Las líneas grises: lo que he aprendido de la última etapa del cáncer
Me siento orgullosa del camino cancerígeno que he recorrido, pero son cada vez menos las cosas que puedo disfrutar plenamente, lo que me manda la señal de que ya viene siendo hora de parar. Para mis propios estándares iniciales le he dado varios chances a la vida y me siento muy complacida de haber vivido lo que viví,
Tatiana Andia
En octubre de 2024, trataron mis tumores cerebrales con una técnica que se llama radiocirugía. Es un avance tecnológico que ofrece una alternativa a la cirugía con escalpelo que extraería los tumores para contener su avance por dosis altas, pero precisas de radiación, para generar un efecto similar de contención. El método promete menores efectos adversos y menores riesgos de afectar otras áreas sanas del cerebro por error.
Cuando el equipo de radioterapia me propuso esta alternativa decidí aceptar porque sus beneficios parecían superar de lejos sus riesgos. En general, mi aproximación al cáncer ha sido como mi aproximación a la vida misma. Le llamo el “ahí vamos viendo”. Digamos que es una aproximación que reemplaza el foco en la planeación y la predictibilidad, o la certeza, por el foco en la intuición y en cómo se sienten las cosas a medida que se van experimentando.
Esta aproximación siempre me ha parecido una forma efectiva de enfrentar la incertidumbre inevitable de la vida. Si no se puede controlar la forma en la que se desenlazan los acontecimientos, tal vez lo mejor que podemos hacer es experimentarlos con la mayor intensidad posible e ir tomando decisiones con base en cómo se siente la experiencia de la decisión anterior. Describir esta filosofía de vida, en sentido amplio, es difícil. Pero describirla como método para la toma de decisiones terapéuticas puede ser más fácil.
Básicamente, el método consiste en juzgar, con los elementos de juicio disponibles, para optar o no por una alternativa terapéutica que suena razonable. Es decir, si sus posibles beneficios superan sus posibles riesgos. Una vez se evalúa y pondera eso, y teniendo en cuenta que nunca será posible contemplar y medir todos los riesgos, no queda más que lanzarse, sin mente. Porque seguir tratando de justificar la decisión solo tiene el potencial de torturarlo a uno, especialmente si no resulta como uno esperaba inicialmente. Eso exactamente fue lo que hice con la decisión de si animarme o no a la radiocirugía. Pero recordar ese momento me hace pensar que hay otro requisito no suficiente, pero sí necesario, de la filosofía del “ahí vamos viendo” y es que nada está tallado en piedra. O, si se quiere, toda línea roja es susceptible de convertirse en una línea gris.
Para ilustrar este punto, en un principio yo había pensado que no me iba a dejar tocar el cerebro de ninguna forma. Ni con cirugía ni con radioterapia. Lo que, en su momento, tenía sentido, dado lo etéreo que hasta ese momento era el fenómeno (solo sabía que había unas metástasis en el cerebro, pero no tenía muchos síntomas) y dado lo importante que es el cerebro para mi vida y mi identidad. Pero el “ahí vamos viendo” es dinámico, como su nombre lo indica, y valora más la incorporación de elementos nuevos y la deliberación que la coherencia de principios. Entonces, finalmente, me animé a la famosa radiocirugía.
Resultó ser un proceso bastante más complejo y tortuoso de lo que había anticipado y estuve a punto de tirar la toalla en varios momentos. Deliberando en familia y con el equipo médico, continué y terminé las sesiones, pero para sorpresa de todos convulsioné. No le deseo eso a nadie ni entendí bien las dimensiones de lo que eso implicaba. Pasé a sentirme como si estuviera en lo que en ese momento describí como una bolsa, una caja o una escafandra. Aluciné también, lo que me pareció solo comparable a mis experiencias previas con el LSD. Entiendo perfectamente como alguien que nunca haya experimentado con drogas psicodélicas podría enloquecerse ante esos síntomas desconocidos. De hecho es eso lo que pasa con los jugadores de fútbol americano que sufren CTE o encefalopatía traumática crónica. Describen que tienen síntomas parecidos a los míos pero como no saben a qué se deben, se desorientan, deprimen y hasta pueden llegar a suicidarse.
