¿Quiere saber si con la vacuna desarrolló inmunidad? No busque una prueba de anticuerpos
A medida que crece la vacunación se han popularizado pruebas que prometen medir la inmunidad generada por los biológicos. Pero lo mejor es no confiar aún en ellas. La ausencia de anticuerpos no quiere decir desprotección.
Sergio Silva Numa
Hace unas semanas alguien cercano me contó un caso familiar que se ha replicado por estos días. Su tío, recién vacunado contra el COVID-19, decidió “medir” la inmunidad que había desarrollado tras recibir las dos dosis. Fue a un laboratorio particular, donde le extrajeron un poco de sangre y al cabo de un par de días le enviaron el resultado a su correo electrónico. Lo que leyó lo dejó perplejo: el número de sus anticuerpos era inferior a 1, mientras que el de su esposa, que recibió la misma vacuna, era superior a 16. Decepcionado, llamó a su médico de cabecera. “Usted no desarrolló inmunidad”, le dijo. “Busque ya una tercera dosis”. Al cabo de unos días logró un nuevo pinchazo y pudo volver a dormir tranquilo. (Lea Ivermectina, la historia de un fraude)
Él no es el único que se ha trasnochado tras realizarse una prueba para saber su “cantidad” de anticuerpos. Es normal que, entre este mar de desinformación en el que vivimos, quien haya recibido una vacuna quiera saber si desarrolló o no la prometida inmunidad. Después de todo, nuestras esperanzas para sobrepasar esta pandemia están puestas en una jeringa y un vial, y nadie quiere sufrir una desilusión.
A medida que han surgido esas preguntas sobre la protección que generan las vacunas, también ha empezado a crearse un mercado dispuesto a resolverlas. Con frecuencia circulan anuncios de empresas que ofrecen “test” capaces de “medir” la inmunidad. Uno de los últimos que llegó a nuestros correos era de la empresa Synlab, una multinacional alemana con sede en Colombia. En un extenso comunicado explicaban que ya habían traído al país las pruebas para detectar los anticuerpos neutralizantes que, según decían, permiten saber “si una vacuna me está protegiendo”. El fabricante era Abbott, el laboratorio estadounidense. Su valor es de $73.000.
Según Synlab, sus pruebas son diferentes a las que circulan en el mercado, pues es una “nueva generación de anticuerpos que permiten medir la respuesta inmunológica generada 15 días después de la exposición al virus o a la última dosis de la vacuna”. En palabras un poco más técnicas, mide los anticuerpos IgG contra la proteína Spike (proteína S) del virus. “Si al hacérsela usted tiene una cantidad mayor a 50 unidades, está protegido. Si es menor, es mejor que consulte a su médico”, asegura por teléfono Julio Sanín, director médico.
Pero hay algo en estos mensajes que no es correcto. Como dicen todos los inmunólogos que consultamos para este artículo, no es buena idea pensar, como nos están haciendo creer, que la ausencia de anticuerpos es sinónimo de desprotección. Es decir, que si después de vacunarse el “número” de anticuerpos no le parece “alto”, no debería alterarse ni perder el sueño.
¿Por qué? Para resumirlo en una sola frase, el sistema inmune es muchísimo más complejo que eso y medir la inmunidad no solo consiste en hacer un “test” de anticuerpos.
Un sistema complicado
Cuando le pregunto al inmunólogo John Mario González, profesor de la U. de los Andes, cuál es la mejor manera de entender el sistema inmune en unos pocos minutos, suelta una carcajada. “Eso es imposible. Es un curso de un semestre donde los estudiantes apenas alcanzan a ver lo básico. Es algo muy complejo, pero podríamos resumirlo en que es un sistema que nos defiende de los microorganismos (como los virus), y de las agresiones físicas y químicas. Pero le advierto que es mucho más complicado que eso”.
Con esas limitaciones, para explicar en qué consiste, algunos profesores suelen recurrir a una vieja metáfora: “Hay que imaginar”, señala el infectólogo y profesor de la U. Nacional, Carlos Álvarez, “que su cuerpo es un país y que el sistema inmune es el ‘sistema de defensa’. Básicamente tiene dos tareas importantes: evitar que quienes están dentro de sus fronteras se ‘rebelen’, y evitar que ingresen tropas enemigas extranjeras”.
