Lo que se sabe de salud mental y coronavirus tras un año de pandemia
Se trata de una compleja relación. Por un lado, hay evidencia de que personas con trastornos psiquiátricos crónicos tienen mayor riesgo de contagiarse. Por el otro, los casos de ansiedad y depresión en personas que incluso no han sufrido COVID-19 se disparan.
María Mónica Monsalve S. / @mariamonic91
En marzo de 2020, cuando cada vez más países cerraban fronteras y las ciudades se blindaban por el coronavirus, la doctora Emiliy Holmes, PhD en psicología clínica, y su equipo publicaron un artículo sobre el COVID-19. A diferencia de otros científicos, lo que motivaba a Holmes no era encontrar una vacuna o conocer cómo se transmitía el virus por el aire, sino que en cambio ella y su grupo prendieron una de las primeras alarmas sobre las consecuencias que la futura pandemia podría traer sobre la salud mental en el mundo. (Lea: “El COVID-19 paralizó servicios de salud mental en el 93% de los países”: OMS)
La soledad, la falta de contacto físico, el exceso de virtualidad y la ausencia de conversaciones causales, de caminatas y de visitas en casa eran un factor que, ella intuyó, podrían disparar la ansiedad y depresión de las personas. Pero también se preguntó por los efectos neurológicos que podría dejar el SARS-Cov2 en los pacientes cuando atacaba el cerebro o por los riesgos que tenían las personas con trastornos psiquiátricos crónicos preexistentes, como la esquizofrenia.
Así como ha pasado con otras áreas del COVID-19, la ciencia ya ha desenmarañado algunas de sus preguntas. Otras, en cambio, están aún en camino a responderse. De hecho, el interés de investigadores por conocer qué pasa en nuestras mentes y a nivel emocional durante la pandemia ha sido tanto, que para diciembre de 2020 The Lancet estimó que la salud mental durante el coronavirus era uno de los cinco temas sobre los que más se había publicado el año pasado referente al tema. Esto, por supuesto, tiene sus ventajas, pero también abre un problema: hay una marea de información que es difícil de comprender, abrumadora, y no siempre tiene buena calidad.
Por eso el fin de esta nota es ayudarlo a navegar en este laberinto de evidencia. La idea, también, es aceptar que, en este momento, todos estamos un poco más ansiosos, más caídos de ánimo y sin saber muy bien cómo manejar la incertidumbre. Entender que, a veces, también está bien estar mal.
Pero al hecho. Sobre lo que ya existe una evidencia concreta, explica el psiquiatra colombiano Milton Murillo, es que los pacientes con trastornos psiquiátricos crónicos, como la esquizofrenia, se contagian más y tienen complicaciones más severas, en especial aquellos que están en servicios de psiquiatría. Uno de los estudios que lo demuestran -pero no el único- fue publicado en la revista Jama Psyquiatry en enero de 2021. Tras seguir la evolución de 7.348 pacientes con COVID-19 en Nueva York (Estados Unidos) con y sin esquizofrenia, los investigadores encontraron que las personas con este trastorno tendrían hasta tres veces más riesgo de contagiarse. (Lea: Tratar la esquizofrenia a punta de “avatares”)
El doctor Murillo, además, tiene un ejemplo local para respaldar esta evidencia. En abril de 2020, en el lugar donde trabaja, en la Clínica de Nuestra Señora de la Paz, en Bogotá, se dio un brote de coronavirus. La situación, que fue publicada como estudio de caso en la revista Psychiatry Research, mostró que de los 110 pacientes que se contagiaron de COVID-19, 46 (el 21,8 %) tenían un diagnóstico existente de esquizofrenia.
¿Por qué están en riesgo las personas con este tipo de trastornos crónicos? La pregunta es apenas lógica y quizás es una de las dudas que también tenía la doctora Holmes. Y aunque la respuesta aún está siendo construida por la ciencia, el doctor Murillo arroja una hipótesis. “No tenemos una relación causa-efecto que dé una explicación sólida, pero pasaría como con otras enfermedades, como las cardiovasculares o diabetes: que las personas con estos trastornos tienen dificultas para el autocuidado y los estilos de vida saludables. Cuando hay cierto nivel de pérdida con la realidad, es muy difícil que la persona mantenga la distancia o se ponga el tapabocas, y ahí incrementan los riesgos”.
Esta misma lógica explicaría otro hallazgo que han ido encontrando los estudios: que las personas que padecen demencia tienen el doble de riesgo de contagiarse de COVID-19 que una persona que no.
