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A principios del siglo XIX, cuando Colombia aún no se llamaba Colombia ni tenía sus fronteras definidas, un barco encalló en la desembocadura del río Magdalena para empezar a cambiar la historia de la salud pública de estas tierras. A bordo del bergantín San Luis iba una tripulación que había zarpado en 1803 de La Coruña, en Galicia (España), dispuesta a iniciar la primera campaña de vacunación en la Nueva Granada.
La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, como la recordarían los historiadores luego, empezó con un episodio que parece sacado de la ciencia ficción: para poder combatir la viruela que se expandía por América, los médicos españoles habían viajado con 22 niños gallegos, casi todos de tan solo 3 años, que fueron utilizados como reservorio del fluido vacuno. Ante el temor de que, al cabo de diez días perdiera su eficacia, pasaban la materia entre los brazos de los menores. Así garantizaban que su travesía, que se extendió por varios países y reclutó a más niños, no fuese en vano. Tan solo siete años atrás, el naturalista Edward Jenner había descrito esa primera vacuna contra la viruela al comprobar que el virus de las vacas también lograba proteger a los humanos.
Tras la llegada de aquel barco al Caribe colombiano, el primer programa de inmunización comenzó con tropiezos. Como lo recuerda el periodista Carlos Dáquer en el libro Vigilantes de la salud, una choza de indígenas les sirvió de refugio en una playa de Cartagena para que los primeros vacunadores iniciaran su tarea. La misión, que pasó por la Ciénaga de Santa Marta y otros poblados aledaños, se extendió a Perú, Chile y Argentina.
Inmunizar no era el único objetivo de la travesía, También buscaban, escribía Dáguer, crear “capacidades” para que los lugareños continuaran haciendo la labor. Para ello idearon una figura que incluía autoridades civiles, eclesiásticas, un secretario y personas entrenadas en vacunar que no necesariamente habían estudiado medicina. Las “Juntas de vacunación”, como las llamaron, eran “un anticipo de los actuales puestos de vacunación”.
Hoy no hay municipio en el que no haya alguno de esos puntos. Todos, sin excepción, albergan puestos con personas entrenadas para inyectar pacientes en cuestión de minutos. A diferencia del ritmo pausado que experimentaron los líderes en el siglo XIX, hoy los vacunadores viven días frenéticos.
Aunque algunos de ellos habían sorteado las extensas jornadas del Programa Ampliado de Inmunizaciones (PAI), nada se ha asemejado a lo que han vivido en 2021. Desde que a mediados de febrero llegaron las primeras dosis para el covid-19 a Colombia, sus días transcurren entre el agotamiento y la satisfacción del deber cumplido. “Nada se asemeja a estas jornadas. Es muy agotador. Una verdadera locura, pero aquí sigo, motivado, porque sé que es una tarea importante”, dice Carlos Oviedo, coordinador del único puesto de vacunación que hay en San Rafael (Antioquia).
“Ha sido un tiempo de trabajo completo. Nuestra jornada iniciaba a las 7:00 a.m. A las 11:00 a.m. descansamos y, a partir de las 2:00 p.m., seguíamos vacunando hasta las 5:00 p.m.”, había dicho Norma Helena Altamar, auxiliar de enfermería de 33 años desde Vichada meses atrás a periodistas del Ministerio de Salud.
De Arauca, su departamento vecino, llegó una popular fotografía que en junio trinó el ministro Fernando Ruiz. En ella se veía a dos vacunadoras sobre dos caballos con el agua al cuello y haciendo maromas para evitar que se mojara la nevera donde guardaban las dosis. “Las vacunadoras Aurora Gutiérrez y Liliana Paramo, atravesando un estero de la vereda Guamalito, del municipio de Arauquita, para llevar dosis de esperanza. Nuestros vacunadores hacen posible lo casi imposible”, escribió. Las críticas, por lo que algunos leyeron como ausencia estatal, y los aplausos, de parte de quienes vieron un esfuerzo, no se hicieron esperar.
Más allá de los señalamientos, elogios y réditos políticos que giran en torno al Plan de Vacunación, quienes están en ese último eslabón han sido protagonistas de 2021. Si los esfuerzos de muchos científicos hicieron posible el desarrollo de biológicos en un tiempo inusitado y le devolvieron la esperanza a un planeta acorralado por un virus, quienes se han encargado de aplicar cada dosis le han devuelto el alivio a muchos colombianos.
Y lo hacen pese a las adversidades, cuenta Oviedo. “De las cerca de 16 mil dosis que hemos puesto, el Gobierno solo nos ha pagado una pequeña fracción. Tenemos solo dos puestos y, después de trabajar hasta las 4 p.m., debemos quedarnos llenando informes. Uno es para la Procuraduría que siempre nos recuerda que nos va a investigar. ¿Imagínese trabajar con esa presión, además de que no paguen lo que corresponde? Una vacunadora me renunció porque se le quebró un frasco y no quería enfrentar esa tragedia”, dice. “Es muy distinto trabajar con todas las posibilidades en Bogotá o Medellín, que en un pueblo pequeño. Sin embargo, no dejaremos de vacunar”.
Como Oviedo o Altamar hay más de 40 mil vacunadores certificados, según el Minsalud. Sus experiencias poniendo inyecciones de Sinovac, Moderna, AstraZeneca o Pfizer son disímiles, pero todos han contribuido a que veamos un poco de luz después de tantos meses de oscuridad.