Las enfermedades olvidadas que crecen entre la palma y la coca
Los campesinos del Catatumbo (Norte de Santander) que viven cerca de los cultivos de palma de aceite y de coca han empezado a padecer dos de las enfermedades desatendidas del mundo: la leishmaniasis y el chagas. Esos lugares se han convertido en ecosistemas favorables para que proliferen los insectos que las transmiten.
*Efraín Rincón - Ignacio Galán
Lo primero que hace César Ramírez, de 33 años, es arremangarse el jean azul hasta la rodilla y señalar con el dedo una cicatriz en su pantorrilla derecha. El cráter en su piel, de algo más de una pulgada, recuerda la boca de un volcán.
Ramírez –que pidió que le pusiéramos otro nombre por seguridad– cuenta que hace año y medio se encontró con un amigo que le vio una pequeña llaga en la pierna y le dijo: “¡Huevón! Así me comenzó a mí la leishmaniasis”.
En vez de ir al Hospital Regional Norte en el municipio de Tibú, Norte de Santander, donde están acostumbrados a recibir casos de leishmaniasis, fue a una clínica privada para averiguar si tenía la enfermedad. Allá le preguntaron para qué hacerse la prueba “si eso no era leishmaniasis”. En todo caso, como pagó con plata de su bolsillo, le tomaron muestras de la herida y las llevaron al laboratorio. “Como a los cuatro o seis días me entregaron los resultados y salí positivo para leishmaniasis cutánea”, cuenta Ramírez, que vive en Campo Dos, un corregimiento de Tibú.
El temor fue la razón por la que Ramírez no fue al hospital. Tuvo miedo a ser relacionado con los cultivos de coca o con algún grupo al margen de la ley. La leishmaniasis cutánea es una enfermedad que produce úlceras en la piel y es común en las selvas, escenario de la guerra en el Catatumbo y en otras regiones del país. Ha sido estigmatizada como la “enfermedad guerrillera” y con ella quienes la padecen.
Tanto le perturbó esta connotación a Ramírez que adquirió el tratamiento de la enfermedad –un medicamento inyectable llamado Glucantime– a través del mercado negro. Lo mismo había hecho su amigo, el que le advirtió que lo que tenía era leishmaniasis.
A Ramírez le han dicho que, supuestamente, esta enfermedad “solo la hay hacia las zonas más montañosas, donde se la pasa la guerrilla”. De ahí que las personas prefieran hacerle el quite a las preguntas de rigor que hacen en el hospital como ¿Dónde vive? ¿A qué se dedica? O ¿Dónde se contagió?
Él no sabe dónde ni cuándo se infectó. Lo que sí sabe es que fue por una “palomilla”, así le llaman a la pequeña mosquita (del género Lutzomyia) que transmite la enfermedad. Las hembras de este insecto son vectores de al menos veinte especies del parásito Leishmania. El Instituto Nacional de Salud estima que en el país hay aproximadamente 11 millones de personas que están en riesgo de contraer la leishmaniasis.
Ramírez no es el único con una herida en su pierna. A unos 40 kilómetros de Campo Dos, después de coger un desvío de la vía Astilleros-Tibú, está la vereda Cerro González. Esta es una zona minera, ubicada en el municipio de El Zulia, donde también hay cultivos de coca . Allí, en una casa construida con tablas de madera, cuyas habitaciones están separadas con una lona de color verde, vive Jennifer Pérez, de 27 años, junto a sus cinco hijos.
Hace tres años, cuando Pérez estaba embarazada, le apareció una erupción en su tobillo izquierdo y luego una llaga. “Estuve hospitalizada ocho días. No podía caminar, no podía hacer nada”, cuenta. Como estaba a punto de dar a luz, la dieron de alta y comenzó un tratamiento de antibióticos. Se curó. Sin embargo, según ella, no fue por lo que le dieron en el hospital sino porque se mandó a “secretear” la herida. Pérez explica que esos “secretos” se los dio un curandero. Hierbas medicinales, rezos y baños para sanar su enfermedad. “Lo que me curó fue el secreto y se me quitó”, dice.
Pero lo de Jennifer Pérez no era leishmaniasis. En el hospital le dijeron que la picó el pito, un insecto que transmite otro parásito: el Trypanosoma cruzi (“tripa no se asoma en la cruz” – una mnemotecnia para que no se le olvide–). Este parásito causa el mal de Chagas, otra enfermedad que es común en zonas rurales de Centroamérica y Suramérica; afecta a entre 6 y 7 millones de personas en el mundo, según la Organización Mundial de la Salud.
