“Las cárceles en Colombia son fábricas de enfermos”: U. de los Andes y U. de Harvard
Un estudio de ambas universidades reveló que la incidencia de depresión en los internos de la cárcel La Modelo de Bogotá es del 24%, un porcentaje alarmante cuando se compara con el 3,2% de colombianos que, según la Encuesta Nacional de Salud Mental, tienen ese trastorno.
Carolina Lancheros Ruiz
En la cárcel la debilidad no es una opción. Y, sin embargo, reinan el desánimo, la tristeza y la desesperanza. “El encierro mata el corazón, la cabeza y el espíritu”, dice Ye, uno de los tantos hombres que han pasado por ahí. Él estuvo privado de su libertad durante 405 días, contados uno tras otro. Y por eso tiene autoridad para advertir: “Usted llega y comienza una película. Es como entrar en un laberinto de sombras. Hay mucha gente que quiere matarse”.
De acuerdo con el “Estudio de prevalencia de enfermedades crónicas no transmisibles en el sistema penitenciario y carcelario colombiano”, la incidencia de depresión en los internos de la cárcel La Modelo es del 24 %, un porcentaje alarmante cuando se compara con el 3,2 % de colombianos que, según la Encuesta Nacional de Salud Mental, tienen ese trastorno.
La investigación sobre la prevalencia fue realizada en conjunto entre la Facultad de Medicina de la Universidad de los Andes y la Escuela de Salud Pública de Harvard y buscaba identificar el estado de salud física y mental en las cárceles colombianas. Para conocer más de cerca la situación, Nota Uniandina habló con reclusos y exreclusos y consultó otros estudios que apuntan en la misma dirección.
Estos se enmarcan dentro de la realidad de que la depresión es el principal problema de salud mental en el país. Aunque se diagnostica poco y se oculta mucho, es la primera causa de consulta y de problemas laborales como abandono e incapacidades, de acuerdo con Luis Jorge Hernández, doctor en Salud Pública e investigador principal del estudio de los Andes.
De hecho, es uno de los factores más relacionados con la conducta suicida. Según la Organización Mundial de la Salud, la tasa de intentos de quitarse la vida de los condenados es seis veces más alta que la de las personas en libertad. Y esa proporción se eleva a 7,5 cuando se trata de personas en espera de juicio.
El estudio de los Andes y Harvard, realizado entre marzo y noviembre del 2014 con una muestra representativa de 150 reclusos, halló que 30 de ellos “piensan que sería mejor estar muertos o hacerse daño a sí mismos”. De ellos, 18 han albergado ese pensamiento uno que otro día, seis lo han hecho más de la mitad de los días y otros sies lo han considerado todos los días que han estado en prisión.
Durante los tres primeros meses del 2013, el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) reportó que 60 internos de sus cárceles refirieron pensamientos suicidas o intentaron suicidarse. Cinco de ellos lograron consumarlo.
De acuerdo con el estudio “Características del comportamiento suicida en cárceles de Colombia”, realizado por investigadores de la Universidad Pontificia Bolivariana y miembros del Inpec y publicado en la revista Criminalidad, de todos esos casos, el 55 % ocurrió entre el primero y el quinto mes de estadía, el lapso de mayor riesgo de intento suicida, dados los desajustes emocionales que conlleva el cambio de vida de la libertad al encierro.
Pero también se disparan cuando reciben la condena o cuando hay circunstancias familiares adversas. Es lo que aprendió José Abelardo Vélez, un hombre de 61 años que pasó 51 meses en la cárcel y vio morir allí a más de 20 personas. “Los que no se matan, se dejan morir”. Así recuerda a un compañero de patio que, con 71 años, recibió una condena de 18. “Dejó de comer hasta que murió”.
Dicho esto, José Abelardo calla un instante. Una breve pausa en su relato que parece un homenaje a todo ese mundo que dejó atrás al volver a la libertad. En su descripción biográfica cambia el tono cuando habla de la prisión. “Hasta ahí llega la historia de mi vida”, dice como si lo que ha pasado después no correspondiera al verbo vivir.
Es que en las cárceles de Colombia más de la mitad de las personas está de más, los amigos son pocos, un baño se comparte con 200 internos, se almuerza a las 10 a. m., se convive con ratas y la atención primaria de salud la presta un guardia, porque los médicos renuncian al día siguiente de llegar.
