Insulina: de invento revolucionario y accesible a un millonario negocio
A pesar de que ese medicamento fue inventado hace un siglo y sus creadores no reclamaron patente, muchos pacientes no pueden obtener la insulina en más de dos decenas de países. Un informe publicado por la Fundación Acceso a la Medicina muestra esa compleja realidad, de la que no se escapa Colombia. Incluso su acceso es costoso y racionado en lugares como Estados Unidos.
Juan Diego Quiceno
Antes de la insulina, los enfermos diabéticos se sometían a algo llamado la “dieta del hambre”. El Dr. Frederick Madison Allen, su creador, tenía un lema para ella: “Less food, more life” o “Menos comida es más vida” Su lógica era simple: si la diabetes es producto del alto nivel de azúcar en la sangre, y el azúcar está en la comida (especialmente en los carbohidratos), para controlarla había que regular la comida. También llamada “dieta de inanición”, la terapia de Allen consistía en semanas de ayuno y dietas de 200 a 1.200 calorías al día. No era una cura, extendía la vida a costa de la desnutrición.
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Antes de la insulina, los enfermos diabéticos se sometían a algo llamado la “dieta del hambre”. El Dr. Frederick Madison Allen, su creador, tenía un lema para ella: “Less food, more life” o “Menos comida es más vida” Su lógica era simple: si la diabetes es producto del alto nivel de azúcar en la sangre, y el azúcar está en la comida (especialmente en los carbohidratos), para controlarla había que regular la comida. También llamada “dieta de inanición”, la terapia de Allen consistía en semanas de ayuno y dietas de 200 a 1.200 calorías al día. No era una cura, extendía la vida a costa de la desnutrición.
Durante un agónico lapso, entre 1915 y 1922, esa fue la terapia estándar usada en EE. UU. para controlar la diabetes. Allan Mazur recuerda en la revista médica The Nutrition Journal las impresiones respecto a la “dieta del hambre” que tenía el doctor Elliott Joslin, fundador del Centro de Diabetes Joslin, una de las instituciones de investigación y educación más importantes del mundo sobre esa enfermedad: “Literalmente, matamos de hambre al niño y al adulto con la débil esperanza de que apareciera algo nuevo en el tratamiento. No fue divertido matar de hambre a un niño para dejarlo vivir”.
Ese “nuevo tratamiento” lograron presenciarlo pacientes como Elizabeth Hughes, hija de Charles Evans Hughes, candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos en 1916. Ella desarrolló diabetes a los once años y fue tratada con la “dieta del hambre”. En 1921 su peso apenas alcanzaba los veinte kilos y estaba a punto de morir de desnutrición. Entonces su madre viajó a Canadá a entrevistarse con el médico Frederick Banting, quien buscaba diabéticos para un ensayo en el que probaría una nueva sustancia: la insulina. Después de muchas súplicas, Banting aceptó a Elizabeth. (Puede ver: Diabetes: ¿Cómo bajar el azúcar en sangre sin usar insulina?)
El resultado fue todo un éxito. La joven recuperó peso y continuó su vida: eventualmente se graduaría, se casaría, tendría tres hijos y moriría en 1987 de neumonía, a los 73 años. Todo gracias a la insulina. Cientos de pacientes tocaron las puertas de Banting buscando lo que llamaban la “sustancia milagrosa”. Aunque “milagro” no suele ser un término muy usado en la ciencia, podría describir bien el efecto que tuvo la insulina: con la “dieta del hambre”, los diabéticos menores de 30 años tenían una esperanza de vida de 2,9 años a partir del diagnóstico. Para 1957, esa esperanza ya era de 26,4 años.
Hoy, un siglo después, no es extraño que los diabéticos vivan hasta los 85 años. Pero tampoco lo es que mueran mucho antes por falta de insulina. El acceso a la “sustancia milagrosa” es desigual. “Este fármaco altamente efectivo y la gama de productos que ayudan a controlar la diabetes crónica solo están disponibles para unos pocos afortunados. Millones de personas que viven en países de ingresos bajos y medianos aún no tienen acceso a la insulina que salva vidas”, dijo Jayasree K. Iyer, director de la Fundación Acceso a la Medicina, una organización de casi 20 años de historia que publicó hace unos días un informe sobre ese medicamento. En 24 países, los diabéticos no tienen acceso a él.
