¿Por qué aprendemos mejor en la infancia?
Hasta ahora no había evidencia neurocientífica clara que explicara por qué los menores aprenden de manera más eficiente que los adultos. Nuevas investigaciones indican que la clave está en las concentraciones de un neurotransmisor fundamental en el cerebro: en esta etapa sus niveles son más flexibles.
Entre los dos y los 10 años, nuestro cerebro es una esponja, una metáfora que se hizo más popular aún gracias a un estudio español publicado en 1997 en Open Edition Journals y liderado por María Luisa García Bermejo. “Cuanto más jóvenes son, más se parecen a las esponjas, cuanto más absorben, más retienen”, señala el análisis. (Le puede interesar: Pese a anuncio de Petro, Invima sigue sin director en propiedad. Nombran otro encargado)
Pero, ¿de verdad es esto así y lo absorben todo? “Evidentemente tienen que filtrar –explica a SINC Manuel Martín-Loeches, catedrático de psicobiología en la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Están sujetos a muchos estímulos. El propio cerebro determina que es redundante qué es necesario y qué no. Pero para ellos es todo novedad. Y eso es fundamental en el cerebro de los primates: nos gusta la novedad, nos gusta explorar”.
Según Martín-Loeches, “la recompensa, los estímulos positivos genera un tono emocional que facilita el aprendizaje y la memoria. Un tono positivo permite consolidar la memoria, uno negativo lo dificulta. Cuando crecemos ya no somos tan esponjas. La novedad es la clave”.
Y aun así, la novedad no basta: el proceso de aprendizaje es mucho más complicado y no se basa en una cuestión de osmosis o proximidad. (Le recomendamos: Científicos descubren enzima que explica por qué la orina es amarilla)
Por ejemplo, nuestra habilidad para aprender un nuevo idioma desciende notablemente a partir de los 10 años, de acuerdo con un estudio liderado por Steven Pinker, de la Universidad de Harvard. Esto se debe tanto a la neuroplasticidad como a su “flexibilidad cognitiva”, de acuerdo con un estudio publicado en Neuroscience Journal.
Algo similar ocurre con las matemáticas: en niños menores de dos años y medio (y en algunos niños un poco mayores), la predominancia del lado derecho del cerebro les da la capacidad de percibir instantáneamente cuántos elementos hay en un conjunto relativamente grande, sin contarlos o adivinar. Esa es la conclusión de un análisis liderado por Karin Landerl, de la Universidad de Graz (Austria) y cuyos resultados se dieron a conocer en Frontiers of Phsychology.
Más neuronas y más conexiones disponibles
Una de las claves vinculadas a la facilidad para aprender en la infancia es la novedad y otra resulta ser la conexión. “A edades más tempranas hay más neuronas y más conexiones disponibles, pero luego se eliminan si no las usamos y si las utilizas, se consolidan. Hay un principio en el cerebro que es muy interesante. Cuando dos neuronas se conectan, la que recibe el neurotransmisor, le envía a la anterior una sustancia que la mantiene viva y esto es fundamental”, señalaMartín-Loeches, autor del recientemente publicado ¿De qué nos sirve ser tan listos?, de Editorial Destino. (También puede leer: Invima alertó sobre robo de lotes de arroz, papa y ensaladas, ¿Cómo reconocerlos?)
Pero, a riesgo de repetirnos, el proceso de aprendizaje es mucho más complejo todavía, aunque la ventaja de la infancia podría reducirse a cuatro letras: GABA, la abreviatura en inglés del neurotransmisor ácido γ-aminobutírico. En términos básicos, es el principal neurotransmisor inhibidor del sistema nervioso central de los mamíferos y su función principal es reducir la excitabilidad neuronal: hace de dique para que un impulso no se transmita a otras neuronas. Y, al mismo tiempo, permite que se fije en nuestra memoria lo que aprendemos.
Aunque no todo es blanco o negro y en eso se centra un nuevo trabajo publicado en Current Biology y liderado por Takeo Watanabe de la Universidad Brown (EE UU).
En los adultos, poco después de aprender algo nuevo, la red neuronal involucrada en el aprendizaje “se mantiene activa. Si se necesita la misma red neuronal o una similar para aprender algo más demasiado pronto, la información que se procesó recientemente puede destruirse. Este fenómeno se conoce como interferencia retrógrada”, escribe Watanabe e una nota introductoria a su estudio.