Sálvese quien pueda
A todo eso que cuentan quienes han estado allí debieron acostumbrarse solos. “No hay quien cuide a nadie”. Ni siquiera a los enfermos con alzhéimer, con ceguera o con hemiplejías, que requieren un cuidador. Dice José Abelardo que a veces, incluso, duran días con el mismo pañal.
A La Modelo hace tres meses que no llegan los antirretrovirales que requieren los internos con VIH y el mismo director ha tenido que pedir donaciones para conseguir gasas, según relata un guardia que prefiere el anonimato.
Más de un tercio de los reclusos consideran que los servicios de salud en las prisiones son malos y más de la mitad no recibe sus medicamentos, dice un informe de la Defensoría del Pueblo. Así, ¿qué atención pueden esperar aquellos con trastornos mentales?
El documento “Situación de los internos con enfermedad mental sobrevenida en los establecimientos de reclusión del país”, elaborado por la Defensoría del Pueblo, señala que en el área de sanidad de La Modelo hay una médica psiquiatra, que atiende durante cuatro horas al día; un odontólogo, que asiste una vez a la semana; un psicólogo y dos enfermeras (una para el día y otra para la noche).
La depresión no es el único trastorno psicológico que afecta a los internos. Los investigadores de los Andes y Harvard hallaron que en La Modelo el 38 % presenta síntomas de ansiedad. Son personas que se sienten nerviosas, no controlan las preocupaciones y tienen dificultad para relajarse. Esos mismos síntomas los tiene el 2,9 % de la población masculina en Colombia, es decir, su prevalencia es casi 13 veces más alta en la penitenciaría.
La ansiedad se manifiesta con el consumo de cigarrillo. Aunque uno puede llegar a costar mil pesos, en La Modelo el 69 % de los internos fuma o ha fumado, según datos del estudio de los Andes. Una revisión de investigaciones internacionales similares estimó que la prevalencia de tabaquismo en las prisiones es, en promedio, tres veces más alta que en la población general.
A Ye lo dejó su novia cuando estaba preso. Ella no aguantó la situación. Y él empezó a fumar un paquete de cigarrillos al día hasta que le dolieron los pulmones. Ya libre, sentado en un café sobre la calle 19, en pleno centro de Bogotá, se sorprende de sus propios recuerdos.
La libertad no es la solución
El problema está en que en la cárcel se adquieren hábitos no saludables que la mayoría de los internos tiende a conservar al volver a la libertad, explica Luis Jorge Hernández.
El tabaquismo, el sedentarismo y la obesidad estimulan la aparición de enfermedades cardiovasculares, que son la segunda causa de muerte de exreclusos en Estados Unidos, de acuerdo con una retrospectiva realizada entre 1999 y 2003. Señala, además, que aquellos que recuperan la libertad tienen un riesgo de fallecer 3.5 veces más alto que el de la población general.
“La cárcel es una fábrica de enfermos”, asegura de manera rotunda el director del estudio de los Andes. Los que tienen entre 18 y 44 años, están padeciendo enfermedades que se espera se manifiesten alrededor de los 60. “La cárcel envejece a las personas” y las hace vivir menos tiempo y, además, más enfermos, enfatiza el investigador. Es lo que se llama una compresión de la morbilidad.
Y no les pasa solo a los internos. En el año que Ye estuvo internado, su mamá “se volvió viejita”. Porque la depresión y la ansiedad también se extienden al grupo familiar. “Mi ausencia generó desorden en el ánimo de todos”, dice.
La más dura consecuencia del paso por ese laberinto de sombras, como lo llama Ye, es el estigma. Él ya vio la luz, pero hay algo de esa oscuridad que lo persigue. Encontró un trabajo informal en el que no debe dar cuentas de su pasado y por ahora está bien así. Salvo en las noches. A veces, mientras duerme, su mente lo lleva de nuevo a la colchoneta en el piso del pasillo donde dormía.
También en las cárceles se ve el estrés postraumático. En la prisión lo padece el 46 % de los internos. Pero lo que pasa después, nadie lo sabe. En Colombia apenas se están realizando programas piloto de atención y apoyo pospenitenciario con las casas de justicia del Ministerio de Justicia. “Pero no dan abasto”, señala Manuel Iturralde, del Grupo de Investigación en Prisiones, Política Criminal y Seguridad Ciudadana, de los Andes.
