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Antes de invitarme a su casa, a la orilla del río, Salvador quiere que le explique por qué viajé desde Bogotá hasta esta ciudad de treinta calles en medio de la selva. Le sorprende que por estos días otro “blanco” venga a la capital del Vaupés, uno de los departamentos con más indígenas en Colombia, no en busca de los lugares en donde se filmó El abrazo de la serpiente, sino tratando de averiguar por una extraña epidemia que se desató sin fecha precisa, de la que todos saben y a la que todos temen: el suicidio. Así que en nuestro primer encuentro, Salvador Fernández, del pueblo indígena cubeo y de nombre y apellido impuestos por un cura, me ve y duda. Si algo ha aprendido en los 56 años que lleva andando estas tierras colonizadas por caucheros, evangelizadores, narcotraficantes, guerrilleros y militares, es que cuando llega un blanco, lo mejor es dudar.
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En Mitú aterricé la mañana de un domingo en uno de los dos vuelos semanales de Satena. Había llegado hasta esa capital para intentar entender los motivos que habían ubicado a Vaupés como el departamento con más suicidios en Colombia. La primera escena con la que me encontré, ya había intentado capturarla Óscar Naranjo en su documental La selva inflada: junto al parque principal, en un sitio que llaman “Maloca” pero que está lejos de parecerse a esa construcción ancestral, estallaba un reguetón que los indígenas acompañaban con cerveza y grandes cantidades de chicha. Ancianos, adultos y adolescentes bebían sobre la tierra seca, mientras los más jóvenes cuidaban sus peinados engominados al mejor estilo de Neymar.
Hasta allí había caminado con Camila Rodríguez, una de las personas que más había insistido en entender los orígenes de las muertes. Por dos años atendió pacientes en el hospital de esa ciudad e hizo parte del único proyecto para estudiar en detalle ese fenómeno. De ese trabajo, logrado gracias a la ONG Sinergias - Alianzas Estratégicas para la Salud y el Desarrollo Social, resultaron varios talleres y análisis de casos que la dejaron perpleja.
“La medicina occidental –me explicaría después– no nos da herramientas para trabajar en otra cultura. Nos forman (ella es médica de la Universidad Nacional) con la idea de que lo que estudiamos es la realidad absoluta. Pero en este contexto todo es distinto. Es un tema que ha sobrepasado nuestras capacidades”.
Ese domingo, Camila me presentó a Salvador Fernández. Él llevaba zapatos negros, pantalón beige, camisa polo color salmón y una gorra del Centro Democrático. Lo único bueno que había quedado de las últimas elecciones para elegir alcalde y gobernador era la tanda de prendas y electrodomésticos que los candidatos repartieron sin asomo de vergüenza.
Salvador llevaba los ojos colorados por la chicha y estaba a punto de zarpar hacia Macaquiño, su comunidad, un nombre que traduce mono tití y que fue puesto hace cien años por un militar brasileño. Allí se reúnen 52 familias, de las que Salvador es capitán.
Como ya eran las 4 p.m. y debía zarpar en su canoa antes de que la oscuridad mimetizara las piedras, Salvador me prometió volver dos días después. Hablar de suicidios implicaba pedirle autorización al sabedor o médico tradicional de su comunidad. Hablar “dos días después” significaba 48 horas de incertidumbre: en Mitú un encuentro depende más de la confianza en el otro o de la suerte del voz a voz, que de una señal de celular que no ha logrado sobreponerse a la lejanía de la selva.
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Puerto de Mitú, Vaupés.
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Mientras esperaba el regreso de Salvador, empezaría a comprender que aunque para nosotros, los del “centro”, la realidad del suicidio es pavorosa, los habitantes de este pedazo amazónico no han tenido más alternativa que tratar de asimilarla. En cada esquina había historias frescas que los jóvenes repasaban con desparpajo.
“Huy, yo tengo un caso pero ex-tra-or-di-na-rio”, me contaba José*, un estudiante de la sede del Sena en Mitú. “Hubo una muchacha que se colgó en un segundo piso y duró tanto tiempo así que un día ¡bum!, le estalló la cabeza. Y mi tío, tan salado, que estaba pasando por el primer piso cuando le cayó una gota de sangre”. Y María* y Fernanda*, estudiantes también, se carcajeaban al escucharlo mientras buscaban un relato más estremecedor. Al cabo de una hora se silenciaron, cuando José confesó su fallido intento por colgarse.
