La inteligencia del cuerpo
La piel es la frontera. Ahí comienza el mundo, lo hostil, lo extraño, los otros.
Siempre nos han dicho que tenemos cinco órganos sensoriales, uno para cada uno de los sentidos. En realidad es un solo órgano que tiene dos metros cuadrados de área, siete kilos de peso y un nombre terso: piel.
Se considera que la piel es la receptora de los estímulos táctiles. En realidad es la responsable de todas las sensaciones: los ojos son dos pedazos de piel líquida y fotosensible. Un poco más abajo la piel se interna en dos fosas profundas, se vuelve mucosa y es capaz de diferenciar miles de olores. Luego se curva en los labios, se interna en la caverna palatal y vuelve a emerger en forma de lengua. El conjunto —labios, caverna y lengua— paladea, silba y besa.
A ambos lados de la cabeza la piel se enrosca como un caracol para formar una suerte de antenas capaces de atrapar las ondas de presión aéreas y llevarlas al tímpano, una membrana donde empieza ese proceso de conciencia que llamamos sonido.
El tacto
El resto de la piel está dedicada al tacto propiamente dicho. La primera capa, la epidermis, es insensible porque está formada por células muertas. El tacto sucede en la segunda, la dermis. Es aquí donde sentimos las caricias, el dolor, las texturas.
Entre estas capas se encuentran los diminutos corpúsculos de Meissner. Son nervios encerrados en cápsulas en forma de huevo. Hay unos 36.000 corpúsculos por centímetro cuadrado de piel lampiña: las palmas, las plantas, el clítoris, el pene, los pezones y la lengua. Son una especie de punticos G. Su divisa es: ¡ahí donde hay goce, ahí estamos!
Los discos de Merkel, en forma de platillo, responden a presiones constantes. Nos dicen si vamos calzados, si llevamos camisa o qué tanto ajustan los calzoncillos. Por fortuna, pueden adaptarse al estímulo y dejar de registrarlo; de lo contrario, no podríamos olvidarnos ni un segundo de la brisa ni del zapato y nos volveríamos locos. Estos “olvidos”, las providenciales desconexiones de los discos de Merkel, nos salvan de morir abrumados por el alud de sensaciones, internas y externas, que estamos recibiendo constantemente.
Los propioceptores son unos sensores cuya función es sentir nuestro cuerpo. Gracias a ellos sabemos si aún llevamos puestas las orejas, dónde andan las piernas o qué hacen las manos.
La piel es la frontera del yo. Ahí comienza el mundo, lo hostil, lo extraño, los otros.
El silencio y la luz
Hasta hace poco se pensaba que la visión se producía por unos rayos que salían de los ojos, algo como la visión telescópica de Supermán. Fue en épocas recientes que comprendimos el funcionamiento del ojo, y tuvimos que esperar hasta Descartes, Newton y Goethe para tener una teoría decente del color.
A pesar de la perfección del mecanismo, los ojos son unos traidores redomados. Nunca nos muestran las cosas al derecho ni con sus verdaderos colores: los recién nacidos lo ven todo patas arriba, y esta es la principal causa de sus problemas de motricidad. Con los días aprenden a enderezar el entuerto, descubren que lo que ven abajo está arriba; pero los ojos nos siguen mostrando, hasta el fin, una imagen invertida del mundo, con el cielo abajo y la tierra arriba, como en cualquier cámara oscura.
Tampoco podemos estar muy seguros de los colores. La superficie de un objeto azul, demos por caso, es una película cuya estructura molecular absorbe todos los colores de la luz blanca y refleja el componente azul. O sea que ese objeto es de todos los colores menos azul.
Además el color depende de la luz. Si se ilumina una habitación oscura con un mechero de alcohol, digamos, los colores de los objetos cambian. Para no enredarnos, hemos convenido en darles a los colores el nombre de la radiación que rechazan al ser iluminados con luz blanca.
En su Historia natural, Plinio el Viejo cuenta que la palabra “pupila” significaba “muñequita” en latín porque cuando los médicos romanos examinaban el iris de sus pacientes veían siempre una muñequita, su propio reflejo.