Según la Fundación, varias razones explican esta situación, algunas locales y otras internacionales. Entre las primeras, por ejemplo, el informe señala que dentro de esos 24 países hay naciones políticamente inestables y afectadas por conflictos como Somalia y Sudán del Sur, o con poblaciones muy pequeñas como Kiribati y Tuvalu. (Le puede interesar La Organización Mundial de la Salud quiere insulina buena y barata)
Muchos de esos países carecen de infraestructura para un suministro continuo de electricidad, vehículos de transporte o almacenamiento refrigerado, esto último fundamental para que la insulina no pierda potencia. Algunos de ellos, como Mozambique o Kirguistán, no tienen la capacidad de pronosticar adecuadamente sus necesidades de insulina, lo que provoca que la poca que llega no sea administrada correctamente.
Hay situaciones críticas. El estudio no encontró insulinas registradas en 10 de los 15 principales países con la carga de diabetes más alta entre los estudiados (por tasa de AVAD, es decir, años de vida ajustados por discapacidad). La región del Pacífico Occidental, donde por lo menos ocho de esas naciones se encuentran sin insulina, tiene uno de los mayores números de muertes relacionadas con la diabetes entre adultos, de aproximadamente 2,3 millones en 2021. Pero no todos los problemas son locales, hay también un panorama global que no ha ayudado a que el acceso a este medicamento sea universal. Y el elemento más importante dentro de ese contexto, es el oligopolio.
Tres farmacéuticas (Eli Lilly, Novo Nordisk y Sanofi) controlan más del 90 % del mercado global por valor de la insulina. La fundación estima que solo durante 2021 los ingresos globales anuales combinados de estas tres empresas por insulina fueron de aproximadamente USD $18 mil millones. Todas ellas manejan varios tipos de insulina: las clásicas y las análogas, estás últimas producidas con tecnología de ADN. En todos los países, las segundas son mucho más caras que las primeras, pese a que, según el estudio, la diferencia de los costos de producción entre ambas no es tan pronunciado. El valor de los medicamentos es una de las principales barreras de acceso.(Le puede interesar ¿Fin a los sobrecostos en medicamentos?)
Lo es porque si bien en algunos países el Estado cubre el costo de la insulina, en muchos otros los pacientes pagan de su bolsillo. En general, dice el estudio, el porcentaje de pacientes que paga de su dinero su atención es del 35 % en los países de ingresos bajos y medianos, mientras que ese porcentaje es del 13,6 % en los países de altos ingresos. Si bien la investigación reconoce algunos esfuerzos de las farmacéuticas por llegar allá donde no han llegado, señala que no ha sido suficiente y hace un llamado para que aparezcan en el mercado con mayor fuera los biosimilares, como se les llama a los medicamentos genéricos de los “biotecnológicos”.
¿Por qué un medicamento que se creó hace 100 años y que es vital para millones de personas, no ha podido distribuirse de manera universal?
El sueño que no fue
La diabetes no es una enfermedad nueva. De su sintomatología se tienen menciones en el papiro de Ebers, uno de los más antiguos tratados médicos, redactado en el antiguo Egipto, cerca del año 1500 antes de Cristo. Allí se describe a enfermos que adelgazan, aunque siempre tienen un hambre voraz, orinan en abundancia y sienten una enorme sed. Aún hoy, el hambre, la sed y la pérdida de peso son marcas conocidas de la diabetes. Se trata de una enfermedad en la que el organismo es incapaz de administrar la glucosa (el azúcar) que extrae de los alimentos y es fundamental para que el cuerpo tenga energía.