Para hacerlo, dice, tiene diferentes grupos: caballería, fuerza naval, infantería y fuerza aérea. Lo mismo, entonces, sucede con el sistema inmune. Para defenderse tiene varias estrategias que, saltándonos una larga lista de precisiones médicas, puede resumirse en dos grandes grupos: la inmunidad humoral y la inmunidad celular. Una, siguiendo la analogía, podría ser la fuerza naval y la otra, la fuerza aérea. Ambas forman parte de otra de las grandes divisiones del sistema inmune: la “inmunidad adaptativa” (la otra es la “inmunidad innata”, con la cual nacemos), que empieza a desarrollar memoria a medida que crecemos y nos encontramos con virus o bacterias en nuestro camino.
La primera (la humoral) se caracteriza, justamente, por la producción de anticuerpos, que son proteínas que fabricamos para combatir otros patógenos. Tenemos miles de anticuerpos diferentes que nos ayudan en esos combates personalizados. Pero para que eso suceda nuestro organismo debe generarlos a través de dos caminos: infectándose o por medio de una vacuna. Al inyectar en nuestro brazo un esquema de Pfizer o de Sinovac le estamos enseñando a nuestro cuerpo a crearlos. Son, en otras palabras, unos soldados que van a estar presentes cuando reaparezca ese enemigo externo, en este caso, el SARS-CoV-2.
La inmunidad celular, por otro lado, también genera otros patrulleros especializados (los linfocitos t, CD4, CD8), que no son otra cosa que células que también ayudan a combatir ese viejo enemigo extranjero cuando quiere atacar al cuerpo. Son, explica con un poco más de detalle el profesor González, células del sistema inmune que atacan a las células infectadas con el virus. “Los linfocitos t podrían ser una infantería que ataca cuerpo a cuerpo”, añade.
El gran problema con estos últimos “patrulleros especializados” es que medirlos es difícil y costoso. A diferencia de los anticuerpos, con los que basta una muestra de sangre que se puede “guardar” y analizar un par de semanas después, los linfocitos T, por ejemplo, “requieren técnicas más complejas que deben realizarse de manera inmediata”, dice González. Masificarlas sería un sueño que aún, parece, estamos lejos de cumplir (aunque los ensayos clínicos de las vacunas sí los evalúan).
Ante esa imposibilidad, las pruebas para medir anticuerpos se han popularizado y, seguramente, a medida que crezca la vacunación, llegarán más kits al país con la promesa de identificar si una persona está protegida. Pero hay otro problema en esos “test”: hasta el momento, cuenta Álvarez, nadie ha definido un “punto de corte” que realmente indique que una persona tiene o no anticuerpos. Las de Abbott, por ejemplo, tienen un punto de corte de 50, mientras que el punto de corte de otras es de 1.
Lea: Lo que dice el primer estudio de seroprevalencia en diez ciudades de Colombia
Como advierte Juan Manuel Anaya, inmunólogo y director del Centro de Estudios de Enfermedades Autoinmunes de la Universidad del Rosario, “el problema con basar las decisiones sobre inmunidad en la cantidad de anticuerpos es que aún no se sabe con certeza qué niveles son necesarios para evitar la infección y la enfermedad”.
Además, aquellos “test” pueden medir cosas muy distintas a los anticuerpos generados por las vacunas. Las muestras comerciales que hacían al principio de la pandemia, por solo poner un ejemplo, buscaban anticuerpos contra la proteína N, cuando la mayoría de las vacunas que nos han aplicado provocan anticuerpos contra la proteína S (menos la de Sinovac, pero adentrarnos en ese terreno nos puede confundir un poco más).
El inmunólogo Jorge Gómez Marín, médico, Ph. D. en ciencias biomédicas y profesor de la Universidad del Quindío, tiene una frase para resumir todo este enredo: “No podemos decir que una persona sin anticuerpos neutralizantes no esté protegida tras recibir la vacuna. Fin”.
Como le dijo a The Atlantic hace unas semanas Akiko Iwasaki, inmunóloga de la Universidad de Yale (EE. UU.), “el hecho de que no tenga anticuerpos medibles no significa que no sea inmune. La mayoría de la gente no debería preocuparse por esto”. “Existe una noción común de que la cantidad de anticuerpos es lo único que importa, pero es más complicado que eso”, aseguraba Taia Wang , profesora de inmunología y microbiología de la Universidad de Stanford.
