacto y trabajan con las familias desde la planificación hasta los dos años de los niños y niñas. Durante casi dos décadas, médicos, nutricionistas, psiquiatras y psicólogos han realizado más de seis millones de consultas y visitas. Elevar las condiciones de vida es un trabajo continuo. La esperanza es que a largo plazo los hombres y mujeres de Paraisópolis puedan llegar a vivir los mismos años que sus vecinos, de apenas diez minutos de distancia.

“Esta es una tarea que aún no es suficiente. La pandemia echó para atrás muchos de los esfuerzos, pero seguiremos aquí”. asevera Telma, antes de quedarse mirando en uno de los salones a un grupo de niños que practican en coro una canción siguiendo el compás de una maestra y su guitarra.

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