Con el tiempo, la diabetes puede conducir a daños graves en el corazón, los vasos sanguíneos, los ojos, los riñones y los nervios. Finalmente, si no es manejada correctamente, causa la muerte. La OMS estima que la cantidad de personas con diabetes en el mundo alcanzará los 643 millones en 2030 y los 783 millones para 2045. (Le puede interesar Cerca de 15.000 personas murieron en 2022 en Europa por el calor: OMS)
“Hay dos tipos de diabetes. La tipo 2, que representa más del 95 % de los casos, y la tipo 1, que es menos frecuente y es una enfermedad autoinmune. Mientras en la primera el cuerpo no produce suficiente insulina, en la segunda el cuerpo no produce nada de insulina”, explica Juan David Gómez Corrales, endocrinólogo del hospital San Vicente, de Medellín. Por eso, mientras los pacientes de diabetes tipo 1 necesitan insulina, los de tipo 2 no necesariamente. Para los primeros, continúa Gómez, “se debe aplicar una dosis de insulina de acción prolongada cada 24 horas, y una inyección de una dosis menor cinco minutos antes de cada comida”. Así será su vida hasta su muerte, con cuatro inyecciones al día.
Hasta principios del siglo XX no se conocían con certeza las causas de la diabetes. Los científicos sabían que el páncreas era el encargado de regular los niveles de azúcar en la sangre, pero tardaron en descubrir que era una sustancia secretada por el páncreas. Primero la llamaron pancreína y luego insulina. La historia para llegar a esa conclusión tiene varios nombres y sucede en varios lugares del planeta, pero al final se concentra en un grupo de científicos liderados por el médico canadiense Frederic Banting. En 1922, y mientras investigaba para la Universidad de Toronto, Banting anunció al mundo que había logrado aislar la insulina a partir del páncreas de un perro.
Que eso se alcanzara en los laboratorios de una universidad daba algunas garantías, o al menos esa era la primera intención. Banting y su equipo patentaron la insulina y la vendieron por la simbólica suma de un dólar a la Universidad de Toronto. Cuando le preguntaron por qué se negaba incluso a poner su nombre en la patente, el médico canadiense respondió: “La insulina no me pertenece, le pertenece al mundo”.
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La idea con esto, explica Luis Edgar Parra Salas, doctor en Salud Pública de la Universidad Nacional y quien dedicó 8 años de su vida a investigar el acceso a la insulina, era lograr dos objetivos: que la institución controlara las normas y la calidad de la insulina producida; y prevenir la aparición de un monopolio que pudiera proteger el derecho de los pacientes. Ninguno de los dos se logró. La Universidad no pudo asumir la demanda que tuvo la insulina y decidió extender permisos de su patente a 25 empresas en todo el mundo
En Estados Unidos, por ejemplo, la primera en comenzar a producir industrialmente insulina fue la farmacéutica Eli Lilly & Co, radicada en Indianápolis. A la norteamericana le siguió la fábrica alemana de colorante Hoechst, la primera en Europa en producir insulina y la predecesora de la actual compañía biofarmacéutica Sanofi. Finalmente, en Dinamarca se fundó la organización sin ánimo de lucro Nordisk Insulinlaboratorium, y posteriormente, en 1925, se fundó la empresa Novo. “En una articulación veloz entre la investigación de base y la iniciativa empresarial, para febrero de 1923 —increíblemente a tan solo dos años del descubrimiento de la insulina— se inició su producción industrial”, explica Parra.
Esas tres compañías (Eli Lilly & Co, Sanofi y Novo Nordisk) controlan hoy, un siglo después, el 99% del mercado mundial de la insulina.
Haya sido ingenuo o no, la Universidad de Toronto creía que en el futuro la patente de la insulina iba a ser inútil. En el libro The Discovery of Insulin, el profesor emérito de esa universidad, Michael Bliss, sintetiza así lo que la institución esperaba: “Cuando se publiquen los detalles del método de preparación, cualquiera sería libre de preparar el extracto, pero nadie podría asegurar un monopolio rentable”. Se imaginaban que, manteniendo la primera patente, todas las personas podrían en un futuro producir insulina, si la necesitaban. Pero cuando accedió a extender la patente a empresas privadas, la universidad cedió en un elemento que a la postre resultaría clave: los derechos de las “mejoras” sobre la insulina.
