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El gobierno de Colombia acaba de anunciar el cierre de la frontera con Venezuela, un espacio históricamente integrado de más de 2200 kilómetros. El cierre es la más radical de todas las medidas de contención de la pandemia de COVID-19 tomada en ese país. A primer vistazo, puede parecer una medida coherente para evitar la llegada de más casos importados a Colombia. Un día antes, el ministro Fernando Ruiz había informado decisiones excepcionales como cancelación de eventos de más de 500 personas a nivel nacional, prohibición de desembarcos de cruceros, promoción del teletrabajo y aislamiento preventivo de personas provenientes de países con alta transmisión. Varios epidemiólogos celebramos las medidas que consideramos pertinentes, pero estando atentos a sus efectos económicos y sociales.
El tema de Venezuela había estado en el aire desde el comienzo de la alerta sanitaria de la Organización Mundial de Salud. Tan sólo a través de Cúcuta más de 30 mil personas cruzan a diario, constituyendo un flujo mixto de migrantes venezolanos, refugiados, familias binacionales e indígenas transfronterizos. Este corredor hace parte del fenómeno migratorio de mayor magnitud del mundo en la actualidad, con más de 4 millones de venezolanos que han salido de su país desde 2017, de los cuáles al menos 1,7 millones han llegado a establecerse en Colombia. Sin embargo, otro tanto son migrantes pendulares que cruzan entre ambos países por pocas horas o días para comprar alimentos y medicamentos, y otros cruzan esperando recorrer Colombia, para tratar de llegar a Ecuador, y a través de allí más abajo del continente. Actualmente, la mayoría de cruces que se dan a través de la frontera son de forma irregular, dadas las condiciones políticas y económicas en Venezuela que no permiten conseguir un pasaporte, y las facilidades de la geográficas en donde hay cientos de pequeños pasos conocidos como “trochas”. Se trata además de migrantes “forzados” en su mayoría por el hambre, la desesperanza y la falta de oportunidades.
Quienes promueven y defienden la nueva medida colombiana argumentan que otros países han cerrados sus fronteras. Sin embargo, no es lo mismo cerrar aeropuertos y puertos a turistas, que cerrar una frontera porosa de miles de kilómetros por los que cruzan miles de personas vulnerables, a través de trochas que no se han podido controlar desde el comienzo del fenómeno migratorio. La primera preocupación así que surge es del orden de la viabilidad y sostenibilidad de la decisión. ¿Es posible, en este momento de coyuntura, controlar el paso a través de la frontera? Si la respuesta es que sí, entonces ¿a qué costo humano? Está demostrando que la militarización de las fronteras incrementa los riesgos para los migrantes, y no parece razonable pensar que los migrantes dejarán de llegar a Colombia, cuando para muchos es una necesidad humana y económicas. Si la respuesta es que no, entonces, ¿cómo se realizará la vigilancia epidemiológica de estos migrantes? ¿Cómo se resguardarán los derechos de los migrantes?
Hace algunas semanas en una conferencia el director de la Organización Mundial de la Salud había exhortado a que los países receptores integraran a los migrantes a la respuesta a la pandemia de COVID-19. Bajo una perspectiva de salud global, aunque plantea un gran reto técnico, muchos esperábamos el diseño de estrategias de comunicación para los migrantes, búsqueda activa de casos, aislamiento de sintomáticos y acceso a servicios de salud para los que lo necesiten. La implementación de este plan tendría una gran complejidad técnica, pero era coherente con la política receptora de Colombia, una visión de salud global y el plan colombianos de respuesta del sector salud al fenómeno migratorio. Ciertamente, un plan de esta envergadura requeriría apoyo financiero, pero no menos, pero si más humanitario, que el costo de vigilar una frontera gigantesca; y en un escenario donde el imperativo fuera la vida, debería ser una excepción para que hubiera cooperación técnica entre países, al margen de las relaciones diplomáticas.
La decisión ya fue tomada, y parece poco reversible a corto plazo, pues gozará del apoyo popular frente al miedo que constituye, y con razón, COVID-19. Ha primado la idea de “cuidar a nuestro pueblo”, reforzado la noción de la amenaza externa que varios demagogos en Colombia han usado para legitimar la xenofobia contra los venezolanos. Además de la poca viabilidad, esa priorización en la vida de “los nuestros”, me genera una preocupación profunda por la vida de “los otros”, en esa barrera artificial que hemos creado, porque cultural, y geográficamente casi no existe entre ambos pueblos. Los migrantes venezolanos que intenten cruzar enfrentarán ahora mayores riesgos para sus vidas, si el gobierno decide endurecer los controles, ya que muchos de ellos insistirán en cruzar como es razonable. Si deciden quedarse tendrán que enfrentar la pandemia en un país con un sistema de salud colapsado, sin suministros ni capacidad técnica, donde su probabilidad de morir será mayor si se infectan. Colombia esperará así, a que se sienta segura para volver a abrir la frontera, y en ese camino miles de personas podrían morir no sólo por COVID19, sino por los riesgos asociados a cruzar, además del sufrimiento de la separación de las familias, o la falta de alimentos, suministros y medicamentos.
La epidemia en Colombia puede tardar 14 o 16 semanas en su pico, y en el camino, los venezolanos más vulnerables tendrán que soportar vivir en un país colapsado y no poder huir al único país que hasta hoy les abría las puertas.
*Médico, Maestro en Salud Pública, Doctor en Epidemiología. Coordinador Red de Migración y Salud Profesor, Departamento de Salud Pública, Universidad del Norte.