¿Podemos habituarnos a la deshonestidad? Esto dicen las neurociencias
¿Hemos normalizado la corrupción y la deshonestidad? ¿Por qué engañamos para entrar un estadio o mentimos para que se apruebe un proyecto de ley? Aquí hay algunos puntos de vista desde las neurociencias.
Maritza Rodríguez Guarín*
A diario escuchamos y leemos noticias acerca de actos de deshonestidad y corrupción a todo nivel. Desde la trampa y conductas violentas de nuestros compatriotas para ingresar sin boleta a un estadio, pasando por encima de los derechos de los demás, hasta las denuncias de corrupción en los distintos escenarios gubernamentales y privados que comprometen los recursos de los más necesitados. Recientemente, varios columnistas de este y otros medios han reflexionado, preguntándose si es que hemos normalizado la corrupción y la deshonestidad, si ya nos hemos rendido como sociedad frente a estas o si, simplemente, las justificamos como la dinámica usual que tienen los políticos para sacar adelante los proyectos para las comunidades o regiones que ellos representan, o las reformas que el gobierno de turno está tratando de implementar, en aras de un “bien mayor”.
Durante mucho tiempo los científicos sociales se han interesado en el estudio de la trampa y el engaño. La honestidad como valor social se considera fundamental para la sociedad. La deshonestidad, aunque omnipresente, impone altos costos financieros y colectivos a la sociedad. En términos simples, el comportamiento deshonesto resultaría del fracaso de la fuerza de voluntad del individuo para controlar su comportamiento egoísta.
Pero, ¿qué dicen al respecto las neurociencias? Los neurocientíficos han tratado de responder cómo está implicado nuestro cerebro en el comportamiento deshonesto, desarrollando experimentos comportamentales que plantean dilemas morales mientras observan el funcionamiento del cerebro en los participantes. Por una parte, han estudiado el papel del control cognitivo que el individuo pueda ejercer frente a una situación que, si bien lo beneficia, podría socavar los derechos o el bienestar de los demás, y han entendido que su papel no es un asunto tan sencillo. De hecho, la evidencia sugiere que el control cognitivo no es necesario para ser honesto o deshonesto per se; depende de las diferencias individuales en lo que se conoce como el “default moral” de cada persona.
Ha existido una polémica frente a si la honestidad es una cuestión de voluntad o una especie de don o gracia natural. La hipótesis de la voluntad plantea que la decisión del individuo es la que predomina para contrarrestar la tentación de hacer trampa, mientras que el comportamiento deshonesto para beneficiarse a uno mismo sería una respuesta automática de la persona. En contraste, la hipótesis de la gracia asume que la honestidad fluye automáticamente sin resistencia activa a la tentación, mientras que el comportamiento deshonesto se realiza mediante el control cognitivo para anular los impulsos honestos.
La red cerebral prefrontal parecería mediar tanto la honestidad de los individuos que son generalmente deshonestos como la deshonestidad de aquellos que generalmente son honestos a través del control cognitivo. Las neuroimágenes cerebrales funcionales revelan una mayor actividad en el Núcleo Accumbens, región crítica para el procesamiento de recompensas, en los participantes que hacen trampa en los experimentos. En contraste, los participantes que son generalmente honestos exhiben un aumento de la actividad neuronal en una red que conecta la corteza prefrontal medial, la corteza cingulada posterior y la unión témporo-parietal cuando se enfrentan a la oportunidad de hacer trampa.
Responder a la pregunta de en qué sentido se inclina la balanza del control cognitivo (hacer trampa o no) no es tarea fácil y los estudios no son concluyentes. Sin embargo, parecieran aclarar que para aquellas personas que son propensas a la deshonestidad, el control cognitivo ayuda a ser honestos, como una especie de freno, pero para aquellos que ya son generalmente honestos, el control cognitivo puede ayudarlos a hacer trampa para beneficiarse ocasionalmente de pequeños actos de deshonestidad. Es decir, el control cognitivo puede operar en cualquiera de las dos direcciones y depende también del sujeto.
En otras palabras, las diferencias individuales en la honestidad se distribuyen a lo largo de un continuo. Nadie es cien por ciento honesto o deshonesto. Las personas de un lado del espectro tienen disposiciones automáticas para comportarse honestamente, lo que se asocia con un pensamiento de mayor preocupación a la censura cuando se enfrentan a la oportunidad de hacer trampa. Por el contrario, los participantes del otro lado del espectro tienen una tendencia general a comportarse de manera deshonesta, y sus decisiones de hacer trampa están impulsadas con más fuerza por las recompensas.