Los académicos no contaron con que las farmacéuticas iban a buscar, y lo lograrían, mejorar la receta original. “La estrategia de la industria farmacéutica, monopólica, por demás, ha sido la llamada innovación incremental, que se basa en muy pequeños cambios que no significan grandes aportes de eficacia o de calidad, pero sí grandes diferencias de precio”, explica Mario Hernández Álvarez, del Departamento de Salud Pública de la U. Nacional. Para entender por qué esto permitió que un siglo después de la invención, las farmacéuticas Eli Lilly & Co, Sanofi y Novo Nordisk mantengan las patentes sobre la insulina, hay que entender brevemente cómo y por qué funcionan las patentes.
Debido a que la innovación es necesaria, pero muy cara, los Estados acceden a que los medicamentos innovadores tengan una ventana de oportunidad a precios altos para que la empresa recupere lo invertido. Para eso, entre otras cosas, existen las patentes. Lo ideal es que cuando ese tiempo, que suele ser de 20 años, termine, el medicamento pueda ser “copiado” en genéricos. El “problema” con la insulina es que eso último nunca pasó porque las farmacéuticas utilizaron cada mejora sobre la “receta” original para ampliar su control sobre la patente. (Le puede interesar El 98% de municipios rurales del país no tienen información suficiente de salud)
Por ejemplo, a principios de la década de 1930, Novo Nordisk descubrió que agregando una proteína podía extender los efectos de la insulina. En 1946 presentó al mundo la insulina NPH, que les permitió a los diabéticos combinar la insulina de corta duración con la larga, uno de los tratamientos que sigue usando hoy en día para la diabetes tipo 1. De esta manera, logró ampliar las patentes hasta 1970, cuando, de nuevo, presentó una nueva innovación. La insulina se aislaba hasta entonces de vacas y de cerdos, lo que conllevaba riesgos de reacciones en los humanos. Novo y Eli Lilly mejoraron la pureza, redujeron estos efectos secundarios y alargaron la patente sobre la insulina, otra vez, hasta finales de 1980.
La historia se repitió, de nuevo, en los ochenta, cuando el mundo conoció que además de las insulinas de vaca y de cerdo, era posible aislar la insulina humana, lo que llevó el medicamento a otra fase. Finalmente, a finales del siglo XX las farmacéuticas habían logrado producir insulina análoga (que imita la liberación de la insulina por el páncreas) a través del ADN. De nuevo, prolongaron sus patentes. A partir de esta última tecnología, sin embargo, es cada vez más difícil estar seguro de que las modificaciones en las insulinas análogas las hacen más valiosas que las insulinas humanas, como lo supone el mercado.
Lo que sí está aclaro, explica Jeremy A. Greene, en The New England Journal of Medicine, es que un siglo después “...todavía no existe un suministro económico de insulina para las personas que viven con diabetes en América del Norte, y los estadounidenses están pagando un alto precio por el rejuvenecimiento continuo de esta medicina moderna, la más antigua”. Y es que aún en los países donde están registradas todas las insulinas (como Estados Unidos y Colombia), hay problemas muy graves.
La guerra de la insulina
En Estados Unidos la insulina se raciona. Más de un millón de personas (lo que representa aproximadamente el 16,5 % de la población estadounidense con diabetes que necesita insulina) la consume a veces, poniendo su vida en peligro. Un estudio publicado recientemente en Annals of Internal Medicine por investigadores de la Escuela de Medicina de Harvard y el Hunter College de la Universidad de la ciudad de Nueva York, estima que las personas con más probabilidad de racionar la sustancia son las menores de 65 años y las personas sin seguro médico. ¿La principal razón? Los altos precios.