Una función descuidada
Los olores son tan invisibles como el silencio o como un sí bemol, con la desventaja de que la música tiene un vocabulario muy rico, un largo repertorio de sustantivos para nombrar los sonidos y unidades para medirlos y teorías para conversarlos. Y son verbalmente invisibles porque no tienen nombres. Y como nuestra realidad es gráfica y verbal, lo que no pueda ser visto o nombrado es como si no existiera. Todo esto convierte el mundo de los olores en el capítulo más inédito de las sensaciones.
El lenguaje aún no logra atrapar los olores y debe recurrir siempre, para nombrarlos, a la fuente odorífera, a un símil o a una perífrasis. Así decimos “huele a gas”, a quemado, a tierra mojada, a eucalipto, a pan caliente, lo que es tan pobre como señalar, para nombrarlas, las cosas con el dedo.
Poseemos, en cambio, palabras precisas para nombrar los colores y sabemos clasificar los infinitos matices del espectro luminoso en solo siete grupos, cosa que debemos agradecer por igual a la agudeza de la vista y a los físicos.
Sabemos traducir en palabras las sensaciones del tacto: pegajoso, granulado, suave, áspero, mullido, flácido, firme, terso, rugoso, viscoso, fluido. También las del gusto: ácido, empalagoso, amargo, dulce, salado, crocante, burbujeante, el cuerpo, el bouquet, el espíritu (obsérvese que estos adjetivos no señalan las cosas con el dedo: nombran cualidades en abstracto, sin necesidad de mencionar el nombre de las cosas).
La función olfativa no cuenta, hay que decirlo, con un órgano tan desarrollado como el ojo o el oído. El olfato no distingue matices con tanta fineza como el ojo, ni es capaz de orientarnos con tanta precisión como el oído: cuando percibimos un olor la nariz no sabe decirnos de dónde proviene. Esto tiene serias desventajas: por ejemplo, no sabemos de dónde proviene ese olor a gas, o a bazuco, que estamos empezando a percibir; pero también tiene sus ventajas: permite tirarnos un flato en público con total impunidad. El oído, por el contrario, siempre sabe indicarnos en cuál dirección está la fuente sonora.
El olfato es insensible a olores leves y lo embotan fácilmente los fuertes.
Quizá cuando los perfumistas hagan con los olores lo que han hecho los físicos y los pintores con la luz, y los físicos y los músicos con el sonido, y los poetas descubran para cada olor su verdadero y antiguo nombre, quizás entonces pueda el lenguaje nombrar con precisión el mundo de los olores. Ese día oleremos mejor.
Solo para el oído
Comparado con el ojo, tan moderno, tan digital, el oído resulta demasiado mecánico y resueltamente anacrónico. Todo empieza con algo que vibra: la membrana de un tambor, las cuerdas vocales o el ala de un grillo, y genera en el aire un tren de presiones y descompresiones semejantes a las de un acordeón. Estas ondas golpean el tímpano, una membrana que pone en movimiento tres huesecillos diminutos: el martillo, el yunque y el estribo, un engranaje que parece improvisado por un plomero recursivo con lo primero que encontró a mano. Luego hay otra membrana, un fluido, un tubo en forma de caracol con pelos diminutos que oscilan por la perturbación del fluido y estimulan unas células nerviosas que envían al cerebro un mensaje preciso de tono, timbre e intensidad. Y finalmente es aquí, en el cerebro, donde las cosas realmente suenan. En el mundo exterior no hay chirridos, explosiones ni sinfonías. El universo es profundamente silencioso. Todos los sonidos, los olores, los colores, las texturas y los sabores suceden en la cabeza. Parece que esos lunáticos orientales están en lo cierto y que el mundo, esa realidad exterior tan objetiva y respetable, no pasa de ser una ilusión con prestigio; en el mejor de los casos, una fuente de estímulos fantasmagóricos que toman forma en el cerebro.
Una cualidad interesante del oído es su habilidad para saber de dónde provienen los sonidos. Es una gran ventaja si lo comparamos con la nariz, esa chica despistada.
