Viruela símica: nombrar lo que no quieren nombrar
El mecanismo de transmisión de la viruela símica hace que ciertos grupos presenten un mayor riesgo de infección. El primer desafío es nombrarlos. El siguiente es vacunarlos, aunque el país aún no tenga cómo hacerlo. Opinión.
Julián Alfredo Fernández Niño*
Al comienzo de la implementación del Plan Nacional de Vacunación contra el covid-19, le planteamos a Fernando Ruiz la posibilidad de priorizar explícitamente a las y los trabajadores sexuales. El entonces ministro estuvo de acuerdo. “Tenemos que hacerlo, pero no va a ser fácil”. (Lea Por ahora, Colombia no recibirá vacunas contra viruela del mono por medio de la OPS)
La priorización para la asignación de vacunas contra el covid-19 en Colombia fue un proceso complejo, sujeto al choque entre el interés general y los múltiples intereses particulares y competitivos. Los principios orientadores explícitos, como la equidad sanitaria y la justicia social, fueron determinantes para disponer primero las vacunas a quienes más las necesitaban: las personas en mayor riesgo de enfermedad grave y muerte.
Esta decisión trajo consigo importantes beneficios adicionales: al proteger primero a los más vulnerables, se esperaba reducir los impactos negativos adicionales para la sociedad como un todo. Así, la vacunación de los adultos mayores disminuiría la mortalidad específica y las hospitalizaciones en cuidados intensivos, lo que, a su vez, reduciría la necesidad de nuevas cuarentenas y con ello, sus graves impactos socioeconómicos. Esa proyección se la explicamos tempranamente a una poderosa directiva de Fenalco, quien pedía priorizar primero a la población en edad de trabajar con el propósito de “reactivar la economía”; al escucharnos, comprendió nuestra lógica y ofreció su apoyo. (Lea Brote de ébola en Uganda ya deja 48 casos y 17 muertes confirmadas)
La mayoría de los países del mundo hicieron lo mismo. La reactivación era una consecuencia deseable de la vacunación, pero no el fin primero. La evidencia científica, y sobre todo los principios éticos del Plan, definieron la ruta que logramos mantener cuando las vacunas eran más escasas. Luego de los adultos mayores y de las y los trabajadores de la salud, se incluyeron otros grupos poblacionales que, por su mayor exposición, o por un imperativo ético, debían ser priorizados. Este fue el caso de la inclusión de profesores de educación básica y media como impulso para la reactivación educativa, algo fundamental al considerar que eran y son los niños uno de los grupos más afectados por la pandemia como crisis social -más que por el virus mismo-.
De este modo, la decisión no solo partía de la Epidemiologia, sino de complejas consideraciones ético-políticas. El riesgo jurídico era que, si se incluía un grupo, otros grupos similares pedirían lo mismo inmediatamente (por ejemplo: los profesores universitarios exigieron ser priorizados). Sin embargo, si se priorizaban a todos, nadie sería priorizado en realidad, debido de nuevo los procesos logísticos como la identificabilidad y sobre todo a la escasez inicial de las vacunas.
Al menos durante los primeros dos meses, cuando existía menor disponibilidad de vacunas, logramos mantener la focalización para los adultos mayores y trabajadores de la salud, tal como registraron las primeras cifras de coberturas. Los funcionarios del Ministerio fuimos vacunados casi tres meses después de iniciado el Plan; el propio Fernando Ruiz recibió su dosis inicial cuando le correspondió por tener más de 60 años el 30 de abril de 2021, no por su posición como ministro. No obstante, ciertamente existían otros grupos que debían incluirse.
Lo hicimos. No fue fácil. Cada mañana, sin exagerar, tenía más de 40 solicitudes enviadas por ciudadanos y organizaciones que exigían su priorización sobre el escritorio. Con mi equipo, revisamos cada petición de grupos diversos como conductores de transporte público, camioneros, estilistas, veterinarios y cientos más, quienes percibían una mayor vulnerabilidad o exposición ante el virus debido a su condición u ocupación. Algunos fueron incluidos porque, al analizar su solicitud, encontramos evidencia científica sólida nueva, como fue el caso de las personas que viven con padecimientos mentales y los niños con trastornos del desarrollo intelectual. A veces la decisión ya estaba tomada cuando llegaba el requerimiento; sin embargo, no podíamos apresurarnos con las solicitudes. Si priorizábamos grupos con poca evidencia sobre su riesgo incrementado, abríamos la puerta a otros y la priorización hubiera fracasado en esos días tan críticos de escasez. Por tal motivo, debíamos comenzar con los grupos con menor incertidumbre sobre su riesgo e irlo evaluando en el tiempo.