¿Quiere decir esto que los anticuerpos no sirven para detectar inmunidad provocada por las vacunas? No necesariamente. Si bien no tenerlos no indica desprotección, para ciertos grupos poblacionales pueden dar algunas pistas. Como cuenta González, puede dar indicios de cómo reaccionaron personas con trasplante de órganos, inmunosuprimidas y personas mayores, que suelen presentar un envejecimiento del sistema inmune. “Es decir, es una pista para grupos de riesgo, pero no quiere decir nada para mí o para usted. Eso es solo una cara de la moneda. La otra no la vemos”.
Una última pregunta
La gran pregunta en este punto es, ¿cómo puede saber alguien vacunado si desarrolló inmunidad? La respuesta, indica Gómez Marín, es que hay una prueba irrefutable que lo muestra: los estudios que se han publicado sobre las vacunas. “Además, se están haciendo estudios de seguimiento que están midiendo tanto la inmunidad humoral como la celular y los resultados, por ahora, son muy buenos. Es que apenas llevamos un año, que es muy poco tiempo”.
Desde luego, dice, que todos quisieran tener una prueba de fácil acceso que nos permita saber si alguien no tiene inmunidad, pero por ahora no existe y las que están en el mercado no están homologadas. Tal vez aparezca en algún momento, y cuando eso suceda habrá muchas más dudas por resolver: ¿Nos permiten saber con certeza si necesitamos una dosis de refuerzo? ¿Cada cuánto tiempo la podríamos necesitar? ¿Cuál es la técnica indicada para detectar ese “nivel de inmunidad” o de anticuerpos?
De hecho, para muchas vacunas no hay claridad sobre cuál es ese “umbral” que indica protección porque no es tan sencillo, como lo venden en redes sociales. Hay que detectar, primero, cuál es el “correlato de protección”, es decir, el que indica con precisión a partir de cuál valor alguien vacunado pierde inmunidad.
El ejemplo con el que todos los médicos lo explican es con la vacuna contra la hepatitis B. Con frecuencia deben medir los anticuerpos generados por ese biológico para saber si están o no protegidos. Debajo de 10 unidades internacionales (UI) indica que necesitan un refuerzo.
Quizá, dice González, cuando logren definir ese “correlato” se puedan recomendar pruebas de anticuerpos con tranquilidad. Antes, no.
Hace unas semanas alguien cercano me contó un caso familiar que se ha replicado por estos días. Su tío, recién vacunado contra el COVID-19, decidió “medir” la inmunidad que había desarrollado tras recibir las dos dosis. Fue a un laboratorio particular, donde le extrajeron un poco de sangre y al cabo de un par de días le enviaron el resultado a su correo electrónico. Lo que leyó lo dejó perplejo: el número de sus anticuerpos era inferior a 1, mientras que el de su esposa, que recibió la misma vacuna, era superior a 16. Decepcionado, llamó a su médico de cabecera. “Usted no desarrolló inmunidad”, le dijo. “Busque ya una tercera dosis”. Al cabo de unos días logró un nuevo pinchazo y pudo volver a dormir tranquilo. (Lea Ivermectina, la historia de un fraude)
Él no es el único que se ha trasnochado tras realizarse una prueba para saber su “cantidad” de anticuerpos. Es normal que, entre este mar de desinformación en el que vivimos, quien haya recibido una vacuna quiera saber si desarrolló o no la prometida inmunidad. Después de todo, nuestras esperanzas para sobrepasar esta pandemia están puestas en una jeringa y un vial, y nadie quiere sufrir una desilusión.
A medida que han surgido esas preguntas sobre la protección que generan las vacunas, también ha empezado a crearse un mercado dispuesto a resolverlas. Con frecuencia circulan anuncios de empresas que ofrecen “test” capaces de “medir” la inmunidad. Uno de los últimos que llegó a nuestros correos era de la empresa Synlab, una multinacional alemana con sede en Colombia. En un extenso comunicado explicaban que ya habían traído al país las pruebas para detectar los anticuerpos neutralizantes que, según decían, permiten saber “si una vacuna me está protegiendo”. El fabricante era Abbott, el laboratorio estadounidense. Su valor es de $73.000.