El oído es también el asiento del sentido del equilibrio: son unos “niveles” cuyos líquidos nos informan al instante sobre la posición de nuestro cuerpo. Cuando tropezamos, por ejemplo, el desnivel de estos líquidos envía un mensaje tan preciso al cerebro que en milésimas de segundo sabemos que hay que alzar un brazo o dar un paso más largo para volver a la decorosa vertical.
Esta relación oído-equilibrio quizás explique también por qué un piropo certero puede hacer trastabillar a la señora más aplomada.
En el brindis las copas se chocan para que todos los sentidos participen de la fiesta. En cierta tribu africana la palabra aaaaha se puede pronunciar de muchas maneras para nombrar cosas diferentísimas. Los aborígenes del norte de Australia delimitan su territorio con “líneas de canto”. Viajan por sus bosques silbando canciones que dicen: “Esta es la tierra del clan de los Abueyí... Vendo huevos de tortuga... El Oblaná viene crecido… El vado más seguro está en el recodo de los naranjos... Tengo una hija casadera... Busco un hombre trabajador y de buen corazón”.
El oído tiene otra cualidad extraordinaria, una suerte de zoom acústico que nos permite aislar, entre la baraúnda de ruidos de una reunión social, digamos, algunos sonidos particulares. Gracias a esta cualidad usted puede ignorar varias conversaciones y concentrarse en lo que se dicen, en el otro extremo del salón, su esposa y el apuesto desconocido que la tiene tan entretenida.
El pan nuestro de cada día
Dime con quién andas y te diré quién eres, dice el refrán. Debería decir “dime qué comes” porque somos más escrupulosos con los alimentos que con las amistades. La comida es la actividad que mayor información brinda sobre los pueblos. A través de ella podemos estudiar los comportamientos de las personas en cualquier circunstancia. La comida preside las bodas y los entierros, sella los pactos de los negocios, es el aperitivo de la seducción y el testigo mudo de las conspiraciones.
Para agasajar a un amigo lo invitamos a un restaurante. Pero si es alguien especial y queremos decirle que lo queremos mucho, lo invitamos a comer en casa, y le decimos “compañero”, vocablo cuya etimología es preciosa: viene de la expresión latina cum panis, “compartir el pan”.
La lengua está llena de metáforas inspiradas en la alimentación. Para aprobar cualquier cosa decimos “me gusta”. A los sucesos nefastos los llamamos “un trago amargo”, el humor negro es “ácido”, una persona bondadosa es “dulce” y los pobres de espíritu son “simples”.
En muchos idiomas, la segunda acepción del verbo “comer tiene connotaciones sexuales, y son innumerables los nombres de alimentos que se usan para nombrar personas provocativas. En español tenemos churro, pimpollo, bizcocho, bombón, media naranja. La francesa le dice a su amante mon petit chou, mi repollito, y para el inglés una mujer atractiva es una crumpet, una tostada cubierta con mermelada y mantequilla.
Nada se le escapa a esa criatura omnívora que es el ser humano. No hay vegetal ni animal que se libre. Los alemanes comen col agria; los japoneses, hongos; los estadounidenses, pepinillos en vinagre, y los colombianos, archucha, brócoli y tomate de árbol. Los masáis beben sangre caliente de vaca, los chinos fritan perros; los santandereanos, hormigas; los italianos, pájaros; los pastusos, ratas, y los franceses, caracoles con ajo. Los minerales, en cambio, no son de nuestro agrado. Solo nos gusta, y mucho, la sal, aprecio que se evidencia en expresiones como “el amor es la sal de la vida”. Producto de la combinación de dos venenos —cloro y sodio—, la sal es más solicitada que todas las especias juntas y más incorruptible que el mismísimo oro; quizá por esto llegó a ser tan apreciada que en muchas regiones se la utilizó como un valor de cambio y dio origen a la palabra “salario”.
La alimentación obedece a un instinto animal, sí, pero también es una operación de alquimia, un ritual ceremonioso porque es el inicio de un proceso mediante el cual el cuerpo convierte los alimentos en sangre y músculos, en ideas y suspiros, en himnos, poemas y ecuaciones.