Hoy, autocríticamente, veo que el problema de este enfoque es que los grupos más excluidos estructuralmente podrían ser también los mismos donde menos evidencia científica existía porque precisamente se estudian menos. Ojalá este problema pueda ser considerado para futuras experiencias.
El equipo jurídico del Ministerio de Salud y Protección Social construyó respuestas rigurosas basadas en el principio del “igualdad material” que complementaron la visión epidemiológica. Ganamos prácticamente todas las tutelas. La aceptación social no fue unánime, pero el imperativo era guiarnos por los principios predefinidos. No faltó el debate, algunos fundamentados, y otros basados en juicios morales cuestionables. Por ejemplo, algunas personas cuestionaron que las personas privadas de la libertad en centros carcelarios fueran vacunadas antes que la población joven sin enfermedades de base. Con juicios moralistas, malinterpretaban que ubicarlos primero era tener una consideración de la que no eran dignos; debimos explicar que el criterio nunca se basó en “el mayor o menor valor” de los sujetos para la sociedad (algo que sería imposible de definir, ¿quién podría hacer eso?), sino dado el mayor riesgo de infección, y, sobre todo, de complicación y muerte, bajo la consideración que el derecho era el mismo para todos, y que el riesgo epidemiológico sólo modificaba el momento de la asignación para llegar así primero a quienes más riesgo tenían.
Eso era lo justo, pero no todos lo aceptaban. Podrán imaginarse lo que pudo haber pasado si se priorizaban a las y los trabajadoras sexuales, pero estábamos dispuestos a tomar el riesgo mediático, y así lo discutimos con Fernando Ruiz, y un par de colegas directores me apoyaron.
La evidencia sobre mayor riesgo ante el covid-19 en trabajadores sexuales no era tan sólida, al menos no más similar a varios oficios que implican contacto físico, pero sí era obvio que ellas y ellos tenían un contacto muy estrecho debido a su oficio, lo cual aumentaba la probabilidad de contagio. Si bien hoy sabemos que más que las gotas y el contacto piel a piel o por fómites, son realmente los aerosoles en espacios pobremente ventilados los que favorecen la transmisión, y a esa situación se exponen muchos oficios. El tema lo discutimos tres veces, pero el riesgo era que otros grupos también expuestos a un alto contacto físico, fuera de los ya priorizados como personal de salud, pidieran para ellos lo mismo, y las vacunas no eran suficientes.
Por suerte, en pocos días, mientras teníamos la discusión, la disponibilidad de vacunas creció significativamente, al igual que las coberturas en grupos de mayor riesgo. En ese punto, era más efectivo masificar el acceso que mantener la priorización, y eso hizo que todas las personas pudieran vacunarse acorde con su edad muy rápidamente, y eso resolvió el dilema. Bogotá, sin embargo, hizo operativos dirigidos a la población trabajadora sexual como estrategia operativa con un enfoque diferencial que me parecen esfuerzos notables.
Pero es cierto que parte del temor estaba también en la necesidad de nombrarlas. De nombrarles un grupo de riesgo, y de nombrarles un grupo prioritario, y de la carga moral para algunos tendría asumir que ellas y ellos irían primero que otros. Pero, como dije, la diferencia en riesgo para covid-19 no parecía ser sustancial en comparación con muchos grupos cuya ocupación implicaba un alto contacto físico (hay varios oficios así), o sobre todo condiciones de vida o trabajo que favorecen la transmisibilidad como el hacinamiento y la poca ventilación. Sin duda tenían un alto riesgo y vulnerabilidad para infectarse de covid-19, y ciertamente un enfoque diferencial era necesario para garantizarles el acceso efectivo a las vacunas, y de haber tenido que prolongarse la fase de priorización, creo que, ciertamente deberían ser priorizadas, junto con otros grupos.