Ahora bien, para responder a la pregunta de si nos hemos habituado al comportamiento deshonesto hasta el punto de normalizarlo y no reaccionar frente a él con desaprobación y censura, podemos apoyarnos en estudios realizados por neurocientíficos que se han enfocado en averiguar si la deshonestidad puede escalar desde niveles pequeños a niveles más grandes, facilitando al individuo cometer faltas cada vez más graves.
Para esto, los investigadores han explorado el funcionamiento de la amígdala (estructura cerebral principal protagonista en el procesamiento de las emociones y en la respuesta de miedo y huida frente al peligro). Un grupo de investigadores hicieron un experimento en el que se observaba el funcionamiento del cerebro de los participantes mientras tenían la oportunidad de actuar de manera deshonesta. Su objetivo era examinar si la deshonestidad se intensificaba con el tiempo, si la respuesta a la deshonestidad en la amígdala disminuía con el tiempo, y si el alcance de la disminución podía predecir el grado de incremento del acto deshonesto.
Los hallazgos mostraron que la repetición de actos deshonestos reducía la fuerza de la respuesta emocional, es decir, que parecería que la amígdala se va adaptando gradualmente a la deshonestidad con el tiempo. Sin embargo, el simple acto deshonesto repetido no parece suficiente para que se lleve a cabo la escalada, debe estar presente un motivo de interés o beneficio propio.
Si bien los hallazgos de estudios como este son muy reveladores, la observación del funcionamiento de estas estructuras cerebrales durante un experimento en el laboratorio no puede asegurarnos que esto se replique y se mantenga en la vida cotidiana.
Pero, por otra parte, sería tentador preguntarse si cuando los individuos de una sociedad observan persistentemente comportamientos deshonestos en sus líderes o referentes sociales, se configura una suerte de patrón de respuesta indiferente o justificadora que se instala en la sociedad misma, es decir, que la habituación a la deshonestidad no ocurriría únicamente en el perpetrador sino también en el observador.
Estas son preguntas mucho más complejas de responder con un ensayo experimental. Y ahí, las neurociencias sociales se han aproximado para tratar de entender las respuestas emocionales, la empatía y los juicios morales que hacemos las personas.
En esta dirección los investigadores colombianos que diseñaron la Encuesta Nacional de Salud Mental en 2015, una encuesta de hogares realizada en todo el territorio nacional, incluyó por primera vez una tarea de empatía frente al dolor en la cual se presentaba a los respondientes tres secuencias de imágenes: una en la cual una persona al levantarse de una mesa golpeaba por accidente a otra persona que iba pasando por allí (causar dolor accidentalmente); otra secuencia de imágenes en la que una persona a propósito enterraba un objeto punzante en la mano de otro (causar dolor intencionalmente), y una tercera secuencia neutra en la cual una persona entregaba a la otra una flor.
Sobre cada secuencia se le preguntó a los participantes qué tan incorrecta es la acción y qué tan mala era la persona que lastimó al otro (juicio moral/rectitud); qué tan tristes se sentían por la persona lastimada intencional o accidentalmente (preocupación empática); y qué tanto castigo debería recibir el agresor (juicio moral/castigo).
El 61% consideró el daño intencional como una acción muy incorrecta; el 19% como moderadamente incorrecta, mientras que casi un 20% respondió que era una acción poco o nada incorrecta. En la pregunta de reacción empática frente a la persona lastimada solo poco más de la mitad de los entrevistados dijo sentirse muy triste por quien recibió la agresión intencional y un 45% manifestó sentir poco o nada de tristeza. Solo el 24.5% de las personas respondieron sentir mucha tristeza por el agredido intencionalmente y el 17.1% mucha tristeza por el sujeto lastimado accidentalmente.
Finalmente, las respuestas sobre el juicio moral fueron desconcertantes en cuanto a que 21 % consideró que el agresor intencional debería recibir poco o ningún castigo y, en contraste, el sujeto que causó dolor accidentalmente también debería ser castigado, según un 41% de los respondientes. Aunque estos hallazgos son preocupantes, no permiten sacar conclusiones acerca de cómo está la empatía y la cognición social de los colombianos sin hacer análisis más profundos y complejos. No obstante, sí preocupa mucho que existan personas que no censuran una acción de daño intencional y otras que consideran que una acción accidental debe ser castigada.
Seguimos atentos a los avances de las neurociencias en este campo, pero es preciso promover actitudes empáticas y de juicio moral frente a la deshonestidad desde la infancia, en la escuela, en el hogar y todas las instancias de la sociedad.