Siempre nos han dicho que tenemos cinco órganos sensoriales, uno para cada uno de los sentidos. En realidad es un solo órgano que tiene dos metros cuadrados de área, siete kilos de peso y un nombre terso: piel.
Se considera que la piel es la receptora de los estímulos táctiles. En realidad es la responsable de todas las sensaciones: los ojos son dos pedazos de piel líquida y fotosensible. Un poco más abajo la piel se interna en dos fosas profundas, se vuelve mucosa y es capaz de diferenciar miles de olores. Luego se curva en los labios, se interna en la caverna palatal y vuelve a emerger en forma de lengua. El conjunto —labios, caverna y lengua— paladea, silba y besa.
A ambos lados de la cabeza la piel se enrosca como un caracol para formar una suerte de antenas capaces de atrapar las ondas de presión aéreas y llevarlas al tímpano, una membrana donde empieza ese proceso de conciencia que llamamos sonido.
El tacto
El resto de la piel está dedicada al tacto propiamente dicho. La primera capa, la epidermis, es insensible porque está formada por células muertas. El tacto sucede en la segunda, la dermis. Es aquí donde sentimos las caricias, el dolor, las texturas.
Entre estas capas se encuentran los diminutos corpúsculos de Meissner. Son nervios encerrados en cápsulas en forma de huevo. Hay unos 36.000 corpúsculos por centímetro cuadrado de piel lampiña: las palmas, las plantas, el clítoris, el pene, los pezones y la lengua. Son una especie de punticos G. Su divisa es: ¡ahí donde hay goce, ahí estamos!
Los discos de Merkel, en forma de platillo, responden a presiones constantes. Nos dicen si vamos calzados, si llevamos camisa o qué tanto ajustan los calzoncillos. Por fortuna, pueden adaptarse al estímulo y dejar de registrarlo; de lo contrario, no podríamos olvidarnos ni un segundo de la brisa ni del zapato y nos volveríamos locos. Estos “olvidos”, las providenciales desconexiones de los discos de Merkel, nos salvan de morir abrumados por el alud de sensaciones, internas y externas, que estamos recibiendo constantemente.
Los propioceptores son unos sensores cuya función es sentir nuestro cuerpo. Gracias a ellos sabemos si aún llevamos puestas las orejas, dónde andan las piernas o qué hacen las manos.
La piel es la frontera del yo. Ahí comienza el mundo, lo hostil, lo extraño, los otros.
El silencio y la luz
Hasta hace poco se pensaba que la visión se producía por unos rayos que salían de los ojos, algo como la visión telescópica de Supermán. Fue en épocas recientes que comprendimos el funcionamiento del ojo, y tuvimos que esperar hasta Descartes, Newton y Goethe para tener una teoría decente del color.
A pesar de la perfección del mecanismo, los ojos son unos traidores redomados. Nunca nos muestran las cosas al derecho ni con sus verdaderos colores: los recién nacidos lo ven todo patas arriba, y esta es la principal causa de sus problemas de motricidad. Con los días aprenden a enderezar el entuerto, descubren que lo que ven abajo está arriba; pero los ojos nos siguen mostrando, hasta el fin, una imagen invertida del mundo, con el cielo abajo y la tierra arriba, como en cualquier cámara oscura.
Tampoco podemos estar muy seguros de los colores. La superficie de un objeto azul, demos por caso, es una película cuya estructura molecular absorbe todos los colores de la luz blanca y refleja el componente azul. O sea que ese objeto es de todos los colores menos azul.
Además el color depende de la luz. Si se ilumina una habitación oscura con un mechero de alcohol, digamos, los colores de los objetos cambian. Para no enredarnos, hemos convenido en darles a los colores el nombre de la radiación que rechazan al ser iluminados con luz blanca.
En su Historia natural, Plinio el Viejo cuenta que la palabra “pupila” significaba “muñequita” en latín porque cuando los médicos romanos examinaban el iris de sus pacientes veían siempre una muñequita, su propio reflejo.