Este científico está de acuerdo con que el neurotransmisor GABA tiene una función importante para ayudar al cerebro a consolidar nueva información al estabilizar la red para que el aprendizaje posterior no anule lo que ya estaba allí. Sin embargo, este tipo de procesamiento inhibidor de GABA no está completamente maduro en los niños.
“En la infancia los niveles de GABA son más bajos –añade el neurofisiólogo de Brown–. Es por eso que tienen menos habilidades inhibitorias y un control de los impulsos más débil que los adultos”.
Pero… si GABA es necesario para configurar el cerebro y que sea capaz de aprender elementos consecutivos, y en la infancia tenemos concentraciones más bajas, ¿por qué aprendamos mejor a edades tempranas?
La realidad, hasta ahora, era que no había evidencia neurocientífica clara que explique por qué los menores aprenden de manera más eficiente que los adultos.
Lo que se sabe, desde hace al menos un siglo, es que el cerebro adulto necesita un período de “enfriamiento” después de aprender nueva información. Si bien estudios previos, habían medido la concentración de GABA en la infancia, lo habían hecho en un solo punto y en un contexto no relacionado con el aprendizaje. Así, para comprender mejor los mecanismos de aprendizaje, el equipo de Watanabe necesitaba medir la concentración de GABA en un entorno vinculado al aprendizaje y en diferentes áreas.
Para ello, recurrieron a la técnica de MRS (siglas en inglés de espectroscopia de resonancia magnética de protones) funcional. En términos sencillos, actúa de un modo similar a los espectrómetros de los telescopios que miden los elementos químicos en las estrellas para saber su composición. En este caso, la MRS funcional detecta las frecuencias de resonancia en diferentes moléculas, lo que da como resultado un perfil específico para cada neuroquímico.
Esto permitió al equipo de Watanabe medir la concentración de GABA en áreas corticales visuales tempranas antes, durante y después de varias sesiones de aprendizaje. Luego compararon las concentraciones entre menores (de 8 a 11 años) y adultos (de 18 a 35 años).
Los resultados mostraron que, antes de que comience el aprendizaje, la cantidad total de GABA en el primer grupo fue menor que en los adultos (algo que supuestamente complicaría la capacidad de afianzar conocimientos), sin embargo, en las siguientes rondas de aprendizaje, el cerebro de los menores mostró un aumento rápido en la concentración de GABA, mientras que en los adultos no cambió.
“Las sesiones de aprendizaje consecutivas parecieron aumentar la concentración de GABA en los niños, lo que permitió que el aprendizaje se estabilizara rápidamente”, concluyen los autores.
Los análisis también mostraron que bastaron unos minutos para esta estabilización, mientras que los adultos precisaron al menos una hora para alcanzar unos niveles de GABA que les permitieran adquirir nuevos conocimientos.
Los resultados de los experimentos sugieren que, en comparación con los adultos, los niños exhiben un procesamiento inhibitorio asociado al GABA más dinámico, que se adapta más rápidamente para estabilizar el aprendizaje que en los adultos, explican los investigadores.
Un último detalle que también influye en el aprendizaje y se sabe desde hace siglos es la felicidad. Pero también el miedo. Las emociones, en general, son condicionantes para nuestra capacidad de afianzar conocimientos. Tanto las positivas como las negativas. La diferencia es a qué conocimientos beneficia cada una.
Emoción y memoria
“Hay un circuito neural que te da el tono emocional y está ubicado, principalmente, en la amígdala –indica Martín-Loeches–. La amígdala está pegada al hipocampo, que es responsable de la memoria. De este modo, la emoción y la memoria están muy cerca y por eso durante la infancia se aprende más, porque nos emociona lo nuevo. Normalmente una emoción positiva para aprender y consolidar, pero depende del tipo de tarea también.
La dopamina “lubrica” las conexiones y permite que se hagan asociaciones más fácilmente. Pero también hay que tener en cuenta que estas emociones se acompañan de estados menos analíticos, mientras que las negativas son más propicias para el análisis. Por ejemplo, en matemáticas, las negativas serían más útiles porque te impiden estar disperso y te obligan a estar concentrado”.