*MSc, MD psiquiatra / Codirectora científica del Programa Equilibrio
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A diario escuchamos y leemos noticias acerca de actos de deshonestidad y corrupción a todo nivel. Desde la trampa y conductas violentas de nuestros compatriotas para ingresar sin boleta a un estadio, pasando por encima de los derechos de los demás, hasta las denuncias de corrupción en los distintos escenarios gubernamentales y privados que comprometen los recursos de los más necesitados. Recientemente, varios columnistas de este y otros medios han reflexionado, preguntándose si es que hemos normalizado la corrupción y la deshonestidad, si ya nos hemos rendido como sociedad frente a estas o si, simplemente, las justificamos como la dinámica usual que tienen los políticos para sacar adelante los proyectos para las comunidades o regiones que ellos representan, o las reformas que el gobierno de turno está tratando de implementar, en aras de un “bien mayor”.
Durante mucho tiempo los científicos sociales se han interesado en el estudio de la trampa y el engaño. La honestidad como valor social se considera fundamental para la sociedad. La deshonestidad, aunque omnipresente, impone altos costos financieros y colectivos a la sociedad. En términos simples, el comportamiento deshonesto resultaría del fracaso de la fuerza de voluntad del individuo para controlar su comportamiento egoísta.
Pero, ¿qué dicen al respecto las neurociencias? Los neurocientíficos han tratado de responder cómo está implicado nuestro cerebro en el comportamiento deshonesto, desarrollando experimentos comportamentales que plantean dilemas morales mientras observan el funcionamiento del cerebro en los participantes. Por una parte, han estudiado el papel del control cognitivo que el individuo pueda ejercer frente a una situación que, si bien lo beneficia, podría socavar los derechos o el bienestar de los demás, y han entendido que su papel no es un asunto tan sencillo. De hecho, la evidencia sugiere que el control cognitivo no es necesario para ser honesto o deshonesto per se; depende de las diferencias individuales en lo que se conoce como el “default moral” de cada persona.
Ha existido una polémica frente a si la honestidad es una cuestión de voluntad o una especie de don o gracia natural. La hipótesis de la voluntad plantea que la decisión del individuo es la que predomina para contrarrestar la tentación de hacer trampa, mientras que el comportamiento deshonesto para beneficiarse a uno mismo sería una respuesta automática de la persona. En contraste, la hipótesis de la gracia asume que la honestidad fluye automáticamente sin resistencia activa a la tentación, mientras que el comportamiento deshonesto se realiza mediante el control cognitivo para anular los impulsos honestos.
La red cerebral prefrontal parecería mediar tanto la honestidad de los individuos que son generalmente deshonestos como la deshonestidad de aquellos que generalmente son honestos a través del control cognitivo. Las neuroimágenes cerebrales funcionales revelan una mayor actividad en el Núcleo Accumbens, región crítica para el procesamiento de recompensas, en los participantes que hacen trampa en los experimentos. En contraste, los participantes que son generalmente honestos exhiben un aumento de la actividad neuronal en una red que conecta la corteza prefrontal medial, la corteza cingulada posterior y la unión témporo-parietal cuando se enfrentan a la oportunidad de hacer trampa.
Responder a la pregunta de en qué sentido se inclina la balanza del control cognitivo (hacer trampa o no) no es tarea fácil y los estudios no son concluyentes. Sin embargo, parecieran aclarar que para aquellas personas que son propensas a la deshonestidad, el control cognitivo ayuda a ser honestos, como una especie de freno, pero para aquellos que ya son generalmente honestos, el control cognitivo puede ayudarlos a hacer trampa para beneficiarse ocasionalmente de pequeños actos de deshonestidad. Es decir, el control cognitivo puede operar en cualquiera de las dos direcciones y depende también del sujeto.
En otras palabras, las diferencias individuales en la honestidad se distribuyen a lo largo de un continuo. Nadie es cien por ciento honesto o deshonesto. Las personas de un lado del espectro tienen disposiciones automáticas para comportarse honestamente, lo que se asocia con un pensamiento de mayor preocupación a la censura cuando se enfrentan a la oportunidad de hacer trampa. Por el contrario, los participantes del otro lado del espectro tienen una tendencia general a comportarse de manera deshonesta, y sus decisiones de hacer trampa están impulsadas con más fuerza por las recompensas.