Hace un mes le salió otra herida y cree que otra vez fue un pito. Su herida luce hinchada y la rodean unos halos que van del color morado al rojo intenso. Por temor a que la dejaran hospitalizada y sin quién dejar a sus hijos, no volvió al hospital. “Preferí mil veces ir donde el señor que me había ‘secreteado’ la vez pasada”, agrega. El riesgo es que, sin saber si verdaderamente el parásito sigue en su cuerpo, queda abierta la posibilidad de que sufra consecuencias a largo plazo en su corazón por cuenta del mal de Chagas.
Las marcas en la piel de César Ramírez y de Jeniffer Pérez señalan que ambos han padecido enfermedades “olvidadas” o “desatendidas”. Así agrupa la Organización Mundial de la Salud a la leishmaniasis, al Chagas y a otras 18 condiciones de salud.
Esas heridas también son el reflejo de la transformación de un paisaje hoy dominado por dos monocultivos. El Norte de Santander tiene la mayor cantidad de área sembrada de coca del país (40.000 ha), según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc). Y es, a la vez, la región de mayor producción de palma aceitera. Los datos de Fedepalma, la Federación Nacional de Cultivadores de Palma de Aceite, indican que entre el 2016 y el 2019, las hectáreas sembradas pasaron de 15.224 ha a 25.950, un incremento del 70%.
Para Lina Pinto-García, “las úlceras de leishmaniasis en lugares como Catatumbo o Tumaco no son otra cosa que una forma encarnada de la violencia y la inequidad padecidas por comunidades que no han tenido alternativas de subsistencia más allá de la coca”. Ella es es investigadora del proyecto interdisciplinario Paisajes Enfermizos, una colaboración entre investigadores de Colombia y el Reino Unido, que ha tratado de entender las conexiones entre el deterioro ambiental causado por los cultivos de coca en el Catatumbo y su relación con las enfermedades humanas.
Las cicatrices de Pérez y Ramírez no solo son la señal de que por ahí pasó un insecto y un parásito. Esas marcas también son la evidencia de la estrecha relación entre la salud humana y la ambiental.
Monocultivos: hábitats inesperados
El Catatumbo ha sido un teatro para la guerra rodeado por coca y palma. Son dos fenómenos distintos que están entrelazados. La coca (Erythroxylum coca) entró al territorio a finales de la década de los 80 y desde ahí se ha consolidado como una salida económica para muchos campesinos. Según “Catatumbo: memorias de vida y dignidad”, del Centro Nacional de Memoria Histórica, las comunidades coinciden en que esto tiene que ver con el efecto de las políticas de apertura económica sobre su frágil economía.
El número de hectáreas sembradas ha crecido y para el 2020, según la Unodc, el área ocupada por la coca en el Catatumbo aumentó 21 veces lo que ocupaba 10 años atrás. De acuerdo con el MinAmbiente y el Ideam, hay causas subyacentes como la baja presencia estatal, el precio internacional de la cocaína y las economías ilegales que explicarían este aumento.
La palma aceitera (Elaeis guineensis) llegó a la región en el 2001 como una estrategia del Gobierno colombiano para sustituir a la coca. Arrancó con mil hectáreas; al 2020 ya eran casi 30 mil. Es rentable por la demanda internacional de aceite de palma, por las mismas políticas de sustitución y porque, a diferencia de la coca, es legal y el sector palmero cuenta con incentivos económicos.
“Así como la coca se volvió una solución para el campesino, inclusive para traer el plátano y la yuca a sus casas, con la palma también sucedió lo mismo”, sentencia Jorge Silva, presidente de la Asociación de Juntas de Campo Dos. La expansión de la frontera agrícola, incluidos los cultivos ilícitos, se posiciona como una de las causas principales de la deforestación en el país.
En el Catatumbo hay una escena recurrente en algunas fincas: viviendas rodeadas de unos pocos palos de plátano, yuca o cacao; las gallinas, los conejos, los cerdos y los perros completan el cuadro. Y, alrededor, los monocultivos de palma o coca –algunas veces ambos– cercan la vida de sus habitantes. Esta dinámica estimula los encuentros con insectos vectores Así lo explica Willy Lescano, epidemiólogo que estudia la relación de enfermedades emergentes y el cambio climático: “Ahí es donde se da el contacto y la exposición a la enfermedad y a las picaduras de estos insectos que, en algunos casos, van a estar infectados con el parásito”, agrega.
La palma se ha vuelto popular porque la coca ya no da como antes. César Ramírez cuenta que desde hace seis meses el mercado cocalero está congelado: “no hay una comercialización garantizada para este cultivo” resume. Lo justifica con tres razones: como la pandemia ocasionó que varios cargamentos con pasta base de coca se acumularan, ahora hay sobreoferta. Además, el crecimiento en el consumo de drogas sintéticas estaría golpeando al mercado de la cocaína. Y, finalmente, la extradición de alias “Otoniel”, antiguo jefe del Clan del Golfo, que sacaba 20 toneladas de cocaína al mes fuera del país, también estaría afectando la compra de hoja y pasta de coca.