Ponerse una soga al cuello empezó a ser tan usual entre los indígenas que la epidemia del suicidio tomó su nombre: “la epidemia de las cuerdas”. Es una epidemia que en la última década ha cobrado 123 muertos en 16 de los 27 pueblos de Vaupés. Mientras que en Colombia la tasa de suicidio es de 4,9 por cada cien mil habitantes, aquí es de 38.
Si nos ceñimos a la explicación cultural, todo arrancó con una maldición que ha tomado el sello de una leyenda. En 1992, cuentan, se suicidó en Brasil la hija de un payé muy poderoso porque no soportó el desamor de un indígena colombiano. Su padre, al verla, enfureció y decidió extender su desdicha. Si el destino lo obligaba a cargar con esa pena, su peso lo compartiría con las 27 comunidades del Vaupés.
Desde entonces, dicen, se fueron acumulando los casos. Se volvió un tema tan frecuente que hoy se habla de él sin tapujos aunque todos guarden recuerdos turbadores. Como el de la indígena de 19 años que se suicidó porque no tenía dinero para corregir el “masculino” de su cédula. O el joven de San Luis del Paca (seis horas río arriba) que se cansó de los golpes de su papá y se colgó en son de protesta. O el bachiller que algún diciembre quedó suspendido en una rama porque no le alcanzó el dinero para comprar los zapatos del grado. O el niño de 9 años que se suicidó sin razón aparente. O la mamá de tres hijos que se ahorcó ebria en el Alto Pirá en 2013. O la indígena que llegó al hospital tras pegarse un machetazo en el cuello. Estaba encinta y ese mismo día la enviaron de vuelta a casa.
Son relatos tras los que hay cifras escandalosas y una realidad inocultable. “Si la salud mental es la cenicienta del sistema, imagínese la importancia que tiene en un territorio indígena”, me explicaba Rocío Gómez, psicóloga y coordinadora del programa de salud mental de Mitú.
A lo que se refiere Rocío es que en los últimos diez años esa epidemia se disparó 91 % y los más jóvenes han sido sus principales víctimas. Gran parte de los casos (el 76,4 %) ocurre entre quienes tienen de 14 a 26 años. Ninguno de ellos entró jamás a una consulta con un psiquiatra porque el hospital simplemente no lo tiene y no es rentable para la EPS.
Aunque todos estos datos se empezaron a recolectar con juicio desde 2008, las cifras pueden ser más abultadas. Enterarse de una muerte en los más de 54 mil kilómetros cuadrados de Vaupés es un golpe de suerte. En este bosque tupido sin luz y atravesado por ríos cabrían treinta ciudades como Bogotá o un país como Irlanda.
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Una de las casas en Macaquiño, Vaupés.
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Dos días después de nuestro primer encuentro, Salvador volvió a Mitú para confirmarme que el sabedor, Rafael, había autorizado mi visita a Macaquiño. Para él era un tema espinoso, pero quería hablar de las muertes que lo desvelaron por meses.
Y las muertes que lo desvelaron fueron justamente las de los hijos de Salvador. La de César, de 16 años, y la de Arquímedes, de 23. “En menos de un año se suicidaron los dos y me quedé con cuatro hijos”, me confesó Salvador mismo mientras almorzábamos bajo el tercer aguacero del día. “El primero estaba borracho. Se desapareció de la fiesta y al rato lo encontramos colgado en su cuarto. Llegamos demasiado tarde. El segundo no aguantó la tristeza por su hermano y un día le echó veneno a una sopa. Es que acá el suicidio se contagia”.
Salvador y Rafael, el sabedor, en realidad son hermanos. En su juventud ambos recorrieron un pedazo de país persiguiendo varias bonanzas: la de las pieles, la de las esmeraldas y la de la coca. Esta última los trajo de nuevo a Macaquiño, donde viven 240 personas entre su escuela primaria, sus chagras (huertas), su ausencia de luz y sus canchas de fútbol y de microfútbol.
Rafael, al recibirme en Macaquiño, me explicó eso y detalló varias de sus aventuras. Cuando ya iba por la segunda totuma de chicha, me apartó del grupo y se lanzó con unos párrafos despaciosos:
Anteriormente el suicidio no existía. Es nuevo, es de jóvenes. A los mayores no se nos pasa por la cabeza. Acá hubo dos. Usted ya lo sabe: eran los hijos de Salvador. No se mataron por otra cosa sino por pura maldad. Alguien vino y les sembró el rencor porque entre los paisanos somos muy envidiosos. Así que lo que sucedió con ellos fue una maldición.