Yo perdí la conexión con el resto del mundo y al no poder describir bien cómo se sentía lo que me estaba pasando, comencé a usar la metáfora de sentirme como dentro de una bolsa de papel, o dentro de una caja de cartón, o dentro de una escafandra. Las metáforas eran claramente insuficientes.
Luego perdí el equilibrio y luego la fuerza o la capacidad de respuesta de la pierna, el pie y la mano izquierdas. Entre eso y la ceguera parcial del ojo izquierdo, se hizo necesaria la ayuda de un lazarilllo para ir a todas partes y la ayuda para funciones básicas como cortar la comida.
Andrés Elías me llevaba al baño con paciencia y mi padre lo reemplazaba cuando él no podía. Al punto en que se llamaron entre ellos lazarillo 1 y lazarillo 2 para diferenciarse. Luego eso derivó solo en un simple 1 y 2. Se volvió imposible también vestirme sola, no le encontraba el derecho a los pantalones y camisas y meter la mano y el pie izquierdo se convirtió en un viacrucis que me frustraba hasta el punto en que sucumbí a ataques de rabia por los que muchas veces terminé lanzando a la mierda la camisa o el pantalón. O, incluso, lanzándoselos en la cara a Andrés Elías o a mi padre cuando intentaban ayudar.
Durante todo ese tiempo nunca perdí la esperanza de que un día, de repente, pudiera descubrirme fuera de la bolsa. Y hubo uno que otro minuto, de uno que otro día, en que pareció que así era. Un día vinieron unos amigos, chefs talentosos, a prepararme una langosta asada traída de La Guajira. Pusimos música, comimos y cantamos a grito herido en la terraza. Creo que todo el barrio se enteró, como a veces creo que todo el barrio se entera de cómo me estoy muriendo. Bueno, pues cuál sería mi felicidad mientras estaba comiendo langosta, que por primera vez sentí que estaba por fuera de la bolsa, por casi 40 minutos.
Recuerdo haberles dicho a todos los participantes que oía las cosas bien, al volumen que recordaba como real. Saboreaba la comida con el gusto que recordaba tenerle y hasta me animé a pararme a bailar un merengue, aunque apenas podía mover los pies y tuve que estar muy agarrada de Andrés Elías para mantener el equilibrio. Desde ese día comencé a medir, a monitorear y a medir, con ilusión, los minutos que pasaba “por fuera de la bolsa”. Reportaba mis ‘hallazgos’ cada día en el chat familiar en el que están mi padre, Andrés Elías, mis hermanos y mis sobrinas. Lo hacía con juicio, esperando una progresión lineal que me indicara algo positivo (algo como “cada día hay más minutos por fuera de la caja. Hasta que un día todo volverá a la normalidad”).
Pero lo que a uno nunca le dicen, y si le dijeran no se lo podría imaginar, es que esos síntomas neurológicos no se quitan así de repente y que, por el contrario, pueden seguirse deteriorando, especialmente si el cáncer sigue, como el mío, avanzando y se toma nuevas áreas del cerebro, como el mío lo ha hecho.
He aprendido que tenemos pocas certezas sobre cómo funciona el cerebro. Aprendí que, con algunas excepciones, las ”áreas” del cerebro no tienen una función única y que están, como todo y todos, conectadas con todo lo demás. Por eso es tan complejo de comprender su funcionamiento. Una lesión en un lugar puede afectarlo todo y de maneras impredecibles porque el cerebro está conectado a través de “redes neuronales”, un concepto que ya Andrés Elías me había explicado antes y que él considera uno de los mayores aportes de un colombiano (Rodolfo Llinás) a la neurología mundial. Aprendí un par de cosas más de todo este proceso de pérdida gradual del que aún considero mi órgano más preciado, el que, en este momento, mientras escribo estas palabras en el celular con mucha dificultad a la una y cuarenta de la madrugada, aún me da vida.