Eso ha causado que las comunidades campesinas hayan vuelto sus ojos a la palma. Paradójicamente uno de los ecosistemas más favorables para el pito -el insecto que transmite el Chagas– son las palmas, indica Camila González, investigadora del Centro de Investigaciones en Microbiología y Parasitología Tropical (Cimpat). Ella participó en un estudio en el que se concluyó que “en la medida en que estas extensiones aumentan, también lo hacen las densidades poblacionales de todos estos insectos. Eso lleva a que se amplifique la posibilidad de transmisión de los patógenos que ellos transfieren”. Las personas se asientan cerca a los monocultivos de palma, y con ellos animales silvestres y domésticos: más alimento para el pito.
Un volcán en la piel
“En esas áreas donde se concentra la leishmaniasis, la deforestación fue mucho más intensa que en áreas donde la enfermedad no estaba tan presente”, dice Diego Cuadros, un epidemiólogo que investiga la distribución geográfica de las enfermedades. A lo que se refiere es a que hay una correlación entre la presencia de la leishmaniasis con procesos de deforestación.
Cuadros participó en un estudio que se publicó en el 2019, y que intenta entender cómo se relaciona la distribución geográfica de la leishmaniasis cutánea con factores sociales y económicos en Colombia. “Encontramos que hay muchas más áreas con cultivos de coca en esos focos o ‘hotspots’ de leishmaniasis comparados con otras”, comenta Cuadros. Agrega que, aparte de la coca, hay otras actividades como la ganadería o la minería que también se relacionan con la enfermedad.
Sobre la relación “coca-leishmaniasis” Lina Pinto- García, lideresa de la investigación, opina que “la manera en que la leishmaniasis se transmite, se entiende y se afronta en estos lugares emblemáticos del mal llamado posconflicto nos habla muy directamente sobre las enormes brechas de inequidad que continúan separando la salud rural de la urbana”.
Todo lo anterior se estaría recrudeciendo con la crisis climática, especialmente con el rápido aumento de la temperatura. “Tiene múltiples efectos que afectan la transmisión de las enfermedades”, indica el investigador Willy Lescano. La evidencia sugiere que este incremento contribuiría al aumento de las cantidades de pito. También se ha observado que estos cambios de temperatura estarían relacionados con la migración de vectores, pues se moverían buscando condiciones ideales, tal como está sucediendo con la malaria y la leishmaniasis. Según el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), se espera que el riesgo de contraer enfermedades transmitidas por insectos sea mayor ante cualquier escenario de aumento en la temperatura.
Los grandes retos de una pequeña herida
Olga Rodriguez, de 58 años, está sentada en una silla blanca. Lleva puesta una blusa verde limón que se entremezcla entre otros verdes de árboles frutales y de plántulas de palma aceitera esperando a ser sembradas. Es lideresa de la comunidad de la vereda La Selva, ubicada a unas dos horas en moto desde el casco urbano de Tibú, y contrajo leishmaniasis cuando era muy pequeña.
Las palabras de Rodríguez hacen eco con las de otros habitantes: “estoy un poco confundida entre la enfermedad de la leishmaniasis y la de Chagas”. Para ella, ambas enfermedades son lo mismo.
Pero no es así: la leishmaniasis es una enfermedad transmitida por una mosca y se manifiesta en la piel. El Chagas, por su parte, es transmitido por un insecto rastrero -el pito- y si no se detecta a tiempo, puede generar problemas en el sistema digestivo y en el corazón, incluso décadas después de la picadura. Pero la leishmaniasis también se conoce popularmente como “pito”, lo que genera un malentendido. Así lo detectó en su investigación Sandra Patiño Londoño, una antropóloga de la Universidad de Antioquia. “Cuando la gente ve el pito [el insecto] lo asocia con leishmaniasis. Pero para la mayoría de las personas en el país, el Chagas es desconocido”, explica.
Este enredo entre nombres no es un detalle menor. Sin saber a ciencia cierta cuál enfermedad es cuál, muchos habitantes terminan por automedicarse o recurrir a lo que ellos llaman “secretos”. Esto implicaría que puede haber personas que no son diagnosticadas y no pueden acceder al tratamiento recomendado.
El problema se ahonda aún más por la dificultad de acceso a centros de salud. Aparte del largo tiempo que toma movilizarse desde veredas como La Selva hasta el casco urbano de Tibú -y en el caso de algunos desafortunados, hasta Cúcuta- hay que atravesar trochas y carreteras en mal estado. Si llueve, cuenta Rodriguez, es más complicado. “Imagínese cuando se sale un río. Nosotros tenemos que esperar dos, tres o más horas hasta que baje para poder pasar. Si no, muchas veces toca devolvernos”, agrega. La situación se repite en otras regiones del Catatumbo.