En la viruela símica, en cambio, no debería haber dudas. El mecanismo de transmisión hace que ciertos grupos presenten un mayor riesgo de infección. La evidencia es cada más consistente que las y los trabajadores sexuales, pero además otros grupos que genéricamente algunos agrupan “hombres gay y bisexuales que tienen sexo con hombres”, y adicionalmente las mujeres trans que son menos mencionadas, parecen tener un mayor riesgo. De este modo ha sido reportado en varios estudios y en los análisis de cadenas de transmisión generados por epidemiólogos de campo en Colombia y en el mundo.
Si bien hay paralelos entre la viruela símica y el covid-19 (como la necesidad de priorización y la escasez de vacunas), el riesgo de la primera se encuentra mayormente fragmentado en grupos específicos, cuyos individuos pueden ser más difícil de identificar, convocar, y, finalmente, de vacunar. Sin embargo, parece que el primer desafío es aún más simple: el de nombrar a las personas.
Creo que el hecho que ciertas prácticas sexuales se asocien con un mayor riesgo de viruela símica es algo que genera malestar en el establecimiento, que hasta teme reconocerlo claramente. Incluso en covid-19 hubo cierta mofa en medios por una cartilla de prácticas sexuales que sacó el propio Ministerio. El problema ahora con la viruela símica es que hablamos de sexo como favorecedor del riesgo, y sobre todo hablamos, aunque no exclusivamente, de sexo no heterosexual. De placer, de deseo y de trabajo sexual, que tanto debate y pudor todavía nos genera, y de un grupo de personas a los que a algunos no les gusta nombrar en las políticas.
Durante mi formación como salubrista me enseñaron que habría que evitar asociar enfermedades con grupos sociales específicos porque se podría generar estigma. Esto ha pasado con la sífilis y los hombres negros en los Estados Unidos, y con VIH y los hombres homosexuales, pero luego de leer el formidable texto, y del discurso que algunas activistas trans, como Matilda Gil (algunas ideas de ella las he replicado acá), no me queda duda: hay que vacunarles y hay que nombrarles, de hecho, hay que nombrarles para vacunarles.
Esto tiene que hacerse cuidando mucho el lenguaje, de tal manera que no genere estigmatización, pero sí es indispensable reconocerles, convocarles, y definitivamente tener un enfoque diferencial de derechos humanos en la vacunación. Superando la visión parroquial y absurda de no hablar directamente de sexualidad, como también nos sucedió en Zika, donde un error fue recomendar a las mujeres pobres que tuvieran menos relaciones sexuales durante el pico, como lo es pretender que los y las trabajadores sexuales, dejen de ejercer su oficio, o que una parte importante de la población de géneros diversos tenga una absurda y prolongada abstinencia sexual de meses, como si hicieran algún voto religioso. Lo cual no es solo discriminatorio, sino que sencillamente no es factible.
Lo peor es que, al parecer, la adquisición de vacunas contra la viruela símica no es una prioridad del Gobierno y del Ministerio actual, o si lo era parece que fallaron. No han diversificado los mecanismos de adquisición, lo cual es importante para una emergencia sanitaria. No han adaptado el marco legal a partir de los aprendizajes de covid-19 para garantizar un flujo rápido y continuo de vacunas. Quizás es porque esta enfermedad afecta a un grupo al que no quieren visibilizar, quizás, porque consideran que únicamente la muerte es un desenlace importante, y no el dolor, o la carga de ver las marcas en el cuerpo de una enfermedad altamente prevenible. Tampoco es claro a qué grupos van a priorizar. Hasta el día de ayer no existía un plan publicado por el Ministerio, de modo que no es claro si se van a adquirir las vacunas, la manera de hacerlo, o el mecanismo de asignación y priorización. Quizás, algo tenga que ver el haber prescindido masivamente de profesionales competentes y con amplia experiencia en estos temas, política de cambio de la actual administración que pone en riesgo la capacidad técnica.
Nombrar, convocar, y llegar a estos grupos es difícil, pero es posible y necesario. Se necesitan vacunas, voluntad política y capacidad técnica, pero, sobre todo, es necesario dejar atrás pudores moralistas anacrónicos y retardararios. Es necesario entender que evitar y reducir el dolor también es una tarea de la Salud Publica, y que al final en la política social son fundamentales los principios, pero lo que cambia la vida de las personas son también los resultados tangibles. Para ello, debemos comenzar con nombrar lo que no quieren nombrar, nombrar a los y las que no quieren nombrar, reconocer y conocer su sufrimiento, y la necesidad no solo política, sino ante todo humana, de evitarlo.