Todo el que entraba en esa casa, se contagiaba. Eso le pasó hasta al mismo Salvador. También quiso suicidarse. Tenía pesadillas, dormía mal. Era tan grave que tuve que bajar a Mitú a buscar una solución. Ahí me encontré con otro rezador. “Derrúmbele la malla”, me dijo. “Es una barrera. Si no la destruye, pronto se acaba su familia”.
Me enseñó cómo y volví a Macaquiño. Le dije a Salvador que me trajera un cigarrillo y juntos ahumamos la casa. La rezamos toda y le quitamos las armas: las sogas, los venenos, las hamacas. Rezamos, rezamos mucho porque el remedio para esa maldición era rezar. Salvador tenía que tumbar la casa y construir otra. Así lo hizo. La destruyó y levantó una nueva en otro terreno.
Eso mismo tuve que hacer en muchas otras casas, porque todos se estaban contagiando. Un día hasta encontré a mi hija colgada. La alcanzamos a salvar.
En Mitú estaba sucediendo lo mismo. Así que hace un año tuvimos que hacer una reunión de sabedores del Vaupés. Vinieron los del Pirá, los de Yavaraté, los guajibos, los del sector Guananos, los curripacos, los cubeos, los del Yuruparí… Éramos unos cuarenta. Hicimos un rezo general y caminamos las calles y las ahumamos. Creo que sirvió: acá no volvimos a ver casos.
Lo que pasa es que no todos creen en el rezo y en nuestra protección. Y claro, también es cierto que a veces los padres tratan muy duro a los jóvenes y eso los atormenta. No debería ser así.
Pero matarse, digo yo, es un acto de cobardía, porque muestra que esos jóvenes no quieren enfrentar la vida. Antes nosotros, al menos, intentábamos sobrevivir.
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Rafael Fernández, sabedor de Macaquiño, junto a Salvador (derecha)
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Para tratar de entender este complejo choque cultural por el que está atravesando Vaupés, es inevitable conocer la explicación de quienes lideran los casi diez movimientos religiosos que hay en Mitú y que han desempeñado un protagonismo esencial en esa transformación. Están desde el catolicismo y los Testigos de Jehová hasta la Iglesia Pentecostal Unida de Colombia y el Movimiento Misionero Mundial.
El padre Edwin Valareso –católico– es hoy el representante de esa historia que acaba de cumplir cien años. Quien la empezó fue un grupo de sacerdotes montfortianos que en 1914 llegó buscando evangelizar a las comunidades apartadas. Como habían fracasado en una misión para convertir a los indígenas de Perú, la Santa Sede les dio vía libre para que lo intentaran en Vaupés, Meta, Vichada, Caquetá, Putumayo, Guaviare y Guainía. Así lo hicieron y el 15 de agosto de ese año celebraron la primera misa.
Lo de ellos “fue una obra quijotesca (…) que estimuló a los indígenas, fortaleciendo sus organizaciones y abriéndoles las puertas de la educación y la cultura”, dice el libro que publicó la Iglesia hace dos años para celebrar ese centenario de evangelización. Por título lleva Caminos de esperanza.
El padre Valareso sabe, sin embargo, que los tiempos han cambiado y que ganar adeptos ya no es, como lo fue, un asunto de castigos y rejo. Él, como todos los grupos religiosos, ha hecho intentos por entender y frenar la ola de suicidios. “A los indígenas los apartamos de su cultura y de su lengua y los obligamos a ver el mundo con los ojos de Occidente. Se quedaron sin piso y todos contribuimos a quitárselo”, explicaba Valareso. “Lo que hemos hecho para detener la epidemia es presentarles los valores del evangelio para que poco a poco, desde la pluralidad, acojan la palabra de Jesús”.
Martha Medrano, pastora de la iglesia cristiana Movimiento Misionero Mundial, tiene una visión completamente distinta: “Son los demonios los que los incitan al suicidio. Sé que suena raro, pero es así. Por eso necesitan una transformación espiritual que para nosotros empieza con la prohibición de vicios como el alcohol. A las comunidades donde hemos llegado, ha dado resultado”.