Existen más obstáculos: “La gente es muy hermética con la información por todo lo que ha pasado en el conflicto armado”, comenta Mauricio Álvarez, presidente de la Asociación de Juntas de la Zona 4 de La Gabarra, un corregimiento de zona rural, a unas dos horas de la cabecera municipal de Tibú. Por el estigma de la leishmaniasis, las personas prefieren acudir a las farmacias o centros clínicos clandestinos. Incluso, hay habitantes que sí se acercan al centro de salud, pero “dan otro nombre o número de celular diferente para que no los contacten”, dice.
Desde un consultorio en el hospital de La Gabarra, el enfermero jefe, Javier Gutiérrez, reconoce que estos son puntos débiles que tiene el sistema de salud en el Catatumbo. Si los pacientes dejan de acudir a hospitales, esa información no queda notificada: “Si una farmacia hace su tratamiento y el paciente se sana, muy bien por él. Pero el problema es que no queda en el reporte que aquí sí hay casos de leishmaniasis”, aclara Gutierrez.
De acuerdo a cifras del IDS, entre el 2010 y el 2020 se han registrado 3.769 casos de leishmaniasis en Norte de Santander. Probablemente esta no sea una cifra que refleje la realidad, dada la cantidad de personas que nunca fueron o dejaron de ir al centro de salud. “Sí, claro, puede haber subregistro”, nos dijo Carlos Martinez, el director del IDS.
Otra debilidad del sistema de salud es que hay pacientes que se retiran a la mitad del camino. Una persona con leishmaniasis, cuando logra llegar a un centro de salud con la capacidad y el personal para diagnosticar y tratar la enfermedad, tiene que pasar por varias etapas. Si el diagnóstico es positivo, debe hacerse varias pruebas de laboratorio para determinar si tiene un estado de salud capaz de soportar el tratamiento antileishmania. Si es así, el centro de salud debe solicitar al IDS el medicamento y, una vez esta institución haya tramitado el caso, envía las ampollas para que el paciente sea tratado. Con base en las cuentas que hace Gutierrez, todo eso puede demorar hasta más de 30 días. Este enfermero relata que durante ese proceso ha habido casos en que las personas sienten una mejoría y no vuelven: “A veces, esa leve mejoría para ellas es sanarse. Entonces, se van para el país vecino y ahí tenemos una pérdida”, completa Gutierrez.
Pero quizás uno de los problemas más profundos es el medicamento que se usa en Colombia y otros países contra la infección. El Glucantime es un fármaco altamente tóxico que fue desarrollado durante la segunda guerra mundial. Aunque combaten al parásito, las inyecciones de Glucantime son dolorosas, “pueden producir dolor en los músculos, en los huesos, fiebre y malestar general. Y en casos más graves: falla renal, hepática o cardíaca”, explica Juliana Quintero, una médica paisa que hace parte del Programa de estudio y control de enfermedades tropicales (Pecet) de la Universidad de Antioquia. Ante esto, Pinto-García señala una paradoja, “En Colombia se sigue administrando de manera sistémica un tratamiento potencialmente mortal para afrontar una enfermedad como la leishmaniasis, que no causa la muerte y que en muchos casos se puede tratar de otras formas menos dañinas”.
Dada la agresividad del Glucantime, Quintero es enfática en la necesidad de conocer el estado del paciente antes de comenzar con el tratamiento. Meticulosamente nombra los exámenes que hay que pedir para saberlo: de sangre, del riñón, del hígado, de azúcar, del páncreas y un electrocardiograma del corazón para mirar cómo está, “¡porque si hay alguna alteración no se puede pedir el tratamiento!”, añade.
Pese a todo lo anterior, y como este medicamento es de control estatal, la gente se va por el mercado paralelo del Glucantime. Donde César Ramírez – con quien comenzó esta historia– y su amigo obtuvieron sus ampollas.
Aunque no es clara la fuente de este mercado, Ramírez indica que parte podría provenir del ejército: “hay alguien que lo saca de allá y lo vende a las personas que lo comercializan”. En esta economía paralela, por lo general, los precios para acceder a estas alternativas son altos y por eso la gente solo obtiene una cantidad limitada de inyecciones, “lo que da como resultado un tratamiento deficiente e ineficaz, y el riesgo de desarrollar parásitos resistentes a los medicamentos”, explica Koert Ritmeijerlider del área de enfermedades tropicales desatendidas de Médicos Sin Fronteras.
La situación en el Catatumbo recalca que el camino para tratar una enfermedad como la leishmaniasis –o el Chagas– es largo y enrevesado. La región tiene los factores necesarios para seguir enfermando al ambiente y con ello a sus habitantes. Allí, donde la Paz ha sido inasible, como en muchas otras regiones, hay varias marcas que recuerdan lo complejo del problema: los incontables parches de cultivo de coca y las interminables hileras de palma que desaparecen a los bosques, los grafitis en las paredes y otras, menos evidentes a la vista, en la piel del campesino.