A Ye lo despidió un guardia a las 8 de la noche de un sábado. Cumpliendo la tradición de los liberados, escupió tres veces y empezó a andar sin mirar atrás. “La cárcel es maldita y nos vuelve a llamar”, dice. Por eso, al salir de sus pesadillas, agradece estar vivo y despertar libre un día más.
En la cárcel la debilidad no es una opción. Y, sin embargo, reinan el desánimo, la tristeza y la desesperanza. “El encierro mata el corazón, la cabeza y el espíritu”, dice Ye, uno de los tantos hombres que han pasado por ahí. Él estuvo privado de su libertad durante 405 días, contados uno tras otro. Y por eso tiene autoridad para advertir: “Usted llega y comienza una película. Es como entrar en un laberinto de sombras. Hay mucha gente que quiere matarse”.
De acuerdo con el “Estudio de prevalencia de enfermedades crónicas no transmisibles en el sistema penitenciario y carcelario colombiano”, la incidencia de depresión en los internos de la cárcel La Modelo es del 24 %, un porcentaje alarmante cuando se compara con el 3,2 % de colombianos que, según la Encuesta Nacional de Salud Mental, tienen ese trastorno.
La investigación sobre la prevalencia fue realizada en conjunto entre la Facultad de Medicina de la Universidad de los Andes y la Escuela de Salud Pública de Harvard y buscaba identificar el estado de salud física y mental en las cárceles colombianas. Para conocer más de cerca la situación, Nota Uniandina habló con reclusos y exreclusos y consultó otros estudios que apuntan en la misma dirección.
Estos se enmarcan dentro de la realidad de que la depresión es el principal problema de salud mental en el país. Aunque se diagnostica poco y se oculta mucho, es la primera causa de consulta y de problemas laborales como abandono e incapacidades, de acuerdo con Luis Jorge Hernández, doctor en Salud Pública e investigador principal del estudio de los Andes.
De hecho, es uno de los factores más relacionados con la conducta suicida. Según la Organización Mundial de la Salud, la tasa de intentos de quitarse la vida de los condenados es seis veces más alta que la de las personas en libertad. Y esa proporción se eleva a 7,5 cuando se trata de personas en espera de juicio.
El estudio de los Andes y Harvard, realizado entre marzo y noviembre del 2014 con una muestra representativa de 150 reclusos, halló que 30 de ellos “piensan que sería mejor estar muertos o hacerse daño a sí mismos”. De ellos, 18 han albergado ese pensamiento uno que otro día, seis lo han hecho más de la mitad de los días y otros sies lo han considerado todos los días que han estado en prisión.
Durante los tres primeros meses del 2013, el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (Inpec) reportó que 60 internos de sus cárceles refirieron pensamientos suicidas o intentaron suicidarse. Cinco de ellos lograron consumarlo.
De acuerdo con el estudio “Características del comportamiento suicida en cárceles de Colombia”, realizado por investigadores de la Universidad Pontificia Bolivariana y miembros del Inpec y publicado en la revista Criminalidad, de todos esos casos, el 55 % ocurrió entre el primero y el quinto mes de estadía, el lapso de mayor riesgo de intento suicida, dados los desajustes emocionales que conlleva el cambio de vida de la libertad al encierro.
Pero también se disparan cuando reciben la condena o cuando hay circunstancias familiares adversas. Es lo que aprendió José Abelardo Vélez, un hombre de 61 años que pasó 51 meses en la cárcel y vio morir allí a más de 20 personas. “Los que no se matan, se dejan morir”. Así recuerda a un compañero de patio que, con 71 años, recibió una condena de 18. “Dejó de comer hasta que murió”.
Dicho esto, José Abelardo calla un instante. Una breve pausa en su relato que parece un homenaje a todo ese mundo que dejó atrás al volver a la libertad. En su descripción biográfica cambia el tono cuando habla de la prisión. “Hasta ahí llega la historia de mi vida”, dice como si lo que ha pasado después no correspondiera al verbo vivir.
Es que en las cárceles de Colombia más de la mitad de las personas está de más, los amigos son pocos, un baño se comparte con 200 internos, se almuerza a las 10 a. m., se convive con ratas y la atención primaria de salud la presta un guardia, porque los médicos renuncian al día siguiente de llegar.
Sálvese quien pueda
A todo eso que cuentan quienes han estado allí debieron acostumbrarse solos. “No hay quien cuide a nadie”. Ni siquiera a los enfermos con alzhéimer, con ceguera o con hemiplejías, que requieren un cuidador. Dice José Abelardo que a veces, incluso, duran días con el mismo pañal.