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Este es el mural que tiene la iglesia católica de Mitú. En la parte superior de la imagen hay una leyenda que dice: "Venid benditos de mi padre"
Dejando de lado la discusión sobre qué tan debatibles son estas posturas religiosas, ambas son un buen ejemplo para entender lo que sucede en Vaupés. Es un fenómeno que podría explicar la cadena de muertes y que la doctora Camila prefiere definir como un proceso de aculturación. En otros términos, es lo que resulta cuando una población debe vivir entre la educación, los hábitos, las modas y los modismos de dos culturas diferentes: la del blanco y la del indígena.
Entonces sucede que muchos sueñan con seguir caminos como el de Orlando Rodríguez, antropólogo de la U. Nacional, pero no todos corren con la misma suerte.
“Es que el sistema educativo, dice él, de 47 años y de etnia cubeo, nos enseñó que el progreso consiste en estudiar más. Nos convenció y nos sigue convenciendo de que lo mejor es salir al mundo, tragárselo y dejar Vaupés”.
Él, como casi todos los adolescentes, estudió en uno de los dos internados de Mitú, donde los indígenas pasan meses o años alejados de sus comunidades. El más popular es la Escuela Normal Superior Indígena, que por sesenta años estuvo en manos de curas católicos. Hoy tiene un rector indígena, 700 alumnos y un modelo de etnoeducación. Todas las clases son en español.
Y ese choque está haciendo, como intuía el viejo Rafael, de Macaquiño, que los más jóvenes no quieran seguir la ruta ni las costumbres por las que se han guiado otras generaciones. En sus palabras, no demorará el día en que su comunidad se quede sin sabedor, porque ya nadie quiere saber sobre sus costumbres y su aprendizaje. Y yo, dice, “no le enseño a nadie que no se acerque a preguntar. Los jóvenes perdieron la curiosidad. Solo les interesa lo que venga del blanco”. A cambio de sentarse con él o de cultivar, prefieren salidas como la de ser mototaxistas en Mitú.
“Entonces –repite Orlando– se crea un conflicto complejísimo con su comunidad, con sus padres y con ellos mismos, que detona cuando aparece el alcohol. Y luego vienen los suicidios”.
Pero esa es sólo una arandela. Como dice la doctora Camila, es muy difícil hallar una única explicación a la altísima tasa de suicidios. “Es un problema en el que se mezclan muchos factores, pero lo más grave es que Colombia no sabe cómo atenderlos, porque no hay investigación. Tampoco los vamos a ayudar trayendo modelos externos de atención, porque acá no funcionan. Aplicar cuestionarios de salud mental que no son acordes a su cultura, a sus actividades y a la manera como expresan sus emociones, simplemente no funciona. Nadie tiene la fórmula mágica, pero no es haciendo acciones puntuales de manera separada como lo vamos a solucionar. El camino, creo, está con ellos, con los indígenas”.
Es escuchándolos insiste Camila, “como podemos encontrar una ruta para evitar que se repitan casos como los de Salvador”.
Pero para que eso suceda hay una barrera difícil de saltar. Sandra Gómez, la única psicóloga del hospital de Mitú (que también hace las veces de funcionaria en el área de atención al usuario), lo resume de un tajo: “Sobre el suicidio en el Vaupés no hay investigación. Y la necesita con urgencia”. Investigación que, de acuerdo con José Fernando Valderrama, subdirector de enfermedades no transmisibles del Ministerio de Salud, ya está en marcha.
“Ya hay un modelo que parte de un enfoque diferencial para hacer intervenciones en salud mental, enfatizando en conductas suicidas. Es un documento producido en compañía con la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Además, con el apoyo de la Unicef se están investigando tres estudios de casos de suicidio adolescente en indígenas: Brasil, Perú y Colombia, donde nos enfocamos en el Vaupés”, asegura el funcionario.
Valderrama dice que desde 2015 se está implementando un nuevo modelo con el que están intentando entender estas conductas. Y en ese punto concuerda con Camila: “Es un proceso en el que desempeñan un papel clave los indígenas, sus prácticas ancestrales y su cosmovisión. Esa es la manera de crear una ruta para atender su salud mental. Por lo pronto, asegura que ya empezaron a hacer intentos valiosos, como el primer encuentro de diálogo intercultural y consumo de sustancias, en el que estuvieron diez pueblos indígenas, entre los que se encontraba una representación del Vaupés.
Pese a ello, el reclamo de algunos funcionarios de Mitú persiste: “¿Se enteraron en el centro del problema, intentaron apagar el incendio y ya? No puede ser que ahí haya quedado todo”.
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Salvador Fernández mientras cuñtiva yuca brava en su chagra (huerta).
*Nombres cambiados a petición de las fuentes.
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