* Este reportaje se hizo en alianza con el proyecto Paisajes Enfermizos y fue realizado con una beca otorgada por la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS).
Lo primero que hace César Ramírez, de 33 años, es arremangarse el jean azul hasta la rodilla y señalar con el dedo una cicatriz en su pantorrilla derecha. El cráter en su piel, de algo más de una pulgada, recuerda la boca de un volcán.
Ramírez –que pidió que le pusiéramos otro nombre por seguridad– cuenta que hace año y medio se encontró con un amigo que le vio una pequeña llaga en la pierna y le dijo: “¡Huevón! Así me comenzó a mí la leishmaniasis”.
En vez de ir al Hospital Regional Norte en el municipio de Tibú, Norte de Santander, donde están acostumbrados a recibir casos de leishmaniasis, fue a una clínica privada para averiguar si tenía la enfermedad. Allá le preguntaron para qué hacerse la prueba “si eso no era leishmaniasis”. En todo caso, como pagó con plata de su bolsillo, le tomaron muestras de la herida y las llevaron al laboratorio. “Como a los cuatro o seis días me entregaron los resultados y salí positivo para leishmaniasis cutánea”, cuenta Ramírez, que vive en Campo Dos, un corregimiento de Tibú.
El temor fue la razón por la que Ramírez no fue al hospital. Tuvo miedo a ser relacionado con los cultivos de coca o con algún grupo al margen de la ley. La leishmaniasis cutánea es una enfermedad que produce úlceras en la piel y es común en las selvas, escenario de la guerra en el Catatumbo y en otras regiones del país. Ha sido estigmatizada como la “enfermedad guerrillera” y con ella quienes la padecen.
Tanto le perturbó esta connotación a Ramírez que adquirió el tratamiento de la enfermedad –un medicamento inyectable llamado Glucantime– a través del mercado negro. Lo mismo había hecho su amigo, el que le advirtió que lo que tenía era leishmaniasis.
A Ramírez le han dicho que, supuestamente, esta enfermedad “solo la hay hacia las zonas más montañosas, donde se la pasa la guerrilla”. De ahí que las personas prefieran hacerle el quite a las preguntas de rigor que hacen en el hospital como ¿Dónde vive? ¿A qué se dedica? O ¿Dónde se contagió?
Él no sabe dónde ni cuándo se infectó. Lo que sí sabe es que fue por una “palomilla”, así le llaman a la pequeña mosquita (del género Lutzomyia) que transmite la enfermedad. Las hembras de este insecto son vectores de al menos veinte especies del parásito Leishmania. El Instituto Nacional de Salud estima que en el país hay aproximadamente 11 millones de personas que están en riesgo de contraer la leishmaniasis.
Ramírez no es el único con una herida en su pierna. A unos 40 kilómetros de Campo Dos, después de coger un desvío de la vía Astilleros-Tibú, está la vereda Cerro González. Esta es una zona minera, ubicada en el municipio de El Zulia, donde también hay cultivos de coca . Allí, en una casa construida con tablas de madera, cuyas habitaciones están separadas con una lona de color verde, vive Jennifer Pérez, de 27 años, junto a sus cinco hijos.
Hace tres años, cuando Pérez estaba embarazada, le apareció una erupción en su tobillo izquierdo y luego una llaga. “Estuve hospitalizada ocho días. No podía caminar, no podía hacer nada”, cuenta. Como estaba a punto de dar a luz, la dieron de alta y comenzó un tratamiento de antibióticos. Se curó. Sin embargo, según ella, no fue por lo que le dieron en el hospital sino porque se mandó a “secretear” la herida. Pérez explica que esos “secretos” se los dio un curandero. Hierbas medicinales, rezos y baños para sanar su enfermedad. “Lo que me curó fue el secreto y se me quitó”, dice.
Pero lo de Jennifer Pérez no era leishmaniasis. En el hospital le dijeron que la picó el pito, un insecto que transmite otro parásito: el Trypanosoma cruzi (“tripa no se asoma en la cruz” – una mnemotecnia para que no se le olvide–). Este parásito causa el mal de Chagas, otra enfermedad que es común en zonas rurales de Centroamérica y Suramérica; afecta a entre 6 y 7 millones de personas en el mundo, según la Organización Mundial de la Salud.
Hace un mes le salió otra herida y cree que otra vez fue un pito. Su herida luce hinchada y la rodean unos halos que van del color morado al rojo intenso. Por temor a que la dejaran hospitalizada y sin quién dejar a sus hijos, no volvió al hospital. “Preferí mil veces ir donde el señor que me había ‘secreteado’ la vez pasada”, agrega. El riesgo es que, sin saber si verdaderamente el parásito sigue en su cuerpo, queda abierta la posibilidad de que sufra consecuencias a largo plazo en su corazón por cuenta del mal de Chagas.