Quisiera resaltar dos aprendizajes que, entre tanta incertidumbre, me parecieron ciertos: 1. El paciente es el único que está experimentando las transformaciones, lo que genera una profunda soledad; y 2. No hay forma de separar lo cognitivo de lo emocional. Algo de lo que Andrés Elías también ya me había hablado y que se conoce como “el error de Descartes”. Esto último lo aprendí cuando, aun estando en la bolsa, comencé a sentir ansiedad. Como nunca había experimentado ansiedad en mi vida, este síntoma me sorprendió por completo y me pareció uno de los peores que he tenido. Es solo comparable en intensidad y sufrimiento al dolor de espalda con el que empezó todo y al dolor que ahora cargo en la cadera y la pierna derechas que tengo en este momento, a causa de la más reciente metástasis que apareció en la cadera y la pelvis. La ansiedad fue atribuida por mi neurooncólogo al anticonvulsivante que estábamos usando, por lo que lo cambiamos por otra molécula. Efectivamente, mejoré, pero aún dudo de si no era apenas normal sentir ansiedad en ese momento, teniendo en cuenta el resto de trastornos y vivencias que estaba experimentando. Puro error de Descartes.
En todo este proceso también reafirmé algunas cosas que ya sabía o creía saber y que enseñaba a mis estudiantes con convicción: las redes sociales son tan o más importantes que las redes neuronales. De cada uno de los retos que he enfrentado he salido gracias a las relaciones humanas. Pongo apenas un par de ejemplos: si mi padre y Andrés Elías no supieran tanto de anatomía cerebral y no fueran tan curiosos por el tema y por mí, otra sería mi historia. Tuve la inmensa fortuna de que me paladearen ellos. Me escucharon disertar, por horas y horas, sobre lo que yo creía que me estaba pasando. También escucharon y retroalimentaron mis reflexiones al escuchar atentamente la versión en audiolibro de “un Antropólogo en Marte” del neurólogo Oliver Sacks. Y no hay un día en que hayan evadido una conversación propuesta por mí sobre nuestras emociones, el sentido y la complejidad de la vida.
Reconfirmé, entonces, que las relaciones o las redes sociales, desde las más íntimas, hasta las más lejanas, son cruciales. Me reconecté con amigos de infancia y de muchas etapas de la vida. Esas relaciones son las que me han mantenido viva. Por ahora, conservo la lucidez y la curiosidad para querer plantear ideas y encontrar conexiones entre ellas y con otras personas. Tampoco he perdido el desparpajo y la transparencia para poder hablar de todas mis experiencias. Me doy por bien servida, por doloroso que sea.
Eso sí, cada vez siento más miedo de perder la capacidad y el deseo de pensar y compartir mis ideas. Siento que eso es lo único que me ata a la vida, la curiosidad y el ímpetu de compartir mis pensamientos con otros. Lo único que pido es no perder más habilidades cognitivas esenciales para que pueda ser yo misma la que identifique cuando eso ocurra y no tener que cargar a otros con esa responsabilidad de identificar eso sin estar en mis zapatos. Ojalá así sea. Pero no dudo ni por un minuto que quienes mejor me conocen y más me quieren sabrán identificar exactamente cuando yo ya no me habite a mí misma. Este tiempo y este proceso me han demostrado que el ímpetu vital hala y que el cerebro, el cuerpo y el entorno social se adaptan.
Ahora, ante la última propuesta del equipo médico espectacular que me acompaña de volver a hacerme una radiocirugía en la nueva lesión del cerebro, mi respuesta es un no rotundo. No porque no esté abierta a las posibilidades, sino porque ya no creo que me ofrezca nada más que riesgos. En el mejor de los casos, después de un nuevo viacrucis tendré otros días más, así como los que vivo ahora, pero el riesgo también existe, y es alto, si se volvieran a presentar convulsiones, de perder lo que con tanto esfuerzo he alcanzado. A eso sí que no me le mido.
Volviendo a la filosofía del “ahí vamos viendo”, me siento orgullosa del camino cancerígeno que he recorrido, pero esta última etapa ya no se siente bien. Son cada vez menos las cosas que puedo disfrutar plenamente, lo que me manda la señal de que ya viene siendo hora de parar. Para mis propios estándares iniciales le he dado varios chances a la vida y me siento muy complacida de haber vivido lo que viví, incluso con sus momentos difíciles. Estoy segura de que quienes me han acompañado de cerca, así también lo han visto y podrán decir que guerrié y guerrié y guerrié hasta el final, no simplemente para preservar la vida por extenderla, sino para vivirla intensamente hasta el final. Es decir, para preservar una vida con sentido.