*Assistant Scientist. Johns Hopkins Bloomberg School of Public Health.
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Al comienzo de la implementación del Plan Nacional de Vacunación contra el covid-19, le planteamos a Fernando Ruiz la posibilidad de priorizar explícitamente a las y los trabajadores sexuales. El entonces ministro estuvo de acuerdo. “Tenemos que hacerlo, pero no va a ser fácil”. (Lea Por ahora, Colombia no recibirá vacunas contra viruela del mono por medio de la OPS)
La priorización para la asignación de vacunas contra el covid-19 en Colombia fue un proceso complejo, sujeto al choque entre el interés general y los múltiples intereses particulares y competitivos. Los principios orientadores explícitos, como la equidad sanitaria y la justicia social, fueron determinantes para disponer primero las vacunas a quienes más las necesitaban: las personas en mayor riesgo de enfermedad grave y muerte.
Esta decisión trajo consigo importantes beneficios adicionales: al proteger primero a los más vulnerables, se esperaba reducir los impactos negativos adicionales para la sociedad como un todo. Así, la vacunación de los adultos mayores disminuiría la mortalidad específica y las hospitalizaciones en cuidados intensivos, lo que, a su vez, reduciría la necesidad de nuevas cuarentenas y con ello, sus graves impactos socioeconómicos. Esa proyección se la explicamos tempranamente a una poderosa directiva de Fenalco, quien pedía priorizar primero a la población en edad de trabajar con el propósito de “reactivar la economía”; al escucharnos, comprendió nuestra lógica y ofreció su apoyo. (Lea Brote de ébola en Uganda ya deja 48 casos y 17 muertes confirmadas)
La mayoría de los países del mundo hicieron lo mismo. La reactivación era una consecuencia deseable de la vacunación, pero no el fin primero. La evidencia científica, y sobre todo los principios éticos del Plan, definieron la ruta que logramos mantener cuando las vacunas eran más escasas. Luego de los adultos mayores y de las y los trabajadores de la salud, se incluyeron otros grupos poblacionales que, por su mayor exposición, o por un imperativo ético, debían ser priorizados. Este fue el caso de la inclusión de profesores de educación básica y media como impulso para la reactivación educativa, algo fundamental al considerar que eran y son los niños uno de los grupos más afectados por la pandemia como crisis social -más que por el virus mismo-.
De este modo, la decisión no solo partía de la Epidemiologia, sino de complejas consideraciones ético-políticas. El riesgo jurídico era que, si se incluía un grupo, otros grupos similares pedirían lo mismo inmediatamente (por ejemplo: los profesores universitarios exigieron ser priorizados). Sin embargo, si se priorizaban a todos, nadie sería priorizado en realidad, debido de nuevo los procesos logísticos como la identificabilidad y sobre todo a la escasez inicial de las vacunas.
Al menos durante los primeros dos meses, cuando existía menor disponibilidad de vacunas, logramos mantener la focalización para los adultos mayores y trabajadores de la salud, tal como registraron las primeras cifras de coberturas. Los funcionarios del Ministerio fuimos vacunados casi tres meses después de iniciado el Plan; el propio Fernando Ruiz recibió su dosis inicial cuando le correspondió por tener más de 60 años el 30 de abril de 2021, no por su posición como ministro. No obstante, ciertamente existían otros grupos que debían incluirse.
Lo hicimos. No fue fácil. Cada mañana, sin exagerar, tenía más de 40 solicitudes enviadas por ciudadanos y organizaciones que exigían su priorización sobre el escritorio. Con mi equipo, revisamos cada petición de grupos diversos como conductores de transporte público, camioneros, estilistas, veterinarios y cientos más, quienes percibían una mayor vulnerabilidad o exposición ante el virus debido a su condición u ocupación. Algunos fueron incluidos porque, al analizar su solicitud, encontramos evidencia científica sólida nueva, como fue el caso de las personas que viven con padecimientos mentales y los niños con trastornos del desarrollo intelectual. A veces la decisión ya estaba tomada cuando llegaba el requerimiento; sin embargo, no podíamos apresurarnos con las solicitudes. Si priorizábamos grupos con poca evidencia sobre su riesgo incrementado, abríamos la puerta a otros y la priorización hubiera fracasado en esos días tan críticos de escasez. Por tal motivo, debíamos comenzar con los grupos con menor incertidumbre sobre su riesgo e irlo evaluando en el tiempo.