Una función descuidada
Los olores son tan invisibles como el silencio o como un sí bemol, con la desventaja de que la música tiene un vocabulario muy rico, un largo repertorio de sustantivos para nombrar los sonidos y unidades para medirlos y teorías para conversarlos. Y son verbalmente invisibles porque no tienen nombres. Y como nuestra realidad es gráfica y verbal, lo que no pueda ser visto o nombrado es como si no existiera. Todo esto convierte el mundo de los olores en el capítulo más inédito de las sensaciones.
El lenguaje aún no logra atrapar los olores y debe recurrir siempre, para nombrarlos, a la fuente odorífera, a un símil o a una perífrasis. Así decimos “huele a gas”, a quemado, a tierra mojada, a eucalipto, a pan caliente, lo que es tan pobre como señalar, para nombrarlas, las cosas con el dedo.
Poseemos, en cambio, palabras precisas para nombrar los colores y sabemos clasificar los infinitos matices del espectro luminoso en solo siete grupos, cosa que debemos agradecer por igual a la agudeza de la vista y a los físicos.
Sabemos traducir en palabras las sensaciones del tacto: pegajoso, granulado, suave, áspero, mullido, flácido, firme, terso, rugoso, viscoso, fluido. También las del gusto: ácido, empalagoso, amargo, dulce, salado, crocante, burbujeante, el cuerpo, el bouquet, el espíritu (obsérvese que estos adjetivos no señalan las cosas con el dedo: nombran cualidades en abstracto, sin necesidad de mencionar el nombre de las cosas).
La función olfativa no cuenta, hay que decirlo, con un órgano tan desarrollado como el ojo o el oído. El olfato no distingue matices con tanta fineza como el ojo, ni es capaz de orientarnos con tanta precisión como el oído: cuando percibimos un olor la nariz no sabe decirnos de dónde proviene. Esto tiene serias desventajas: por ejemplo, no sabemos de dónde proviene ese olor a gas, o a bazuco, que estamos empezando a percibir; pero también tiene sus ventajas: permite tirarnos un flato en público con total impunidad. El oído, por el contrario, siempre sabe indicarnos en cuál dirección está la fuente sonora.
El olfato es insensible a olores leves y lo embotan fácilmente los fuertes.
Quizá cuando los perfumistas hagan con los olores lo que han hecho los físicos y los pintores con la luz, y los físicos y los músicos con el sonido, y los poetas descubran para cada olor su verdadero y antiguo nombre, quizás entonces pueda el lenguaje nombrar con precisión el mundo de los olores. Ese día oleremos mejor.
Solo para el oído
Comparado con el ojo, tan moderno, tan digital, el oído resulta demasiado mecánico y resueltamente anacrónico. Todo empieza con algo que vibra: la membrana de un tambor, las cuerdas vocales o el ala de un grillo, y genera en el aire un tren de presiones y descompresiones semejantes a las de un acordeón. Estas ondas golpean el tímpano, una membrana que pone en movimiento tres huesecillos diminutos: el martillo, el yunque y el estribo, un engranaje que parece improvisado por un plomero recursivo con lo primero que encontró a mano. Luego hay otra membrana, un fluido, un tubo en forma de caracol con pelos diminutos que oscilan por la perturbación del fluido y estimulan unas células nerviosas que envían al cerebro un mensaje preciso de tono, timbre e intensidad. Y finalmente es aquí, en el cerebro, donde las cosas realmente suenan. En el mundo exterior no hay chirridos, explosiones ni sinfonías. El universo es profundamente silencioso. Todos los sonidos, los olores, los colores, las texturas y los sabores suceden en la cabeza. Parece que esos lunáticos orientales están en lo cierto y que el mundo, esa realidad exterior tan objetiva y respetable, no pasa de ser una ilusión con prestigio; en el mejor de los casos, una fuente de estímulos fantasmagóricos que toman forma en el cerebro.
Una cualidad interesante del oído es su habilidad para saber de dónde provienen los sonidos. Es una gran ventaja si lo comparamos con la nariz, esa chica despistada.
