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Desde que empezó la pandemia, la preocupación por la salud mental ha incrementado. El encierro, las nuevas cotidianidades que generó el virus, la incertidumbre e incluso la falta de acceso a ciertas áreas del sistema de salud han generado cambios en la estabilidad emocional. Como resultado de todo esto, algunas de las conductas que se han visto alteradas han sido los hábitos alimentarios. Según Juanita Gempeler, psicóloga clínica de la Universidad Javeriana y codirectora científica de la Clínica Equilibrio de Bogotá, durante la pandemia los trastornos por conducta alimentaria (TCA) se dispararon, porque se alteraron los “hábitos de alimentación y del ejercicio, y en la medida en que se alteran estos hábitos, es más fácil hacer un TCA”. (Lea: Las dietas están de moda, pero están creando serios trastornos de alimentación)
Un trastorno por conducta alimentaria se desarrolla cuando existe una preocupación excesiva por la figura corporal, lo que termina generando una relación poco sana con la comida, además de que con algunos trastornos se alteran las percepciones sobre el propio peso y la imagen corporal. Los tres TCA más comunes son la anorexia nerviosa, la bulimia nerviosa y el atracón. A grandes rasgos, las personas con anorexia nerviosa deciden voluntariamente no comer buscando perder o no ganar peso, y a veces se exceden con el ejercicio o la toma de laxantes; en cuanto a la bulimia nerviosa, las personas pueden oscilar entre restringir la ingesta de comida y luego tener atracones, que vienen seguidos de actos de compensación, como purgarse o inducir el vómito. Finalmente, los atracones se caracterizan por una ingesta grande de comida en cortos períodos, generando una sensación de malestar y de pérdida del control.
Una de las diferencias al identificar anorexia o bulimia nerviosa es que en la anorexia la persona presenta un peso por debajo del normal para su talla y edad, mientras que en la bulimia el peso está dentro de los límites normales, aunque en este también puede presentarse una distorsión de la imagen corporal. Si bien en ocasiones las fronteras entre un trastorno y otro no están tan definidas, la OMS ha establecido que es la anorexia nerviosa el trastorno alimentario que puede conducir a la muerte, además de que de todos los trastornos mentales, es el que presenta mayores tasas de mortalidad.
Según un estudio publicado en el American Journal of Clinical Nutrition, hasta antes de la pandemia, el 7,8 % de la población sufría de algún TCA. Aunque todavía no hay cifras específicas sobre el impacto de la pandemia en el incremento de personas diagnosticadas con TCA, tanto Gempeler como Belinda Hernández, psicóloga del Instituto de Psicología de la Alimentación de México, coinciden en que la pandemia aumentó el número de pacientes que acceden a estas consultas y también incidió en que personas que ya se habían recuperado de un TCA volvieron a desarrollarlo. El confinamiento generó dinámicas que pueden entenderse como “disparadoras” del trastorno, como el surgimiento de emociones más intensas a las que las personas ya manejaban antes. “A lo mejor el miedo se disparó, la tristeza también”, comenta Hernández y, agrega, a eso se suma que hubo una significativa variación en las actividades sociales con las que las personas se regulaban emocionalmente.
Según Gempeler, una persona que desarrolla un TCA tiene alguna vulnerabilidad o factor de riesgo que la predispone, como la historia familiar con estos trastornos o sus rasgos de personalidad. Durante lo que va de la pandemia, a estos contextos de vulnerabilidad se sumó “el hecho de sentir que los hábitos alimenticios y de ejercicio incidían en la forma y el tamaño del cuerpo, entonces las personas empezaron a hacer dietas, y aunque no todas las dietas están contraindicadas, son el detonante de cualquier TCA”, señala Gempeler. Las dos psicólogas también coinciden en que otro factor que detonó los TCA durante este tiempo es que en los primeros meses se hablaba de “aprovechar para ponerte fitness, para hacer la dieta. Son mensajes que siempre disparan una alteración en la conducta alimentaria”, dice Hernández, y, agrega Gempeler, “al aumentar la probabilidad de hacer dietas aumentó la posibilidad de que se expresaran los TCA. En ese orden de ideas, en el mundo entero también se dispararon los trastornos de ansiedad y los afectivos”.