A La Modelo hace tres meses que no llegan los antirretrovirales que requieren los internos con VIH y el mismo director ha tenido que pedir donaciones para conseguir gasas, según relata un guardia que prefiere el anonimato.
Más de un tercio de los reclusos consideran que los servicios de salud en las prisiones son malos y más de la mitad no recibe sus medicamentos, dice un informe de la Defensoría del Pueblo. Así, ¿qué atención pueden esperar aquellos con trastornos mentales?
El documento “Situación de los internos con enfermedad mental sobrevenida en los establecimientos de reclusión del país”, elaborado por la Defensoría del Pueblo, señala que en el área de sanidad de La Modelo hay una médica psiquiatra, que atiende durante cuatro horas al día; un odontólogo, que asiste una vez a la semana; un psicólogo y dos enfermeras (una para el día y otra para la noche).
La depresión no es el único trastorno psicológico que afecta a los internos. Los investigadores de los Andes y Harvard hallaron que en La Modelo el 38 % presenta síntomas de ansiedad. Son personas que se sienten nerviosas, no controlan las preocupaciones y tienen dificultad para relajarse. Esos mismos síntomas los tiene el 2,9 % de la población masculina en Colombia, es decir, su prevalencia es casi 13 veces más alta en la penitenciaría.
La ansiedad se manifiesta con el consumo de cigarrillo. Aunque uno puede llegar a costar mil pesos, en La Modelo el 69 % de los internos fuma o ha fumado, según datos del estudio de los Andes. Una revisión de investigaciones internacionales similares estimó que la prevalencia de tabaquismo en las prisiones es, en promedio, tres veces más alta que en la población general.
A Ye lo dejó su novia cuando estaba preso. Ella no aguantó la situación. Y él empezó a fumar un paquete de cigarrillos al día hasta que le dolieron los pulmones. Ya libre, sentado en un café sobre la calle 19, en pleno centro de Bogotá, se sorprende de sus propios recuerdos.
La libertad no es la solución
El problema está en que en la cárcel se adquieren hábitos no saludables que la mayoría de los internos tiende a conservar al volver a la libertad, explica Luis Jorge Hernández.
El tabaquismo, el sedentarismo y la obesidad estimulan la aparición de enfermedades cardiovasculares, que son la segunda causa de muerte de exreclusos en Estados Unidos, de acuerdo con una retrospectiva realizada entre 1999 y 2003. Señala, además, que aquellos que recuperan la libertad tienen un riesgo de fallecer 3.5 veces más alto que el de la población general.
“La cárcel es una fábrica de enfermos”, asegura de manera rotunda el director del estudio de los Andes. Los que tienen entre 18 y 44 años, están padeciendo enfermedades que se espera se manifiesten alrededor de los 60. “La cárcel envejece a las personas” y las hace vivir menos tiempo y, además, más enfermos, enfatiza el investigador. Es lo que se llama una compresión de la morbilidad.
Y no les pasa solo a los internos. En el año que Ye estuvo internado, su mamá “se volvió viejita”. Porque la depresión y la ansiedad también se extienden al grupo familiar. “Mi ausencia generó desorden en el ánimo de todos”, dice.
La más dura consecuencia del paso por ese laberinto de sombras, como lo llama Ye, es el estigma. Él ya vio la luz, pero hay algo de esa oscuridad que lo persigue. Encontró un trabajo informal en el que no debe dar cuentas de su pasado y por ahora está bien así. Salvo en las noches. A veces, mientras duerme, su mente lo lleva de nuevo a la colchoneta en el piso del pasillo donde dormía.
También en las cárceles se ve el estrés postraumático. En la prisión lo padece el 46 % de los internos. Pero lo que pasa después, nadie lo sabe. En Colombia apenas se están realizando programas piloto de atención y apoyo pospenitenciario con las casas de justicia del Ministerio de Justicia. “Pero no dan abasto”, señala Manuel Iturralde, del Grupo de Investigación en Prisiones, Política Criminal y Seguridad Ciudadana, de los Andes.
A Ye lo despidió un guardia a las 8 de la noche de un sábado. Cumpliendo la tradición de los liberados, escupió tres veces y empezó a andar sin mirar atrás. “La cárcel es maldita y nos vuelve a llamar”, dice. Por eso, al salir de sus pesadillas, agradece estar vivo y despertar libre un día más.