***
El coronavirus ha resultado ser una enfermedad fascinante, hablando desde un punto de vista médico. Además, nos dio la oportunidad, si buscamos lo bueno, de ver cómo la ciencia va construyendo evidencia día tras día. La gente en la calle comprende ahora más de genética, hay discusiones ciudadanas sobre epidemiología y entendemos que el virus no es lo mismo que una bacteria. Pero que sea un nuevo virus que conlleva a una nueva enfermedad también implica que rastrear los síntomas sea una odisea.
Aunque apenas ha llegado a ciertos titulares de medios, una de las cosas que más parece sorprender a los médicos es saber qué pasa cuando el SARS-Cov2 tiene como blanco el cerebro y no los pulmones. Un comportamiento, al parecer, inusual en este virus. La evidencia, que todavía es poca, apunta a varios frentes. En noviembre de 2020, The Lancet Neurology publicó una serie de casos de estudios posmórtem, en los que se analizó el cerebro de 43 pacientes que habían muerto como consecuencia del COVID-19: así concluyeron que el principal efecto que el SARS-Cov2 tiene en el cerebro es la inflamación.
Por otro lado, estudios, como el publicado por la misma revista en octubre de 2020, rastreó 153 casos de personas con psicosis, estados alterados de la salud mental y algunos eventos cerebrovasculares durante el coronavirus. “Se han visto estas psicosis durante el coronavirus e, incluso, después de superarlo. Pero no conocemos la relación causa y efecto, no es muy claro y no hay evidencia muy sólida”, sugiere el psiquiatra colombiano.
Pero más allá de lo que pasa con personas con trastornos psiquiátricos crónicos, al experto le interesa más lo que está viendo en cuanto a los trastornos del afecto, como la depresión y la ansiedad. En pacientes COVID-19, comenta, sobre todo se han visto recaídas en quienes ya habían tenido previamente ansiedad o depresión. Mientras en personas que no han tenido COVID-19, “estos episodios se han desencadenado por las alteraciones de los determinantes de la salud mental, como la falta de trabajo, dinero o la muerte o enfermedad de alguien cercano”.
“Esta evidencia la tendremos más clara a largo plazo, y tendremos mucho que escribir al respecto. Pero sí es claro que, en el mundo, aumentaron los trastornos de ansiedad y depresión”. La incertidumbre que ha generado la pandemia es conocida para todos. Más que evidencia científica, podemos hablar de experiencias propias. Falta de sentido, soledad, pereza de levantarse en las mañanas o dificultad para planear en un futuro que es más incierto de lo normal. “La pandemia se siente como una gran parada en nuestras vidas”, le comentó Philaé Lachauz, una joven de 22 años, a los periodistas de The New York Times. “Una que nos baja tanto el ánimo que uno se pregunta, ¿cuál es el punto?”.
La pandemia jugó sucio con la salud mental. Y lo digo en la medida en que la mayoría de las estrategias para tolerar la ansiedad y la depresión quedaron vetadas: salir a caminar, bailar con otra gente, ver amigos, un abrazo o montar bicicleta. Fue una especie de encierro en nuestras propias y cansadas mentes. Por eso, lo que le preocupa a Murillo son los casos en que el agotamiento es tal, que las ideas suicidas aparecen. La evidencia sobre suicidios y la pandemia aún es confusa. En Japón se conoce que el suicido entre mujeres aumentó 15 % entre 2019 y 2020. Sin embargo, un artículo de The Lancet, publicado en febrero de este año, advierte que “hasta ahora, en los países de altos ingresos, el suicidio no parece haber aumentado”. Además, sugiere que dejando de lado las historias con tinte dramático que hemos publicado los medios sobre el tema, “no hay datos confiables sobre el tema para países de ingresos bajos y medianos”.
En Colombia, explica Murillo, esos datos tampoco existen. “Lo que sí he visto en consulta es que la idea del suicidio ha aumentado, porque se trata de un algo estructurado. Aunque tampoco hemos cuantificado esos datos”, recuerda.
Lo bueno, quizá porque en momentos así es que hay que darse inyecciones de esperanza, es que en el país los servicios de salud mental empiezan a llegar -de manera virtual- a donde antes nunca habían llegado. “La telemedicina en psiquiatría y psicología se disparó. Además, en redes sociales muchos profesionales han creado grupos de apoyo y están compartiendo las líneas de apoyo”, cuenta Murillo. “Lo importante, para los que han tenido COVID-19 o no, es que si sienten que están excediendo su capacidad de respuesta, busquen apoyo profesional”.
