Tatiana Andia, una mujer con sustancia
La profesora Tatiana Andia ha sido crucial en la regulación de precios de medicamentos, que ha facilitado el acceso de muchos fármacos a los colombianos. Sus recientes columnas, en las que escribe sobre su cáncer y el fin de la vida, nos han puesto a reflexionar a todos.
Diana Guarnizo*
De la sustancia se dice que es la esencia de algo. Bajo esta definición, todas las personas tenemos sustancia, algo que nos define o caracteriza. También se dice que algo tiene sustancia cuando posee una característica que le es propia, pero en buenas calidades; por ejemplo, decimos que “un caldo tiene sustancia” para decir que tiene buen sabor. “Corto, pero sustancioso” es otra expresión que se usa para llamar a algo que es bueno dentro de su género, aunque corto en extensión. Podemos usar esta frase para identificar libros, películas, canciones y otras expresiones artísticas. Recientemente, Tatiana Andia, profesora de sociología de la Universidad de los Andes, usó esta expresión para referirse a su propia vida. “A mí no me hace falta extender mi vida. No siento deudas. Lo que viví fue lo más pleno posible. Corto, pero sustancioso. Extender por extender no es lo que quiero hacer”, le respondió a un periodista de la BBC, reflexionando sobre por qué no intentar otros tratamientos para el cáncer que padece.
No soy amiga de Tatiana. Diría que más bien somos colegas de profesión. Compartimos líneas de trabajo y ciertos intereses. Siempre he admirado su trabajo y respetado su buen juicio. Cuando llegué a Dejusticia, en 2016, ella ya había dejado de trabajar en la organización para irse a los Andes. Pero seguimos coincidiendo en cursos a los que la invitamos como conferencista, algún evento internacional y en la red X (Twitter), lo que me permitió seguirla en la distancia y con admiración.
Su trabajo académico se encuentra reflejado en capítulos de libros, artículos en revistas indexadas y documentos de política pública. Y cómo no, si es una académica. Pero esta columna no trata sobre eso, sino sobre sus columnas. Algunas de ellas fueron publicadas por Dejusticia en su breve paso por la organización (entre 2013 y 2014) y, más recientemente, por el medio digital Razón Pública. Sus trabajos en Dejusticia reflexionan sobre lo que fue siempre su pasión: el acceso a medicamentos y tecnologías de alto costo. También sobre la necesidad de mayor transparencia en el sistema de salud, sobre las reformas fallidas, sobre el rol de los jueces ordenando medicamentos de marca y sobre otras cuestiones de salud que hoy siguen más vigentes que nunca.
Que su gran pasión haya sido el acceso a medicamentos y tecnologías de alto costo no deja de ser una risotada del destino, si se tiene en cuenta que, como ella misma lo ha contado, su tratamiento para el cáncer podría valer 12 mil dólares en Estados Unidos, mientras que en Colombia se administra gratuitamente. Es más, gracias a la regulación de precios, en la que ella misma participó como parte del equipo técnico asesor del Ministerio, el sistema de salud no paga ese altísimo precio, sino solo una sexta parte (unos 7 millones de pesos o 1.700 dólares). Gracias a esta política, no solo ella, sino muchos pacientes, se han beneficiado de tratamientos para curar sus dolencias o han tenido un tiempo extra para despedirse.
Cualquiera podría pensar que su gran contribución hacia la transformación social fueron entonces sus investigaciones sobre las inequidades en el acceso a medicamentos y su influencia en la política de compras públicas. Nada menor. Ya eso solo daría para una vida entera. Sin embargo, llama la atención que, en su balance general, ella no destaca tanto su trabajo en materia de medicamentos, sino el haber aprendido a ser “revolucionariamente feliz”. El adjetivo no es gratuito si se tiene en cuenta lo extremadamente difícil que en realidad es ser feliz, y más si se tiene el tiempo en contra.
Y puede que tenga razón. Aunque sus investigaciones académicas y reflexiones en el tema son muy buenas e, insisto, harán mucha falta para las discusiones que se vienen; lo que más me ha tocado después de leer sus columnas son aquellas donde habla de su experiencia vital con el cáncer. Columnas no-columnas, como ella las llama. Sus reflexiones sobre el miedo a la muerte, la no-maternidad, la transformación social, el dolor, las pérdidas físicas, las despedidas y la felicidad no dejan a nadie indiferente. A mí no me han dejado. Las leí completas, de una sentada. Su escritura es honesta y sencilla. Hablando de lo más humano. Sin drama, pero con emoción. Abriéndose a compartir su intimidad. Creo que si a alguien se le ocurre editarlas y publicarlas como libro, estarían al lado de las obras que recomendaría a mis hijas como básicos del género epistolar, porque eso son, cartas que ella escribió a sus lectores compartiendo pedazos de sí misma. Sería una obra “corta, pero sustanciosa”, como la vida de Tatiana. Una mujer a la que le sobra sustancia.