Tiempo atrás se decía que la “letra con sangre entra” y aprendíamos por las buenas o por las malas… Hoy la ciencia demuestra que la letra entra con mielina, con emociones, con GABA. Y también con felicidad.
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Entre los dos y los 10 años, nuestro cerebro es una esponja, una metáfora que se hizo más popular aún gracias a un estudio español publicado en 1997 en Open Edition Journals y liderado por María Luisa García Bermejo. “Cuanto más jóvenes son, más se parecen a las esponjas, cuanto más absorben, más retienen”, señala el análisis. (Le puede interesar: Pese a anuncio de Petro, Invima sigue sin director en propiedad. Nombran otro encargado)
Pero, ¿de verdad es esto así y lo absorben todo? “Evidentemente tienen que filtrar –explica a SINC Manuel Martín-Loeches, catedrático de psicobiología en la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Están sujetos a muchos estímulos. El propio cerebro determina que es redundante qué es necesario y qué no. Pero para ellos es todo novedad. Y eso es fundamental en el cerebro de los primates: nos gusta la novedad, nos gusta explorar”.
Según Martín-Loeches, “la recompensa, los estímulos positivos genera un tono emocional que facilita el aprendizaje y la memoria. Un tono positivo permite consolidar la memoria, uno negativo lo dificulta. Cuando crecemos ya no somos tan esponjas. La novedad es la clave”.
Y aun así, la novedad no basta: el proceso de aprendizaje es mucho más complicado y no se basa en una cuestión de osmosis o proximidad. (Le recomendamos: Científicos descubren enzima que explica por qué la orina es amarilla)
Por ejemplo, nuestra habilidad para aprender un nuevo idioma desciende notablemente a partir de los 10 años, de acuerdo con un estudio liderado por Steven Pinker, de la Universidad de Harvard. Esto se debe tanto a la neuroplasticidad como a su “flexibilidad cognitiva”, de acuerdo con un estudio publicado en Neuroscience Journal.
Algo similar ocurre con las matemáticas: en niños menores de dos años y medio (y en algunos niños un poco mayores), la predominancia del lado derecho del cerebro les da la capacidad de percibir instantáneamente cuántos elementos hay en un conjunto relativamente grande, sin contarlos o adivinar. Esa es la conclusión de un análisis liderado por Karin Landerl, de la Universidad de Graz (Austria) y cuyos resultados se dieron a conocer en Frontiers of Phsychology.
Más neuronas y más conexiones disponibles
Una de las claves vinculadas a la facilidad para aprender en la infancia es la novedad y otra resulta ser la conexión. “A edades más tempranas hay más neuronas y más conexiones disponibles, pero luego se eliminan si no las usamos y si las utilizas, se consolidan. Hay un principio en el cerebro que es muy interesante. Cuando dos neuronas se conectan, la que recibe el neurotransmisor, le envía a la anterior una sustancia que la mantiene viva y esto es fundamental”, señalaMartín-Loeches, autor del recientemente publicado ¿De qué nos sirve ser tan listos?, de Editorial Destino. (También puede leer: Invima alertó sobre robo de lotes de arroz, papa y ensaladas, ¿Cómo reconocerlos?)
Pero, a riesgo de repetirnos, el proceso de aprendizaje es mucho más complejo todavía, aunque la ventaja de la infancia podría reducirse a cuatro letras: GABA, la abreviatura en inglés del neurotransmisor ácido γ-aminobutírico. En términos básicos, es el principal neurotransmisor inhibidor del sistema nervioso central de los mamíferos y su función principal es reducir la excitabilidad neuronal: hace de dique para que un impulso no se transmita a otras neuronas. Y, al mismo tiempo, permite que se fije en nuestra memoria lo que aprendemos.
Aunque no todo es blanco o negro y en eso se centra un nuevo trabajo publicado en Current Biology y liderado por Takeo Watanabe de la Universidad Brown (EE UU).
En los adultos, poco después de aprender algo nuevo, la red neuronal involucrada en el aprendizaje “se mantiene activa. Si se necesita la misma red neuronal o una similar para aprender algo más demasiado pronto, la información que se procesó recientemente puede destruirse. Este fenómeno se conoce como interferencia retrógrada”, escribe Watanabe e una nota introductoria a su estudio.