Las marcas en la piel de César Ramírez y de Jeniffer Pérez señalan que ambos han padecido enfermedades “olvidadas” o “desatendidas”. Así agrupa la Organización Mundial de la Salud a la leishmaniasis, al Chagas y a otras 18 condiciones de salud.
Esas heridas también son el reflejo de la transformación de un paisaje hoy dominado por dos monocultivos. El Norte de Santander tiene la mayor cantidad de área sembrada de coca del país (40.000 ha), según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc). Y es, a la vez, la región de mayor producción de palma aceitera. Los datos de Fedepalma, la Federación Nacional de Cultivadores de Palma de Aceite, indican que entre el 2016 y el 2019, las hectáreas sembradas pasaron de 15.224 ha a 25.950, un incremento del 70%.
Para Lina Pinto-García, “las úlceras de leishmaniasis en lugares como Catatumbo o Tumaco no son otra cosa que una forma encarnada de la violencia y la inequidad padecidas por comunidades que no han tenido alternativas de subsistencia más allá de la coca”. Ella es es investigadora del proyecto interdisciplinario Paisajes Enfermizos, una colaboración entre investigadores de Colombia y el Reino Unido, que ha tratado de entender las conexiones entre el deterioro ambiental causado por los cultivos de coca en el Catatumbo y su relación con las enfermedades humanas.
Las cicatrices de Pérez y Ramírez no solo son la señal de que por ahí pasó un insecto y un parásito. Esas marcas también son la evidencia de la estrecha relación entre la salud humana y la ambiental.
Monocultivos: hábitats inesperados
El Catatumbo ha sido un teatro para la guerra rodeado por coca y palma. Son dos fenómenos distintos que están entrelazados. La coca (Erythroxylum coca) entró al territorio a finales de la década de los 80 y desde ahí se ha consolidado como una salida económica para muchos campesinos. Según “Catatumbo: memorias de vida y dignidad”, del Centro Nacional de Memoria Histórica, las comunidades coinciden en que esto tiene que ver con el efecto de las políticas de apertura económica sobre su frágil economía.
El número de hectáreas sembradas ha crecido y para el 2020, según la Unodc, el área ocupada por la coca en el Catatumbo aumentó 21 veces lo que ocupaba 10 años atrás. De acuerdo con el MinAmbiente y el Ideam, hay causas subyacentes como la baja presencia estatal, el precio internacional de la cocaína y las economías ilegales que explicarían este aumento.
La palma aceitera (Elaeis guineensis) llegó a la región en el 2001 como una estrategia del Gobierno colombiano para sustituir a la coca. Arrancó con mil hectáreas; al 2020 ya eran casi 30 mil. Es rentable por la demanda internacional de aceite de palma, por las mismas políticas de sustitución y porque, a diferencia de la coca, es legal y el sector palmero cuenta con incentivos económicos.
“Así como la coca se volvió una solución para el campesino, inclusive para traer el plátano y la yuca a sus casas, con la palma también sucedió lo mismo”, sentencia Jorge Silva, presidente de la Asociación de Juntas de Campo Dos. La expansión de la frontera agrícola, incluidos los cultivos ilícitos, se posiciona como una de las causas principales de la deforestación en el país.
En el Catatumbo hay una escena recurrente en algunas fincas: viviendas rodeadas de unos pocos palos de plátano, yuca o cacao; las gallinas, los conejos, los cerdos y los perros completan el cuadro. Y, alrededor, los monocultivos de palma o coca –algunas veces ambos– cercan la vida de sus habitantes. Esta dinámica estimula los encuentros con insectos vectores Así lo explica Willy Lescano, epidemiólogo que estudia la relación de enfermedades emergentes y el cambio climático: “Ahí es donde se da el contacto y la exposición a la enfermedad y a las picaduras de estos insectos que, en algunos casos, van a estar infectados con el parásito”, agrega.
La palma se ha vuelto popular porque la coca ya no da como antes. César Ramírez cuenta que desde hace seis meses el mercado cocalero está congelado: “no hay una comercialización garantizada para este cultivo” resume. Lo justifica con tres razones: como la pandemia ocasionó que varios cargamentos con pasta base de coca se acumularan, ahora hay sobreoferta. Además, el crecimiento en el consumo de drogas sintéticas estaría golpeando al mercado de la cocaína. Y, finalmente, la extradición de alias “Otoniel”, antiguo jefe del Clan del Golfo, que sacaba 20 toneladas de cocaína al mes fuera del país, también estaría afectando la compra de hoja y pasta de coca.