*Directora de Justicia Económica de Dejusticia.
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De la sustancia se dice que es la esencia de algo. Bajo esta definición, todas las personas tenemos sustancia, algo que nos define o caracteriza. También se dice que algo tiene sustancia cuando posee una característica que le es propia, pero en buenas calidades; por ejemplo, decimos que “un caldo tiene sustancia” para decir que tiene buen sabor. “Corto, pero sustancioso” es otra expresión que se usa para llamar a algo que es bueno dentro de su género, aunque corto en extensión. Podemos usar esta frase para identificar libros, películas, canciones y otras expresiones artísticas. Recientemente, Tatiana Andia, profesora de sociología de la Universidad de los Andes, usó esta expresión para referirse a su propia vida. “A mí no me hace falta extender mi vida. No siento deudas. Lo que viví fue lo más pleno posible. Corto, pero sustancioso. Extender por extender no es lo que quiero hacer”, le respondió a un periodista de la BBC, reflexionando sobre por qué no intentar otros tratamientos para el cáncer que padece.
No soy amiga de Tatiana. Diría que más bien somos colegas de profesión. Compartimos líneas de trabajo y ciertos intereses. Siempre he admirado su trabajo y respetado su buen juicio. Cuando llegué a Dejusticia, en 2016, ella ya había dejado de trabajar en la organización para irse a los Andes. Pero seguimos coincidiendo en cursos a los que la invitamos como conferencista, algún evento internacional y en la red X (Twitter), lo que me permitió seguirla en la distancia y con admiración.
Su trabajo académico se encuentra reflejado en capítulos de libros, artículos en revistas indexadas y documentos de política pública. Y cómo no, si es una académica. Pero esta columna no trata sobre eso, sino sobre sus columnas. Algunas de ellas fueron publicadas por Dejusticia en su breve paso por la organización (entre 2013 y 2014) y, más recientemente, por el medio digital Razón Pública. Sus trabajos en Dejusticia reflexionan sobre lo que fue siempre su pasión: el acceso a medicamentos y tecnologías de alto costo. También sobre la necesidad de mayor transparencia en el sistema de salud, sobre las reformas fallidas, sobre el rol de los jueces ordenando medicamentos de marca y sobre otras cuestiones de salud que hoy siguen más vigentes que nunca.
Que su gran pasión haya sido el acceso a medicamentos y tecnologías de alto costo no deja de ser una risotada del destino, si se tiene en cuenta que, como ella misma lo ha contado, su tratamiento para el cáncer podría valer 12 mil dólares en Estados Unidos, mientras que en Colombia se administra gratuitamente. Es más, gracias a la regulación de precios, en la que ella misma participó como parte del equipo técnico asesor del Ministerio, el sistema de salud no paga ese altísimo precio, sino solo una sexta parte (unos 7 millones de pesos o 1.700 dólares). Gracias a esta política, no solo ella, sino muchos pacientes, se han beneficiado de tratamientos para curar sus dolencias o han tenido un tiempo extra para despedirse.
Cualquiera podría pensar que su gran contribución hacia la transformación social fueron entonces sus investigaciones sobre las inequidades en el acceso a medicamentos y su influencia en la política de compras públicas. Nada menor. Ya eso solo daría para una vida entera. Sin embargo, llama la atención que, en su balance general, ella no destaca tanto su trabajo en materia de medicamentos, sino el haber aprendido a ser “revolucionariamente feliz”. El adjetivo no es gratuito si se tiene en cuenta lo extremadamente difícil que en realidad es ser feliz, y más si se tiene el tiempo en contra.
Y puede que tenga razón. Aunque sus investigaciones académicas y reflexiones en el tema son muy buenas e, insisto, harán mucha falta para las discusiones que se vienen; lo que más me ha tocado después de leer sus columnas son aquellas donde habla de su experiencia vital con el cáncer. Columnas no-columnas, como ella las llama. Sus reflexiones sobre el miedo a la muerte, la no-maternidad, la transformación social, el dolor, las pérdidas físicas, las despedidas y la felicidad no dejan a nadie indiferente. A mí no me han dejado. Las leí completas, de una sentada. Su escritura es honesta y sencilla. Hablando de lo más humano. Sin drama, pero con emoción. Abriéndose a compartir su intimidad. Creo que si a alguien se le ocurre editarlas y publicarlas como libro, estarían al lado de las obras que recomendaría a mis hijas como básicos del género epistolar, porque eso son, cartas que ella escribió a sus lectores compartiendo pedazos de sí misma. Sería una obra “corta, pero sustanciosa”, como la vida de Tatiana. Una mujer a la que le sobra sustancia.
*Directora de Justicia Económica de Dejusticia.
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