Ahora bien, para responder a la pregunta de si nos hemos habituado al comportamiento deshonesto hasta el punto de normalizarlo y no reaccionar frente a él con desaprobación y censura, podemos apoyarnos en estudios realizados por neurocientíficos que se han enfocado en averiguar si la deshonestidad puede escalar desde niveles pequeños a niveles más grandes, facilitando al individuo cometer faltas cada vez más graves.
Para esto, los investigadores han explorado el funcionamiento de la amígdala (estructura cerebral principal protagonista en el procesamiento de las emociones y en la respuesta de miedo y huida frente al peligro). Un grupo de investigadores hicieron un experimento en el que se observaba el funcionamiento del cerebro de los participantes mientras tenían la oportunidad de actuar de manera deshonesta. Su objetivo era examinar si la deshonestidad se intensificaba con el tiempo, si la respuesta a la deshonestidad en la amígdala disminuía con el tiempo, y si el alcance de la disminución podía predecir el grado de incremento del acto deshonesto.
Los hallazgos mostraron que la repetición de actos deshonestos reducía la fuerza de la respuesta emocional, es decir, que parecería que la amígdala se va adaptando gradualmente a la deshonestidad con el tiempo. Sin embargo, el simple acto deshonesto repetido no parece suficiente para que se lleve a cabo la escalada, debe estar presente un motivo de interés o beneficio propio.
Si bien los hallazgos de estudios como este son muy reveladores, la observación del funcionamiento de estas estructuras cerebrales durante un experimento en el laboratorio no puede asegurarnos que esto se replique y se mantenga en la vida cotidiana.
Pero, por otra parte, sería tentador preguntarse si cuando los individuos de una sociedad observan persistentemente comportamientos deshonestos en sus líderes o referentes sociales, se configura una suerte de patrón de respuesta indiferente o justificadora que se instala en la sociedad misma, es decir, que la habituación a la deshonestidad no ocurriría únicamente en el perpetrador sino también en el observador.
Estas son preguntas mucho más complejas de responder con un ensayo experimental. Y ahí, las neurociencias sociales se han aproximado para tratar de entender las respuestas emocionales, la empatía y los juicios morales que hacemos las personas.
En esta dirección los investigadores colombianos que diseñaron la Encuesta Nacional de Salud Mental en 2015, una encuesta de hogares realizada en todo el territorio nacional, incluyó por primera vez una tarea de empatía frente al dolor en la cual se presentaba a los respondientes tres secuencias de imágenes: una en la cual una persona al levantarse de una mesa golpeaba por accidente a otra persona que iba pasando por allí (causar dolor accidentalmente); otra secuencia de imágenes en la que una persona a propósito enterraba un objeto punzante en la mano de otro (causar dolor intencionalmente), y una tercera secuencia neutra en la cual una persona entregaba a la otra una flor.
Sobre cada secuencia se le preguntó a los participantes qué tan incorrecta es la acción y qué tan mala era la persona que lastimó al otro (juicio moral/rectitud); qué tan tristes se sentían por la persona lastimada intencional o accidentalmente (preocupación empática); y qué tanto castigo debería recibir el agresor (juicio moral/castigo).
El 61% consideró el daño intencional como una acción muy incorrecta; el 19% como moderadamente incorrecta, mientras que casi un 20% respondió que era una acción poco o nada incorrecta. En la pregunta de reacción empática frente a la persona lastimada solo poco más de la mitad de los entrevistados dijo sentirse muy triste por quien recibió la agresión intencional y un 45% manifestó sentir poco o nada de tristeza. Solo el 24.5% de las personas respondieron sentir mucha tristeza por el agredido intencionalmente y el 17.1% mucha tristeza por el sujeto lastimado accidentalmente.
Finalmente, las respuestas sobre el juicio moral fueron desconcertantes en cuanto a que 21 % consideró que el agresor intencional debería recibir poco o ningún castigo y, en contraste, el sujeto que causó dolor accidentalmente también debería ser castigado, según un 41% de los respondientes. Aunque estos hallazgos son preocupantes, no permiten sacar conclusiones acerca de cómo está la empatía y la cognición social de los colombianos sin hacer análisis más profundos y complejos. No obstante, sí preocupa mucho que existan personas que no censuran una acción de daño intencional y otras que consideran que una acción accidental debe ser castigada.
Seguimos atentos a los avances de las neurociencias en este campo, pero es preciso promover actitudes empáticas y de juicio moral frente a la deshonestidad desde la infancia, en la escuela, en el hogar y todas las instancias de la sociedad.
*MSc, MD psiquiatra / Codirectora científica del Programa Equilibrio
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