Según Synlab, sus pruebas son diferentes a las que circulan en el mercado, pues es una “nueva generación de anticuerpos que permiten medir la respuesta inmunológica generada 15 días después de la exposición al virus o a la última dosis de la vacuna”. En palabras un poco más técnicas, mide los anticuerpos IgG contra la proteína Spike (proteína S) del virus. “Si al hacérsela usted tiene una cantidad mayor a 50 unidades, está protegido. Si es menor, es mejor que consulte a su médico”, asegura por teléfono Julio Sanín, director médico.
Pero hay algo en estos mensajes que no es correcto. Como dicen todos los inmunólogos que consultamos para este artículo, no es buena idea pensar, como nos están haciendo creer, que la ausencia de anticuerpos es sinónimo de desprotección. Es decir, que si después de vacunarse el “número” de anticuerpos no le parece “alto”, no debería alterarse ni perder el sueño.
¿Por qué? Para resumirlo en una sola frase, el sistema inmune es muchísimo más complejo que eso y medir la inmunidad no solo consiste en hacer un “test” de anticuerpos.
Un sistema complicado
Cuando le pregunto al inmunólogo John Mario González, profesor de la U. de los Andes, cuál es la mejor manera de entender el sistema inmune en unos pocos minutos, suelta una carcajada. “Eso es imposible. Es un curso de un semestre donde los estudiantes apenas alcanzan a ver lo básico. Es algo muy complejo, pero podríamos resumirlo en que es un sistema que nos defiende de los microorganismos (como los virus), y de las agresiones físicas y químicas. Pero le advierto que es mucho más complicado que eso”.
Con esas limitaciones, para explicar en qué consiste, algunos profesores suelen recurrir a una vieja metáfora: “Hay que imaginar”, señala el infectólogo y profesor de la U. Nacional, Carlos Álvarez, “que su cuerpo es un país y que el sistema inmune es el ‘sistema de defensa’. Básicamente tiene dos tareas importantes: evitar que quienes están dentro de sus fronteras se ‘rebelen’, y evitar que ingresen tropas enemigas extranjeras”.
Para hacerlo, dice, tiene diferentes grupos: caballería, fuerza naval, infantería y fuerza aérea. Lo mismo, entonces, sucede con el sistema inmune. Para defenderse tiene varias estrategias que, saltándonos una larga lista de precisiones médicas, puede resumirse en dos grandes grupos: la inmunidad humoral y la inmunidad celular. Una, siguiendo la analogía, podría ser la fuerza naval y la otra, la fuerza aérea. Ambas forman parte de otra de las grandes divisiones del sistema inmune: la “inmunidad adaptativa” (la otra es la “inmunidad innata”, con la cual nacemos), que empieza a desarrollar memoria a medida que crecemos y nos encontramos con virus o bacterias en nuestro camino.
La primera (la humoral) se caracteriza, justamente, por la producción de anticuerpos, que son proteínas que fabricamos para combatir otros patógenos. Tenemos miles de anticuerpos diferentes que nos ayudan en esos combates personalizados. Pero para que eso suceda nuestro organismo debe generarlos a través de dos caminos: infectándose o por medio de una vacuna. Al inyectar en nuestro brazo un esquema de Pfizer o de Sinovac le estamos enseñando a nuestro cuerpo a crearlos. Son, en otras palabras, unos soldados que van a estar presentes cuando reaparezca ese enemigo externo, en este caso, el SARS-CoV-2.
La inmunidad celular, por otro lado, también genera otros patrulleros especializados (los linfocitos t, CD4, CD8), que no son otra cosa que células que también ayudan a combatir ese viejo enemigo extranjero cuando quiere atacar al cuerpo. Son, explica con un poco más de detalle el profesor González, células del sistema inmune que atacan a las células infectadas con el virus. “Los linfocitos t podrían ser una infantería que ataca cuerpo a cuerpo”, añade.
El gran problema con estos últimos “patrulleros especializados” es que medirlos es difícil y costoso. A diferencia de los anticuerpos, con los que basta una muestra de sangre que se puede “guardar” y analizar un par de semanas después, los linfocitos T, por ejemplo, “requieren técnicas más complejas que deben realizarse de manera inmediata”, dice González. Masificarlas sería un sueño que aún, parece, estamos lejos de cumplir (aunque los ensayos clínicos de las vacunas sí los evalúan).