El oído es también el asiento del sentido del equilibrio: son unos “niveles” cuyos líquidos nos informan al instante sobre la posición de nuestro cuerpo. Cuando tropezamos, por ejemplo, el desnivel de estos líquidos envía un mensaje tan preciso al cerebro que en milésimas de segundo sabemos que hay que alzar un brazo o dar un paso más largo para volver a la decorosa vertical.
Esta relación oído-equilibrio quizás explique también por qué un piropo certero puede hacer trastabillar a la señora más aplomada.
En el brindis las copas se chocan para que todos los sentidos participen de la fiesta. En cierta tribu africana la palabra aaaaha se puede pronunciar de muchas maneras para nombrar cosas diferentísimas. Los aborígenes del norte de Australia delimitan su territorio con “líneas de canto”. Viajan por sus bosques silbando canciones que dicen: “Esta es la tierra del clan de los Abueyí... Vendo huevos de tortuga... El Oblaná viene crecido… El vado más seguro está en el recodo de los naranjos... Tengo una hija casadera... Busco un hombre trabajador y de buen corazón”.
El oído tiene otra cualidad extraordinaria, una suerte de zoom acústico que nos permite aislar, entre la baraúnda de ruidos de una reunión social, digamos, algunos sonidos particulares. Gracias a esta cualidad usted puede ignorar varias conversaciones y concentrarse en lo que se dicen, en el otro extremo del salón, su esposa y el apuesto desconocido que la tiene tan entretenida.
El pan nuestro de cada día
Dime con quién andas y te diré quién eres, dice el refrán. Debería decir “dime qué comes” porque somos más escrupulosos con los alimentos que con las amistades. La comida es la actividad que mayor información brinda sobre los pueblos. A través de ella podemos estudiar los comportamientos de las personas en cualquier circunstancia. La comida preside las bodas y los entierros, sella los pactos de los negocios, es el aperitivo de la seducción y el testigo mudo de las conspiraciones.
Para agasajar a un amigo lo invitamos a un restaurante. Pero si es alguien especial y queremos decirle que lo queremos mucho, lo invitamos a comer en casa, y le decimos “compañero”, vocablo cuya etimología es preciosa: viene de la expresión latina cum panis, “compartir el pan”.
La lengua está llena de metáforas inspiradas en la alimentación. Para aprobar cualquier cosa decimos “me gusta”. A los sucesos nefastos los llamamos “un trago amargo”, el humor negro es “ácido”, una persona bondadosa es “dulce” y los pobres de espíritu son “simples”.
En muchos idiomas, la segunda acepción del verbo “comer tiene connotaciones sexuales, y son innumerables los nombres de alimentos que se usan para nombrar personas provocativas. En español tenemos churro, pimpollo, bizcocho, bombón, media naranja. La francesa le dice a su amante mon petit chou, mi repollito, y para el inglés una mujer atractiva es una crumpet, una tostada cubierta con mermelada y mantequilla.
Nada se le escapa a esa criatura omnívora que es el ser humano. No hay vegetal ni animal que se libre. Los alemanes comen col agria; los japoneses, hongos; los estadounidenses, pepinillos en vinagre, y los colombianos, archucha, brócoli y tomate de árbol. Los masáis beben sangre caliente de vaca, los chinos fritan perros; los santandereanos, hormigas; los italianos, pájaros; los pastusos, ratas, y los franceses, caracoles con ajo. Los minerales, en cambio, no son de nuestro agrado. Solo nos gusta, y mucho, la sal, aprecio que se evidencia en expresiones como “el amor es la sal de la vida”. Producto de la combinación de dos venenos —cloro y sodio—, la sal es más solicitada que todas las especias juntas y más incorruptible que el mismísimo oro; quizá por esto llegó a ser tan apreciada que en muchas regiones se la utilizó como un valor de cambio y dio origen a la palabra “salario”.
La alimentación obedece a un instinto animal, sí, pero también es una operación de alquimia, un ritual ceremonioso porque es el inicio de un proceso mediante el cual el cuerpo convierte los alimentos en sangre y músculos, en ideas y suspiros, en himnos, poemas y ecuaciones.