TCA en la infancia y adolescencia
La edad media en los que estos trastornos se desarrollan es entre los 12 y 25 años, y se estima que un 10 % de adolescentes en Colombia tienen algún TCA.
Hernández ha atendido a pacientes que hicieron su primera dieta a los 9, 10 u 11 años. Para María Mercedes Ospina, MD en psiquiatra de la Universidad Javeriana, con una subespecialización en psiquiatría de niños y adolescentes, la pandemia planteó un estrés emocional en el que muchos aprendieron a regular la situación mediante la comida. “Debemos tener en cuenta que la adolescencia y la niñez son momentos de la vida donde se es muy gregario. Aislarnos me lleva a tener un concepto alejado de la realidad sobre mí mismo y sobre lo que me está pasando, y empiezo a tener la percepción de que mi cuerpo cambia y el de los demás no, que yo siento cosas que los demás no sienten y eso lleva a que tengamos la necesidad de controlar eso que está pasando y la alimentación empieza a ser un elemento fundamental para el control”. (Puede leer: Gobierno Duque le pide a la FAO retirar a Colombia del mapa de riesgo alimentario)
Ospina es enfática en que además el incremento del acceso a las redes sociales es otro de los detonantes que en niños y adolescentes construye “un concepto no realista de lo que es el cuerpo”. Por ejemplo, según la Universidad Católica de Chile, durante la pandemia los TCA han aumentado en un 30 % en adolescentes en ese país.
Existen los factores de riesgo para desarrollar los TCA, pero, ¿son esos los únicos motivos tras un trastorno de estos? ¿Pueden variar según el país o la clase social en la que se presente? Según la OMS, más del 15 % de los casos no son diagnosticados. Hernández señala que, incluso ante esas estadísticas, “tenemos un sesgo, porque generalmente es la parte más privilegiada la que tiene acceso a terapia para salud mental o a acceso a servicios generales de salud”.
¿Qué pasa en contextos en los que no hay acceso a la atención de estos trastornos o incluso no se pueden identificar? Ospina advierte que una de sus mayores preocupaciones es que en muchos casos los TCA no tienen un diagnóstico temprano y los niños llegan a consulta con casos avanzados. Pero algo determinante es el acceso a la información de los mismos padres. Hernández añade que la mayoría de estudios que hay sobre los TCA se hacen en Estados Unidos y Europa: “Si bien es cierto que muchos síntomas y muchas problemáticas pueden ser a nivel de sintomatología similar, creo que el contexto sí influye en cómo lo estás viviendo. Porque simplemente el acceso a la información es muy diferente. Además, la situación de trauma es diferente en cada país: una persona que tiene acceso a alimentación o que tiene su seguridad garantizada” puede ser menos propensa a desarrollar un TCA.
TCA e inseguridad alimentaria
Aunque los trastornos por conducta alimentaria se dan por una restricción voluntaria de la alimentación, en algunos casos la inseguridad alimentaria puede ser un disparador de los mismos. Según la ONU y el Banco Mundial, entre 700 y 800 millones de personas padecieron hambruna en 2020: 100 millones más que en 2019 y casi el 30 % de la población mundial, es decir, casi 2.370 millones de personas no tuvieron acceso a la cantidad suficiente de alimentos en el primer año de pandemia. Los países en los que más se presentan crisis por seguridad alimentaria están afectados por conflictos, violencia y fragilidad, como señaló la FAO a Colombia a principios de este año. (Le puede interesar: ¿Hongos psicodélicos para tratar la anorexia?)
Hernández explica que la relación entre la carencia de alimentos y los TCA puede darse porque “si estoy teniendo dificultades para alimentarme, por ejemplo, un día hay hambruna y otro día hay más acceso a comida, entonces una respuesta a eso pueda ser comer mucho” cuando hay alimentos. “Eso es natural”, añade Hernández, pero si esta situación se vuelve crónica y “las personas después no lo pueden regular, entonces ahí hay un disparador”. El problema es que justamente las personas que tienen menores garantías alimentarias tampoco suelen tener un acceso garantizado de atención de salud mental, entrando en un círculo vicioso a veces irreconocible.