Ante esa imposibilidad, las pruebas para medir anticuerpos se han popularizado y, seguramente, a medida que crezca la vacunación, llegarán más kits al país con la promesa de identificar si una persona está protegida. Pero hay otro problema en esos “test”: hasta el momento, cuenta Álvarez, nadie ha definido un “punto de corte” que realmente indique que una persona tiene o no anticuerpos. Las de Abbott, por ejemplo, tienen un punto de corte de 50, mientras que el punto de corte de otras es de 1.
Lea: Lo que dice el primer estudio de seroprevalencia en diez ciudades de Colombia
Como advierte Juan Manuel Anaya, inmunólogo y director del Centro de Estudios de Enfermedades Autoinmunes de la Universidad del Rosario, “el problema con basar las decisiones sobre inmunidad en la cantidad de anticuerpos es que aún no se sabe con certeza qué niveles son necesarios para evitar la infección y la enfermedad”.
Además, aquellos “test” pueden medir cosas muy distintas a los anticuerpos generados por las vacunas. Las muestras comerciales que hacían al principio de la pandemia, por solo poner un ejemplo, buscaban anticuerpos contra la proteína N, cuando la mayoría de las vacunas que nos han aplicado provocan anticuerpos contra la proteína S (menos la de Sinovac, pero adentrarnos en ese terreno nos puede confundir un poco más).
El inmunólogo Jorge Gómez Marín, médico, Ph. D. en ciencias biomédicas y profesor de la Universidad del Quindío, tiene una frase para resumir todo este enredo: “No podemos decir que una persona sin anticuerpos neutralizantes no esté protegida tras recibir la vacuna. Fin”.
Como le dijo a The Atlantic hace unas semanas Akiko Iwasaki, inmunóloga de la Universidad de Yale (EE. UU.), “el hecho de que no tenga anticuerpos medibles no significa que no sea inmune. La mayoría de la gente no debería preocuparse por esto”. “Existe una noción común de que la cantidad de anticuerpos es lo único que importa, pero es más complicado que eso”, aseguraba Taia Wang , profesora de inmunología y microbiología de la Universidad de Stanford.
¿Quiere decir esto que los anticuerpos no sirven para detectar inmunidad provocada por las vacunas? No necesariamente. Si bien no tenerlos no indica desprotección, para ciertos grupos poblacionales pueden dar algunas pistas. Como cuenta González, puede dar indicios de cómo reaccionaron personas con trasplante de órganos, inmunosuprimidas y personas mayores, que suelen presentar un envejecimiento del sistema inmune. “Es decir, es una pista para grupos de riesgo, pero no quiere decir nada para mí o para usted. Eso es solo una cara de la moneda. La otra no la vemos”.
Una última pregunta
La gran pregunta en este punto es, ¿cómo puede saber alguien vacunado si desarrolló inmunidad? La respuesta, indica Gómez Marín, es que hay una prueba irrefutable que lo muestra: los estudios que se han publicado sobre las vacunas. “Además, se están haciendo estudios de seguimiento que están midiendo tanto la inmunidad humoral como la celular y los resultados, por ahora, son muy buenos. Es que apenas llevamos un año, que es muy poco tiempo”.
Desde luego, dice, que todos quisieran tener una prueba de fácil acceso que nos permita saber si alguien no tiene inmunidad, pero por ahora no existe y las que están en el mercado no están homologadas. Tal vez aparezca en algún momento, y cuando eso suceda habrá muchas más dudas por resolver: ¿Nos permiten saber con certeza si necesitamos una dosis de refuerzo? ¿Cada cuánto tiempo la podríamos necesitar? ¿Cuál es la técnica indicada para detectar ese “nivel de inmunidad” o de anticuerpos?
De hecho, para muchas vacunas no hay claridad sobre cuál es ese “umbral” que indica protección porque no es tan sencillo, como lo venden en redes sociales. Hay que detectar, primero, cuál es el “correlato de protección”, es decir, el que indica con precisión a partir de cuál valor alguien vacunado pierde inmunidad.
El ejemplo con el que todos los médicos lo explican es con la vacuna contra la hepatitis B. Con frecuencia deben medir los anticuerpos generados por ese biológico para saber si están o no protegidos. Debajo de 10 unidades internacionales (UI) indica que necesitan un refuerzo.
Quizá, dice González, cuando logren definir ese “correlato” se puedan recomendar pruebas de anticuerpos con tranquilidad. Antes, no.