Hoy, autocríticamente, veo que el problema de este enfoque es que los grupos más excluidos estructuralmente podrían ser también los mismos donde menos evidencia científica existía porque precisamente se estudian menos. Ojalá este problema pueda ser considerado para futuras experiencias.
El equipo jurídico del Ministerio de Salud y Protección Social construyó respuestas rigurosas basadas en el principio del “igualdad material” que complementaron la visión epidemiológica. Ganamos prácticamente todas las tutelas. La aceptación social no fue unánime, pero el imperativo era guiarnos por los principios predefinidos. No faltó el debate, algunos fundamentados, y otros basados en juicios morales cuestionables. Por ejemplo, algunas personas cuestionaron que las personas privadas de la libertad en centros carcelarios fueran vacunadas antes que la población joven sin enfermedades de base. Con juicios moralistas, malinterpretaban que ubicarlos primero era tener una consideración de la que no eran dignos; debimos explicar que el criterio nunca se basó en “el mayor o menor valor” de los sujetos para la sociedad (algo que sería imposible de definir, ¿quién podría hacer eso?), sino dado el mayor riesgo de infección, y, sobre todo, de complicación y muerte, bajo la consideración que el derecho era el mismo para todos, y que el riesgo epidemiológico sólo modificaba el momento de la asignación para llegar así primero a quienes más riesgo tenían.
Eso era lo justo, pero no todos lo aceptaban. Podrán imaginarse lo que pudo haber pasado si se priorizaban a las y los trabajadoras sexuales, pero estábamos dispuestos a tomar el riesgo mediático, y así lo discutimos con Fernando Ruiz, y un par de colegas directores me apoyaron.
La evidencia sobre mayor riesgo ante el covid-19 en trabajadores sexuales no era tan sólida, al menos no más similar a varios oficios que implican contacto físico, pero sí era obvio que ellas y ellos tenían un contacto muy estrecho debido a su oficio, lo cual aumentaba la probabilidad de contagio. Si bien hoy sabemos que más que las gotas y el contacto piel a piel o por fómites, son realmente los aerosoles en espacios pobremente ventilados los que favorecen la transmisión, y a esa situación se exponen muchos oficios. El tema lo discutimos tres veces, pero el riesgo era que otros grupos también expuestos a un alto contacto físico, fuera de los ya priorizados como personal de salud, pidieran para ellos lo mismo, y las vacunas no eran suficientes.
Por suerte, en pocos días, mientras teníamos la discusión, la disponibilidad de vacunas creció significativamente, al igual que las coberturas en grupos de mayor riesgo. En ese punto, era más efectivo masificar el acceso que mantener la priorización, y eso hizo que todas las personas pudieran vacunarse acorde con su edad muy rápidamente, y eso resolvió el dilema. Bogotá, sin embargo, hizo operativos dirigidos a la población trabajadora sexual como estrategia operativa con un enfoque diferencial que me parecen esfuerzos notables.
Pero es cierto que parte del temor estaba también en la necesidad de nombrarlas. De nombrarles un grupo de riesgo, y de nombrarles un grupo prioritario, y de la carga moral para algunos tendría asumir que ellas y ellos irían primero que otros. Pero, como dije, la diferencia en riesgo para covid-19 no parecía ser sustancial en comparación con muchos grupos cuya ocupación implicaba un alto contacto físico (hay varios oficios así), o sobre todo condiciones de vida o trabajo que favorecen la transmisibilidad como el hacinamiento y la poca ventilación. Sin duda tenían un alto riesgo y vulnerabilidad para infectarse de covid-19, y ciertamente un enfoque diferencial era necesario para garantizarles el acceso efectivo a las vacunas, y de haber tenido que prolongarse la fase de priorización, creo que, ciertamente deberían ser priorizadas, junto con otros grupos.
En la viruela símica, en cambio, no debería haber dudas. El mecanismo de transmisión hace que ciertos grupos presenten un mayor riesgo de infección. La evidencia es cada más consistente que las y los trabajadores sexuales, pero además otros grupos que genéricamente algunos agrupan “hombres gay y bisexuales que tienen sexo con hombres”, y adicionalmente las mujeres trans que son menos mencionadas, parecen tener un mayor riesgo. De este modo ha sido reportado en varios estudios y en los análisis de cadenas de transmisión generados por epidemiólogos de campo en Colombia y en el mundo.