Puede encontrar el directorio de líneas de atención de salud mental en Colombia en la página del Minsalud.
En marzo de 2020, cuando cada vez más países cerraban fronteras y las ciudades se blindaban por el coronavirus, la doctora Emiliy Holmes, PhD en psicología clínica, y su equipo publicaron un artículo sobre el COVID-19. A diferencia de otros científicos, lo que motivaba a Holmes no era encontrar una vacuna o conocer cómo se transmitía el virus por el aire, sino que en cambio ella y su grupo prendieron una de las primeras alarmas sobre las consecuencias que la futura pandemia podría traer sobre la salud mental en el mundo. (Lea: “El COVID-19 paralizó servicios de salud mental en el 93% de los países”: OMS)
La soledad, la falta de contacto físico, el exceso de virtualidad y la ausencia de conversaciones causales, de caminatas y de visitas en casa eran un factor que, ella intuyó, podrían disparar la ansiedad y depresión de las personas. Pero también se preguntó por los efectos neurológicos que podría dejar el SARS-Cov2 en los pacientes cuando atacaba el cerebro o por los riesgos que tenían las personas con trastornos psiquiátricos crónicos preexistentes, como la esquizofrenia.
Así como ha pasado con otras áreas del COVID-19, la ciencia ya ha desenmarañado algunas de sus preguntas. Otras, en cambio, están aún en camino a responderse. De hecho, el interés de investigadores por conocer qué pasa en nuestras mentes y a nivel emocional durante la pandemia ha sido tanto, que para diciembre de 2020 The Lancet estimó que la salud mental durante el coronavirus era uno de los cinco temas sobre los que más se había publicado el año pasado referente al tema. Esto, por supuesto, tiene sus ventajas, pero también abre un problema: hay una marea de información que es difícil de comprender, abrumadora, y no siempre tiene buena calidad.
Por eso el fin de esta nota es ayudarlo a navegar en este laberinto de evidencia. La idea, también, es aceptar que, en este momento, todos estamos un poco más ansiosos, más caídos de ánimo y sin saber muy bien cómo manejar la incertidumbre. Entender que, a veces, también está bien estar mal.
Pero al hecho. Sobre lo que ya existe una evidencia concreta, explica el psiquiatra colombiano Milton Murillo, es que los pacientes con trastornos psiquiátricos crónicos, como la esquizofrenia, se contagian más y tienen complicaciones más severas, en especial aquellos que están en servicios de psiquiatría. Uno de los estudios que lo demuestran -pero no el único- fue publicado en la revista Jama Psyquiatry en enero de 2021. Tras seguir la evolución de 7.348 pacientes con COVID-19 en Nueva York (Estados Unidos) con y sin esquizofrenia, los investigadores encontraron que las personas con este trastorno tendrían hasta tres veces más riesgo de contagiarse. (Lea: Tratar la esquizofrenia a punta de “avatares”)
El doctor Murillo, además, tiene un ejemplo local para respaldar esta evidencia. En abril de 2020, en el lugar donde trabaja, en la Clínica de Nuestra Señora de la Paz, en Bogotá, se dio un brote de coronavirus. La situación, que fue publicada como estudio de caso en la revista Psychiatry Research, mostró que de los 110 pacientes que se contagiaron de COVID-19, 46 (el 21,8 %) tenían un diagnóstico existente de esquizofrenia.
¿Por qué están en riesgo las personas con este tipo de trastornos crónicos? La pregunta es apenas lógica y quizás es una de las dudas que también tenía la doctora Holmes. Y aunque la respuesta aún está siendo construida por la ciencia, el doctor Murillo arroja una hipótesis. “No tenemos una relación causa-efecto que dé una explicación sólida, pero pasaría como con otras enfermedades, como las cardiovasculares o diabetes: que las personas con estos trastornos tienen dificultas para el autocuidado y los estilos de vida saludables. Cuando hay cierto nivel de pérdida con la realidad, es muy difícil que la persona mantenga la distancia o se ponga el tapabocas, y ahí incrementan los riesgos”.
Esta misma lógica explicaría otro hallazgo que han ido encontrando los estudios: que las personas que padecen demencia tienen el doble de riesgo de contagiarse de COVID-19 que una persona que no.