El precio de los tipos de insulina utilizados en Estados Unidos es diez veces mayor que en el resto de los países del mundo desarrollado. Basta un ejemplo para entenderlo. El precio de la insulina Lantus, una de las más vendidas de Sanofi, es alrededor de cinco veces y media (+557,86 %) mayor que el promedio mundial, según el Índice de precios de los medicamentos 2019 de Medbelle (proveedor médico de salud digital de Reino Unido). Al valor de Lantus, a EE. UU. lo sigue Argentina (+169,96%), Chile (+168,17%), y Australia (+143,45%), mientras que Colombia aparece en el puesto 47. (Le puede interesar Más de 190 mil personas conocieron su diagnóstico de VIH entre 2019 y 2022)
Según este índice, en nuestro país la insulina es un -29,55 % más barata que el promedio mundial. El Ministerio de Salud estima que una de cada diez personas en Colombia sufre diabetes. En 2020 expidió la Resolución n.° 2481, en la que determina que todos ellos tienen derecho a las insulinas y a sus mecanismos de administración (bombas, jeringas prellenadas, cartuchos o plumas prellenadas, etc.). Esto, si bien puede parecer un alivio, tiene sus problemas.
“Hay una sensación de que aquí no pasa nada porque todo está incluido. Yo creo que tenemos una aproximación bastante maximalista a la cobertura de insulinas. Las nuevas insulinas análogas no cambian sustancialmente el desempeño con respecto a las clásicas, pero sí su precio, que es mucho mayor. Colombia fue de los primeros países en tener una cobertura completa de esas insulinas sin considerar esos valores. Eso duplicó el gasto público”, explica Claudia Vaca, directora del Centro de Pensamiento, Medicamentos, Información y Poder de la U. Nacional.
Esa institución realizó un estudio en 2018 en el que estima que los precios de la insulina aumentaron alrededor de un 60% desde 2011. En 2015, por ejemplo, el país gastó más de USD 35 millones en la insulina análoga glargina, mucho más que el gasto de países como México (de menos de ocho millones) o de Chile, que ni siquiera alcanzó los cuatro millones. El Centro de Pensamiento, Medicamentos, Información y Poder estima que si los más de 35 millones de dólares en insulina glargina se hubieran destinado en 2015 a la insulina clásica, el gasto hubiera sido un 37% menor, con un ahorro de por lo menos USD 13 millones (Le puede interesar Medicamento para tratar fibrosis quística está en riesgo de desabastecimiento)
Con la regulación de los precios de los medicamentos que el Ministerio de Salud llevó a cabo en los últimos años, los valores de la insulina análoga bajaron “pero nunca al nivel de la insulina clásica, que debería ser el ideal”, explica Vaca. En 2019 los gastos de Colombia en insulina glargina, para seguir con el ejemplo, seguían siendo superiores a los de países más desarrollados como Francia, Reino Unido, España, Portugal o Noruega.
El problema para el sistema de salud colombiano es que los médicos están prescribiendo más la insulina análoga (91.2% de las veces) que las clásicas (18.9%), según el centro que dirige Vaca. Esto es una tendencia que asemeja la de países como Estados Unidos. “Esto no solo se justifica mediante los cambios demográficos y epidemiológicos, sino también en posible ausencia de políticas de promoción de uso racional de medicamentos eficientes y por la incidencia de la presión de la innovación sobre la prescripción de medicamentos”, señala en un análisis el Centro de Pensamiento, Medicamentos, Información y Poder
No se trata de que este tipo de insulinas no tengan cabida en el país. “Si hubiéramos logrado mantener las insulinas clásicas al precio al que están ahora y las insulinas análogas hubieran entrado como sustitutas directas de las primeras, sin ningún beneficio relevante, hubiéramos logrado evitar el aumento en el gasto público”, finaliza Vaca. La discusión, sin embargo, está lejos de cerrarse. Durante los próximos años se cumplirá, de nuevo, el tiempo límite para que caduquen las patentes sobre la insulina análoga. ¿Permitirá el mundo que un medicamento creado hace un siglo y cuya patente fue vendida por un dólar por sus creadores, siga exclusivamente en manos privadas?