Este científico está de acuerdo con que el neurotransmisor GABA tiene una función importante para ayudar al cerebro a consolidar nueva información al estabilizar la red para que el aprendizaje posterior no anule lo que ya estaba allí. Sin embargo, este tipo de procesamiento inhibidor de GABA no está completamente maduro en los niños.
“En la infancia los niveles de GABA son más bajos –añade el neurofisiólogo de Brown–. Es por eso que tienen menos habilidades inhibitorias y un control de los impulsos más débil que los adultos”.
Pero… si GABA es necesario para configurar el cerebro y que sea capaz de aprender elementos consecutivos, y en la infancia tenemos concentraciones más bajas, ¿por qué aprendamos mejor a edades tempranas?
La realidad, hasta ahora, era que no había evidencia neurocientífica clara que explique por qué los menores aprenden de manera más eficiente que los adultos.
Lo que se sabe, desde hace al menos un siglo, es que el cerebro adulto necesita un período de “enfriamiento” después de aprender nueva información. Si bien estudios previos, habían medido la concentración de GABA en la infancia, lo habían hecho en un solo punto y en un contexto no relacionado con el aprendizaje. Así, para comprender mejor los mecanismos de aprendizaje, el equipo de Watanabe necesitaba medir la concentración de GABA en un entorno vinculado al aprendizaje y en diferentes áreas.
Para ello, recurrieron a la técnica de MRS (siglas en inglés de espectroscopia de resonancia magnética de protones) funcional. En términos sencillos, actúa de un modo similar a los espectrómetros de los telescopios que miden los elementos químicos en las estrellas para saber su composición. En este caso, la MRS funcional detecta las frecuencias de resonancia en diferentes moléculas, lo que da como resultado un perfil específico para cada neuroquímico.
Esto permitió al equipo de Watanabe medir la concentración de GABA en áreas corticales visuales tempranas antes, durante y después de varias sesiones de aprendizaje. Luego compararon las concentraciones entre menores (de 8 a 11 años) y adultos (de 18 a 35 años).
Los resultados mostraron que, antes de que comience el aprendizaje, la cantidad total de GABA en el primer grupo fue menor que en los adultos (algo que supuestamente complicaría la capacidad de afianzar conocimientos), sin embargo, en las siguientes rondas de aprendizaje, el cerebro de los menores mostró un aumento rápido en la concentración de GABA, mientras que en los adultos no cambió.
“Las sesiones de aprendizaje consecutivas parecieron aumentar la concentración de GABA en los niños, lo que permitió que el aprendizaje se estabilizara rápidamente”, concluyen los autores.
Los análisis también mostraron que bastaron unos minutos para esta estabilización, mientras que los adultos precisaron al menos una hora para alcanzar unos niveles de GABA que les permitieran adquirir nuevos conocimientos.
Los resultados de los experimentos sugieren que, en comparación con los adultos, los niños exhiben un procesamiento inhibitorio asociado al GABA más dinámico, que se adapta más rápidamente para estabilizar el aprendizaje que en los adultos, explican los investigadores.
Un último detalle que también influye en el aprendizaje y se sabe desde hace siglos es la felicidad. Pero también el miedo. Las emociones, en general, son condicionantes para nuestra capacidad de afianzar conocimientos. Tanto las positivas como las negativas. La diferencia es a qué conocimientos beneficia cada una.
Emoción y memoria
“Hay un circuito neural que te da el tono emocional y está ubicado, principalmente, en la amígdala –indica Martín-Loeches–. La amígdala está pegada al hipocampo, que es responsable de la memoria. De este modo, la emoción y la memoria están muy cerca y por eso durante la infancia se aprende más, porque nos emociona lo nuevo. Normalmente una emoción positiva para aprender y consolidar, pero depende del tipo de tarea también.
La dopamina “lubrica” las conexiones y permite que se hagan asociaciones más fácilmente. Pero también hay que tener en cuenta que estas emociones se acompañan de estados menos analíticos, mientras que las negativas son más propicias para el análisis. Por ejemplo, en matemáticas, las negativas serían más útiles porque te impiden estar disperso y te obligan a estar concentrado”.
Tiempo atrás se decía que la “letra con sangre entra” y aprendíamos por las buenas o por las malas… Hoy la ciencia demuestra que la letra entra con mielina, con emociones, con GABA. Y también con felicidad.
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