*Tatiana Andia es historiadora, economista y tiene un PhD en Sociología. Desde que fue diagnosticada con cáncer, ha escrito varios textos, como este, compartiendo sus reflexiones. Los otros que ha publicado pueden leerse en el portal Razón Pública.
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En octubre de 2024, trataron mis tumores cerebrales con una técnica que se llama radiocirugía. Es un avance tecnológico que ofrece una alternativa a la cirugía con escalpelo que extraería los tumores para contener su avance por dosis altas, pero precisas de radiación, para generar un efecto similar de contención. El método promete menores efectos adversos y menores riesgos de afectar otras áreas sanas del cerebro por error.
Cuando el equipo de radioterapia me propuso esta alternativa decidí aceptar porque sus beneficios parecían superar de lejos sus riesgos. En general, mi aproximación al cáncer ha sido como mi aproximación a la vida misma. Le llamo el “ahí vamos viendo”. Digamos que es una aproximación que reemplaza el foco en la planeación y la predictibilidad, o la certeza, por el foco en la intuición y en cómo se sienten las cosas a medida que se van experimentando.
Esta aproximación siempre me ha parecido una forma efectiva de enfrentar la incertidumbre inevitable de la vida. Si no se puede controlar la forma en la que se desenlazan los acontecimientos, tal vez lo mejor que podemos hacer es experimentarlos con la mayor intensidad posible e ir tomando decisiones con base en cómo se siente la experiencia de la decisión anterior. Describir esta filosofía de vida, en sentido amplio, es difícil. Pero describirla como método para la toma de decisiones terapéuticas puede ser más fácil.
Básicamente, el método consiste en juzgar, con los elementos de juicio disponibles, para optar o no por una alternativa terapéutica que suena razonable. Es decir, si sus posibles beneficios superan sus posibles riesgos. Una vez se evalúa y pondera eso, y teniendo en cuenta que nunca será posible contemplar y medir todos los riesgos, no queda más que lanzarse, sin mente. Porque seguir tratando de justificar la decisión solo tiene el potencial de torturarlo a uno, especialmente si no resulta como uno esperaba inicialmente. Eso exactamente fue lo que hice con la decisión de si animarme o no a la radiocirugía. Pero recordar ese momento me hace pensar que hay otro requisito no suficiente, pero sí necesario, de la filosofía del “ahí vamos viendo” y es que nada está tallado en piedra. O, si se quiere, toda línea roja es susceptible de convertirse en una línea gris.
Para ilustrar este punto, en un principio yo había pensado que no me iba a dejar tocar el cerebro de ninguna forma. Ni con cirugía ni con radioterapia. Lo que, en su momento, tenía sentido, dado lo etéreo que hasta ese momento era el fenómeno (solo sabía que había unas metástasis en el cerebro, pero no tenía muchos síntomas) y dado lo importante que es el cerebro para mi vida y mi identidad. Pero el “ahí vamos viendo” es dinámico, como su nombre lo indica, y valora más la incorporación de elementos nuevos y la deliberación que la coherencia de principios. Entonces, finalmente, me animé a la famosa radiocirugía.
Resultó ser un proceso bastante más complejo y tortuoso de lo que había anticipado y estuve a punto de tirar la toalla en varios momentos. Deliberando en familia y con el equipo médico, continué y terminé las sesiones, pero para sorpresa de todos convulsioné. No le deseo eso a nadie ni entendí bien las dimensiones de lo que eso implicaba. Pasé a sentirme como si estuviera en lo que en ese momento describí como una bolsa, una caja o una escafandra. Aluciné también, lo que me pareció solo comparable a mis experiencias previas con el LSD. Entiendo perfectamente como alguien que nunca haya experimentado con drogas psicodélicas podría enloquecerse ante esos síntomas desconocidos. De hecho es eso lo que pasa con los jugadores de fútbol americano que sufren CTE o encefalopatía traumática crónica. Describen que tienen síntomas parecidos a los míos pero como no saben a qué se deben, se desorientan, deprimen y hasta pueden llegar a suicidarse.
Yo perdí la conexión con el resto del mundo y al no poder describir bien cómo se sentía lo que me estaba pasando, comencé a usar la metáfora de sentirme como dentro de una bolsa de papel, o dentro de una caja de cartón, o dentro de una escafandra. Las metáforas eran claramente insuficientes.
Luego perdí el equilibrio y luego la fuerza o la capacidad de respuesta de la pierna, el pie y la mano izquierdas. Entre eso y la ceguera parcial del ojo izquierdo, se hizo necesaria la ayuda de un lazarilllo para ir a todas partes y la ayuda para funciones básicas como cortar la comida.
Andrés Elías me llevaba al baño con paciencia y mi padre lo reemplazaba cuando él no podía. Al punto en que se llamaron entre ellos lazarillo 1 y lazarillo 2 para diferenciarse. Luego eso derivó solo en un simple 1 y 2. Se volvió imposible también vestirme sola, no le encontraba el derecho a los pantalones y camisas y meter la mano y el pie izquierdo se convirtió en un viacrucis que me frustraba hasta el punto en que sucumbí a ataques de rabia por los que muchas veces terminé lanzando a la mierda la camisa o el pantalón. O, incluso, lanzándoselos en la cara a Andrés Elías o a mi padre cuando intentaban ayudar.
Durante todo ese tiempo nunca perdí la esperanza de que un día, de repente, pudiera descubrirme fuera de la bolsa. Y hubo uno que otro minuto, de uno que otro día, en que pareció que así era. Un día vinieron unos amigos, chefs talentosos, a prepararme una langosta asada traída de La Guajira. Pusimos música, comimos y cantamos a grito herido en la terraza. Creo que todo el barrio se enteró, como a veces creo que todo el barrio se entera de cómo me estoy muriendo. Bueno, pues cuál sería mi felicidad mientras estaba comiendo langosta, que por primera vez sentí que estaba por fuera de la bolsa, por casi 40 minutos.
Recuerdo haberles dicho a todos los participantes que oía las cosas bien, al volumen que recordaba como real. Saboreaba la comida con el gusto que recordaba tenerle y hasta me animé a pararme a bailar un merengue, aunque apenas podía mover los pies y tuve que estar muy agarrada de Andrés Elías para mantener el equilibrio. Desde ese día comencé a medir, a monitorear y a medir, con ilusión, los minutos que pasaba “por fuera de la bolsa”. Reportaba mis ‘hallazgos’ cada día en el chat familiar en el que están mi padre, Andrés Elías, mis hermanos y mis sobrinas. Lo hacía con juicio, esperando una progresión lineal que me indicara algo positivo (algo como “cada día hay más minutos por fuera de la caja. Hasta que un día todo volverá a la normalidad”).
Pero lo que a uno nunca le dicen, y si le dijeran no se lo podría imaginar, es que esos síntomas neurológicos no se quitan así de repente y que, por el contrario, pueden seguirse deteriorando, especialmente si el cáncer sigue, como el mío, avanzando y se toma nuevas áreas del cerebro, como el mío lo ha hecho.
He aprendido que tenemos pocas certezas sobre cómo funciona el cerebro. Aprendí que, con algunas excepciones, las ”áreas” del cerebro no tienen una función única y que están, como todo y todos, conectadas con todo lo demás. Por eso es tan complejo de comprender su funcionamiento. Una lesión en un lugar puede afectarlo todo y de maneras impredecibles porque el cerebro está conectado a través de “redes neuronales”, un concepto que ya Andrés Elías me había explicado antes y que él considera uno de los mayores aportes de un colombiano (Rodolfo Llinás) a la neurología mundial. Aprendí un par de cosas más de todo este proceso de pérdida gradual del que aún considero mi órgano más preciado, el que, en este momento, mientras escribo estas palabras en el celular con mucha dificultad a la una y cuarenta de la madrugada, aún me da vida.
Quisiera resaltar dos aprendizajes que, entre tanta incertidumbre, me parecieron ciertos: 1. El paciente es el único que está experimentando las transformaciones, lo que genera una profunda soledad; y 2. No hay forma de separar lo cognitivo de lo emocional. Algo de lo que Andrés Elías también ya me había hablado y que se conoce como “el error de Descartes”. Esto último lo aprendí cuando, aun estando en la bolsa, comencé a sentir ansiedad. Como nunca había experimentado ansiedad en mi vida, este síntoma me sorprendió por completo y me pareció uno de los peores que he tenido. Es solo comparable en intensidad y sufrimiento al dolor de espalda con el que empezó todo y al dolor que ahora cargo en la cadera y la pierna derechas que tengo en este momento, a causa de la más reciente metástasis que apareció en la cadera y la pelvis. La ansiedad fue atribuida por mi neurooncólogo al anticonvulsivante que estábamos usando, por lo que lo cambiamos por otra molécula. Efectivamente, mejoré, pero aún dudo de si no era apenas normal sentir ansiedad en ese momento, teniendo en cuenta el resto de trastornos y vivencias que estaba experimentando. Puro error de Descartes.