***
El coronavirus ha resultado ser una enfermedad fascinante, hablando desde un punto de vista médico. Además, nos dio la oportunidad, si buscamos lo bueno, de ver cómo la ciencia va construyendo evidencia día tras día. La gente en la calle comprende ahora más de genética, hay discusiones ciudadanas sobre epidemiología y entendemos que el virus no es lo mismo que una bacteria. Pero que sea un nuevo virus que conlleva a una nueva enfermedad también implica que rastrear los síntomas sea una odisea.
Aunque apenas ha llegado a ciertos titulares de medios, una de las cosas que más parece sorprender a los médicos es saber qué pasa cuando el SARS-Cov2 tiene como blanco el cerebro y no los pulmones. Un comportamiento, al parecer, inusual en este virus. La evidencia, que todavía es poca, apunta a varios frentes. En noviembre de 2020, The Lancet Neurology publicó una serie de casos de estudios posmórtem, en los que se analizó el cerebro de 43 pacientes que habían muerto como consecuencia del COVID-19: así concluyeron que el principal efecto que el SARS-Cov2 tiene en el cerebro es la inflamación.
Por otro lado, estudios, como el publicado por la misma revista en octubre de 2020, rastreó 153 casos de personas con psicosis, estados alterados de la salud mental y algunos eventos cerebrovasculares durante el coronavirus. “Se han visto estas psicosis durante el coronavirus e, incluso, después de superarlo. Pero no conocemos la relación causa y efecto, no es muy claro y no hay evidencia muy sólida”, sugiere el psiquiatra colombiano.
Pero más allá de lo que pasa con personas con trastornos psiquiátricos crónicos, al experto le interesa más lo que está viendo en cuanto a los trastornos del afecto, como la depresión y la ansiedad. En pacientes COVID-19, comenta, sobre todo se han visto recaídas en quienes ya habían tenido previamente ansiedad o depresión. Mientras en personas que no han tenido COVID-19, “estos episodios se han desencadenado por las alteraciones de los determinantes de la salud mental, como la falta de trabajo, dinero o la muerte o enfermedad de alguien cercano”.
“Esta evidencia la tendremos más clara a largo plazo, y tendremos mucho que escribir al respecto. Pero sí es claro que, en el mundo, aumentaron los trastornos de ansiedad y depresión”. La incertidumbre que ha generado la pandemia es conocida para todos. Más que evidencia científica, podemos hablar de experiencias propias. Falta de sentido, soledad, pereza de levantarse en las mañanas o dificultad para planear en un futuro que es más incierto de lo normal. “La pandemia se siente como una gran parada en nuestras vidas”, le comentó Philaé Lachauz, una joven de 22 años, a los periodistas de The New York Times. “Una que nos baja tanto el ánimo que uno se pregunta, ¿cuál es el punto?”.
La pandemia jugó sucio con la salud mental. Y lo digo en la medida en que la mayoría de las estrategias para tolerar la ansiedad y la depresión quedaron vetadas: salir a caminar, bailar con otra gente, ver amigos, un abrazo o montar bicicleta. Fue una especie de encierro en nuestras propias y cansadas mentes. Por eso, lo que le preocupa a Murillo son los casos en que el agotamiento es tal, que las ideas suicidas aparecen. La evidencia sobre suicidios y la pandemia aún es confusa. En Japón se conoce que el suicido entre mujeres aumentó 15 % entre 2019 y 2020. Sin embargo, un artículo de The Lancet, publicado en febrero de este año, advierte que “hasta ahora, en los países de altos ingresos, el suicidio no parece haber aumentado”. Además, sugiere que dejando de lado las historias con tinte dramático que hemos publicado los medios sobre el tema, “no hay datos confiables sobre el tema para países de ingresos bajos y medianos”.
En Colombia, explica Murillo, esos datos tampoco existen. “Lo que sí he visto en consulta es que la idea del suicidio ha aumentado, porque se trata de un algo estructurado. Aunque tampoco hemos cuantificado esos datos”, recuerda.
Lo bueno, quizá porque en momentos así es que hay que darse inyecciones de esperanza, es que en el país los servicios de salud mental empiezan a llegar -de manera virtual- a donde antes nunca habían llegado. “La telemedicina en psiquiatría y psicología se disparó. Además, en redes sociales muchos profesionales han creado grupos de apoyo y están compartiendo las líneas de apoyo”, cuenta Murillo. “Lo importante, para los que han tenido COVID-19 o no, es que si sienten que están excediendo su capacidad de respuesta, busquen apoyo profesional”.
Puede encontrar el directorio de líneas de atención de salud mental en Colombia en la página del Minsalud.