Si bien hay paralelos entre la viruela símica y el covid-19 (como la necesidad de priorización y la escasez de vacunas), el riesgo de la primera se encuentra mayormente fragmentado en grupos específicos, cuyos individuos pueden ser más difícil de identificar, convocar, y, finalmente, de vacunar. Sin embargo, parece que el primer desafío es aún más simple: el de nombrar a las personas.
Creo que el hecho que ciertas prácticas sexuales se asocien con un mayor riesgo de viruela símica es algo que genera malestar en el establecimiento, que hasta teme reconocerlo claramente. Incluso en covid-19 hubo cierta mofa en medios por una cartilla de prácticas sexuales que sacó el propio Ministerio. El problema ahora con la viruela símica es que hablamos de sexo como favorecedor del riesgo, y sobre todo hablamos, aunque no exclusivamente, de sexo no heterosexual. De placer, de deseo y de trabajo sexual, que tanto debate y pudor todavía nos genera, y de un grupo de personas a los que a algunos no les gusta nombrar en las políticas.
Durante mi formación como salubrista me enseñaron que habría que evitar asociar enfermedades con grupos sociales específicos porque se podría generar estigma. Esto ha pasado con la sífilis y los hombres negros en los Estados Unidos, y con VIH y los hombres homosexuales, pero luego de leer el formidable texto, y del discurso que algunas activistas trans, como Matilda Gil (algunas ideas de ella las he replicado acá), no me queda duda: hay que vacunarles y hay que nombrarles, de hecho, hay que nombrarles para vacunarles.
Esto tiene que hacerse cuidando mucho el lenguaje, de tal manera que no genere estigmatización, pero sí es indispensable reconocerles, convocarles, y definitivamente tener un enfoque diferencial de derechos humanos en la vacunación. Superando la visión parroquial y absurda de no hablar directamente de sexualidad, como también nos sucedió en Zika, donde un error fue recomendar a las mujeres pobres que tuvieran menos relaciones sexuales durante el pico, como lo es pretender que los y las trabajadores sexuales, dejen de ejercer su oficio, o que una parte importante de la población de géneros diversos tenga una absurda y prolongada abstinencia sexual de meses, como si hicieran algún voto religioso. Lo cual no es solo discriminatorio, sino que sencillamente no es factible.
Lo peor es que, al parecer, la adquisición de vacunas contra la viruela símica no es una prioridad del Gobierno y del Ministerio actual, o si lo era parece que fallaron. No han diversificado los mecanismos de adquisición, lo cual es importante para una emergencia sanitaria. No han adaptado el marco legal a partir de los aprendizajes de covid-19 para garantizar un flujo rápido y continuo de vacunas. Quizás es porque esta enfermedad afecta a un grupo al que no quieren visibilizar, quizás, porque consideran que únicamente la muerte es un desenlace importante, y no el dolor, o la carga de ver las marcas en el cuerpo de una enfermedad altamente prevenible. Tampoco es claro a qué grupos van a priorizar. Hasta el día de ayer no existía un plan publicado por el Ministerio, de modo que no es claro si se van a adquirir las vacunas, la manera de hacerlo, o el mecanismo de asignación y priorización. Quizás, algo tenga que ver el haber prescindido masivamente de profesionales competentes y con amplia experiencia en estos temas, política de cambio de la actual administración que pone en riesgo la capacidad técnica.
Nombrar, convocar, y llegar a estos grupos es difícil, pero es posible y necesario. Se necesitan vacunas, voluntad política y capacidad técnica, pero, sobre todo, es necesario dejar atrás pudores moralistas anacrónicos y retardararios. Es necesario entender que evitar y reducir el dolor también es una tarea de la Salud Publica, y que al final en la política social son fundamentales los principios, pero lo que cambia la vida de las personas son también los resultados tangibles. Para ello, debemos comenzar con nombrar lo que no quieren nombrar, nombrar a los y las que no quieren nombrar, reconocer y conocer su sufrimiento, y la necesidad no solo política, sino ante todo humana, de evitarlo.
*Assistant Scientist. Johns Hopkins Bloomberg School of Public Health.
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