En todo este proceso también reafirmé algunas cosas que ya sabía o creía saber y que enseñaba a mis estudiantes con convicción: las redes sociales son tan o más importantes que las redes neuronales. De cada uno de los retos que he enfrentado he salido gracias a las relaciones humanas. Pongo apenas un par de ejemplos: si mi padre y Andrés Elías no supieran tanto de anatomía cerebral y no fueran tan curiosos por el tema y por mí, otra sería mi historia. Tuve la inmensa fortuna de que me paladearen ellos. Me escucharon disertar, por horas y horas, sobre lo que yo creía que me estaba pasando. También escucharon y retroalimentaron mis reflexiones al escuchar atentamente la versión en audiolibro de “un Antropólogo en Marte” del neurólogo Oliver Sacks. Y no hay un día en que hayan evadido una conversación propuesta por mí sobre nuestras emociones, el sentido y la complejidad de la vida.
Reconfirmé, entonces, que las relaciones o las redes sociales, desde las más íntimas, hasta las más lejanas, son cruciales. Me reconecté con amigos de infancia y de muchas etapas de la vida. Esas relaciones son las que me han mantenido viva. Por ahora, conservo la lucidez y la curiosidad para querer plantear ideas y encontrar conexiones entre ellas y con otras personas. Tampoco he perdido el desparpajo y la transparencia para poder hablar de todas mis experiencias. Me doy por bien servida, por doloroso que sea.
Eso sí, cada vez siento más miedo de perder la capacidad y el deseo de pensar y compartir mis ideas. Siento que eso es lo único que me ata a la vida, la curiosidad y el ímpetu de compartir mis pensamientos con otros. Lo único que pido es no perder más habilidades cognitivas esenciales para que pueda ser yo misma la que identifique cuando eso ocurra y no tener que cargar a otros con esa responsabilidad de identificar eso sin estar en mis zapatos. Ojalá así sea. Pero no dudo ni por un minuto que quienes mejor me conocen y más me quieren sabrán identificar exactamente cuando yo ya no me habite a mí misma. Este tiempo y este proceso me han demostrado que el ímpetu vital hala y que el cerebro, el cuerpo y el entorno social se adaptan.
Ahora, ante la última propuesta del equipo médico espectacular que me acompaña de volver a hacerme una radiocirugía en la nueva lesión del cerebro, mi respuesta es un no rotundo. No porque no esté abierta a las posibilidades, sino porque ya no creo que me ofrezca nada más que riesgos. En el mejor de los casos, después de un nuevo viacrucis tendré otros días más, así como los que vivo ahora, pero el riesgo también existe, y es alto, si se volvieran a presentar convulsiones, de perder lo que con tanto esfuerzo he alcanzado. A eso sí que no me le mido.
Volviendo a la filosofía del “ahí vamos viendo”, me siento orgullosa del camino cancerígeno que he recorrido, pero esta última etapa ya no se siente bien. Son cada vez menos las cosas que puedo disfrutar plenamente, lo que me manda la señal de que ya viene siendo hora de parar. Para mis propios estándares iniciales le he dado varios chances a la vida y me siento muy complacida de haber vivido lo que viví, incluso con sus momentos difíciles. Estoy segura de que quienes me han acompañado de cerca, así también lo han visto y podrán decir que guerrié y guerrié y guerrié hasta el final, no simplemente para preservar la vida por extenderla, sino para vivirla intensamente hasta el final. Es decir, para preservar una vida con sentido.
*Tatiana Andia es historiadora, economista y tiene un PhD en Sociología. Desde que fue diagnosticada con cáncer, ha escrito varios textos, como este, compartiendo sus reflexiones. Los otros que ha publicado pueden leerse en el portal Razón Pública.
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