Eso ha causado que las comunidades campesinas hayan vuelto sus ojos a la palma. Paradójicamente uno de los ecosistemas más favorables para el pito -el insecto que transmite el Chagas– son las palmas, indica Camila González, investigadora del Centro de Investigaciones en Microbiología y Parasitología Tropical (Cimpat). Ella participó en un estudio en el que se concluyó que “en la medida en que estas extensiones aumentan, también lo hacen las densidades poblacionales de todos estos insectos. Eso lleva a que se amplifique la posibilidad de transmisión de los patógenos que ellos transfieren”. Las personas se asientan cerca a los monocultivos de palma, y con ellos animales silvestres y domésticos: más alimento para el pito.
Un volcán en la piel
“En esas áreas donde se concentra la leishmaniasis, la deforestación fue mucho más intensa que en áreas donde la enfermedad no estaba tan presente”, dice Diego Cuadros, un epidemiólogo que investiga la distribución geográfica de las enfermedades. A lo que se refiere es a que hay una correlación entre la presencia de la leishmaniasis con procesos de deforestación.
Cuadros participó en un estudio que se publicó en el 2019, y que intenta entender cómo se relaciona la distribución geográfica de la leishmaniasis cutánea con factores sociales y económicos en Colombia. “Encontramos que hay muchas más áreas con cultivos de coca en esos focos o ‘hotspots’ de leishmaniasis comparados con otras”, comenta Cuadros. Agrega que, aparte de la coca, hay otras actividades como la ganadería o la minería que también se relacionan con la enfermedad.
Sobre la relación “coca-leishmaniasis” Lina Pinto- García, lideresa de la investigación, opina que “la manera en que la leishmaniasis se transmite, se entiende y se afronta en estos lugares emblemáticos del mal llamado posconflicto nos habla muy directamente sobre las enormes brechas de inequidad que continúan separando la salud rural de la urbana”.
Todo lo anterior se estaría recrudeciendo con la crisis climática, especialmente con el rápido aumento de la temperatura. “Tiene múltiples efectos que afectan la transmisión de las enfermedades”, indica el investigador Willy Lescano. La evidencia sugiere que este incremento contribuiría al aumento de las cantidades de pito. También se ha observado que estos cambios de temperatura estarían relacionados con la migración de vectores, pues se moverían buscando condiciones ideales, tal como está sucediendo con la malaria y la leishmaniasis. Según el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), se espera que el riesgo de contraer enfermedades transmitidas por insectos sea mayor ante cualquier escenario de aumento en la temperatura.
Los grandes retos de una pequeña herida
Olga Rodriguez, de 58 años, está sentada en una silla blanca. Lleva puesta una blusa verde limón que se entremezcla entre otros verdes de árboles frutales y de plántulas de palma aceitera esperando a ser sembradas. Es lideresa de la comunidad de la vereda La Selva, ubicada a unas dos horas en moto desde el casco urbano de Tibú, y contrajo leishmaniasis cuando era muy pequeña.
Las palabras de Rodríguez hacen eco con las de otros habitantes: “estoy un poco confundida entre la enfermedad de la leishmaniasis y la de Chagas”. Para ella, ambas enfermedades son lo mismo.
Pero no es así: la leishmaniasis es una enfermedad transmitida por una mosca y se manifiesta en la piel. El Chagas, por su parte, es transmitido por un insecto rastrero -el pito- y si no se detecta a tiempo, puede generar problemas en el sistema digestivo y en el corazón, incluso décadas después de la picadura. Pero la leishmaniasis también se conoce popularmente como “pito”, lo que genera un malentendido. Así lo detectó en su investigación Sandra Patiño Londoño, una antropóloga de la Universidad de Antioquia. “Cuando la gente ve el pito [el insecto] lo asocia con leishmaniasis. Pero para la mayoría de las personas en el país, el Chagas es desconocido”, explica.
Este enredo entre nombres no es un detalle menor. Sin saber a ciencia cierta cuál enfermedad es cuál, muchos habitantes terminan por automedicarse o recurrir a lo que ellos llaman “secretos”. Esto implicaría que puede haber personas que no son diagnosticadas y no pueden acceder al tratamiento recomendado.
El problema se ahonda aún más por la dificultad de acceso a centros de salud. Aparte del largo tiempo que toma movilizarse desde veredas como La Selva hasta el casco urbano de Tibú -y en el caso de algunos desafortunados, hasta Cúcuta- hay que atravesar trochas y carreteras en mal estado. Si llueve, cuenta Rodriguez, es más complicado. “Imagínese cuando se sale un río. Nosotros tenemos que esperar dos, tres o más horas hasta que baje para poder pasar. Si no, muchas veces toca devolvernos”, agrega. La situación se repite en otras regiones del Catatumbo.
Existen más obstáculos: “La gente es muy hermética con la información por todo lo que ha pasado en el conflicto armado”, comenta Mauricio Álvarez, presidente de la Asociación de Juntas de la Zona 4 de La Gabarra, un corregimiento de zona rural, a unas dos horas de la cabecera municipal de Tibú. Por el estigma de la leishmaniasis, las personas prefieren acudir a las farmacias o centros clínicos clandestinos. Incluso, hay habitantes que sí se acercan al centro de salud, pero “dan otro nombre o número de celular diferente para que no los contacten”, dice.
Desde un consultorio en el hospital de La Gabarra, el enfermero jefe, Javier Gutiérrez, reconoce que estos son puntos débiles que tiene el sistema de salud en el Catatumbo. Si los pacientes dejan de acudir a hospitales, esa información no queda notificada: “Si una farmacia hace su tratamiento y el paciente se sana, muy bien por él. Pero el problema es que no queda en el reporte que aquí sí hay casos de leishmaniasis”, aclara Gutierrez.
De acuerdo a cifras del IDS, entre el 2010 y el 2020 se han registrado 3.769 casos de leishmaniasis en Norte de Santander. Probablemente esta no sea una cifra que refleje la realidad, dada la cantidad de personas que nunca fueron o dejaron de ir al centro de salud. “Sí, claro, puede haber subregistro”, nos dijo Carlos Martinez, el director del IDS.
Otra debilidad del sistema de salud es que hay pacientes que se retiran a la mitad del camino. Una persona con leishmaniasis, cuando logra llegar a un centro de salud con la capacidad y el personal para diagnosticar y tratar la enfermedad, tiene que pasar por varias etapas. Si el diagnóstico es positivo, debe hacerse varias pruebas de laboratorio para determinar si tiene un estado de salud capaz de soportar el tratamiento antileishmania. Si es así, el centro de salud debe solicitar al IDS el medicamento y, una vez esta institución haya tramitado el caso, envía las ampollas para que el paciente sea tratado. Con base en las cuentas que hace Gutierrez, todo eso puede demorar hasta más de 30 días. Este enfermero relata que durante ese proceso ha habido casos en que las personas sienten una mejoría y no vuelven: “A veces, esa leve mejoría para ellas es sanarse. Entonces, se van para el país vecino y ahí tenemos una pérdida”, completa Gutierrez.
Pero quizás uno de los problemas más profundos es el medicamento que se usa en Colombia y otros países contra la infección. El Glucantime es un fármaco altamente tóxico que fue desarrollado durante la segunda guerra mundial. Aunque combaten al parásito, las inyecciones de Glucantime son dolorosas, “pueden producir dolor en los músculos, en los huesos, fiebre y malestar general. Y en casos más graves: falla renal, hepática o cardíaca”, explica Juliana Quintero, una médica paisa que hace parte del Programa de estudio y control de enfermedades tropicales (Pecet) de la Universidad de Antioquia. Ante esto, Pinto-García señala una paradoja, “En Colombia se sigue administrando de manera sistémica un tratamiento potencialmente mortal para afrontar una enfermedad como la leishmaniasis, que no causa la muerte y que en muchos casos se puede tratar de otras formas menos dañinas”.
Dada la agresividad del Glucantime, Quintero es enfática en la necesidad de conocer el estado del paciente antes de comenzar con el tratamiento. Meticulosamente nombra los exámenes que hay que pedir para saberlo: de sangre, del riñón, del hígado, de azúcar, del páncreas y un electrocardiograma del corazón para mirar cómo está, “¡porque si hay alguna alteración no se puede pedir el tratamiento!”, añade.
Pese a todo lo anterior, y como este medicamento es de control estatal, la gente se va por el mercado paralelo del Glucantime. Donde César Ramírez – con quien comenzó esta historia– y su amigo obtuvieron sus ampollas.
Aunque no es clara la fuente de este mercado, Ramírez indica que parte podría provenir del ejército: “hay alguien que lo saca de allá y lo vende a las personas que lo comercializan”. En esta economía paralela, por lo general, los precios para acceder a estas alternativas son altos y por eso la gente solo obtiene una cantidad limitada de inyecciones, “lo que da como resultado un tratamiento deficiente e ineficaz, y el riesgo de desarrollar parásitos resistentes a los medicamentos”, explica Koert Ritmeijerlider del área de enfermedades tropicales desatendidas de Médicos Sin Fronteras.
La situación en el Catatumbo recalca que el camino para tratar una enfermedad como la leishmaniasis –o el Chagas– es largo y enrevesado. La región tiene los factores necesarios para seguir enfermando al ambiente y con ello a sus habitantes. Allí, donde la Paz ha sido inasible, como en muchas otras regiones, hay varias marcas que recuerdan lo complejo del problema: los incontables parches de cultivo de coca y las interminables hileras de palma que desaparecen a los bosques, los grafitis en las paredes y otras, menos evidentes a la vista, en la piel del campesino.
* Este reportaje se hizo en alianza con el proyecto Paisajes Enfermizos y fue realizado con una beca otorgada por la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS).