Yo estuve en el debate sobre las bebidas azucaradas
El ministro de Salud, Alejandro Gaviria, asegura que varios congresistas hundieron la propuesta a punta de mentiras. Esta es la historia de un debate que no pudo ser, que terminó siendo excluido del foro de la democracia por excelencia: el Congreso de la República.
Alejandro Gaviria
En noviembre pasado, el Gobierno presentó el proyecto de reforma tributaria, el cual incluía inicialmente un gravamen a las bebidas azucaradas de aproximadamente 20 %. La misma semana, recuerdo bien, la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomendó a los países hacer lo propio, considerar un impuesto de este tipo como parte de una estrategia de salud pública, como una medida necesaria para prevenir la diabetes y la obesidad. La recomendación desató un gran debate global. Los parlamentos de España e Inglaterra, por ejemplo, comenzaron a discutir el tema y cientos de reportajes llenaron las páginas de los principales periódicos del mundo.
En Colombia, varias organizaciones académicas y de la sociedad civil respaldaron la propuesta del Gobierno. Cada día parecía llegar un respaldo distinto, nacional o internacional. Eran tantos y tan variados, que llevar la cuenta parecía imposible. Decenas de expertos internacionales, varias escuelas de salud pública, todas las agremiaciones médicas colombianas, varias agencias de las Naciones Unidas y la Organización Panamericana de la Salud manifestaron públicamente su apoyo. No resulta exagerado afirmar que el respaldo de la academia fue casi unánime.
A pesar del consenso científico, algunos gremios y varios congresistas combatieron la medida propuesta con una mezcla de pseudociencia y mentiras: las gaseosas poco tienen que ver con la obesidad, miles de tenderos van a quebrarse, la bandeja paisa es más dañina, el recaudo será para las EPS, etc. Los lobistas repitieron una y otra vez un argumento contradictorio, a saber: que la medida tenía un impacto sustancial sobre la economía, pero deleznable sobre la salud pública. “O lo uno o lo otro”, les dijo un profesor mexicano, bien entrenado en la economía política de los refrescos. Con todo, nunca se rebatieron los dos argumentos principales: el consumo de gaseosas sí está asociado a la obesidad y la diabetes y los impuestos sí disminuyen el consumo.
A comienzos de diciembre participé en una audiencia pública en el Congreso. Había sido presentado el proyecto de ley, pero no la ponencia. A mi llegada al salón Boyacá del Congreso, el ministro de Hacienda me hizo una advertencia premonitoria: “Le va a tocar hacer la mejor presentación de su vida. Quieren sacar el artículo”. La presentación quedó grabada en Youtube. Pude verla después con calma, como quien mira un partido de fútbol ya conociendo el resultado.
La definiría en una sola frase: exceso de vehemencia. Frunzo el ceño durante buena parte de la intervención. Gesticulo todo el tiempo. Repito las mismas frases con insistencia. Reniego de las razones espurias que estaban siendo aducidas en contra del impuesto. En fin, es el alegato de quien se da cuenta de que los argumentos no bastan y toca al menos dejar una constancia.
Ese mismo día por la noche nos confirmaron informalmente que el artículo había sido excluido de la ponencia. La mañana siguiente, en medio de la especulación y casi como una forma de catarsis, escribí un artículo en mi blog con un título exaltado: “Matar el impuesto sin dar el debate”. El artículo terminaba con una retahíla: “(…) pareciera que, con argumentos falaces y por cuenta de intereses económicos, vamos a renunciar (sin ni siquiera dar el debate en el Congreso) a este instrumento. Sería lamentable. Y literalmente, mortal”.
Varios medios de comunicación recogieron la queja. Las cartas de apoyo siguieron llegando. Algunos columnistas pusieron el dedo en la llaga. Pero nada pasó. El debate no ocurrió. O mejor, el único debate que tuvo lugar fue el debate sobre la ausencia del debate. A pesar de todo, lo digo con sinceridad, creo que la propuesta valió la pena. Sirvió para crear consciencia y preparar los debates del futuro. Y dejó una enseñanza inquietante sobre la salud de nuestra democracia representativa: los conglomerados económicos y los grandes medios de comunicación tienen un poder inmenso, no solo para decidir qué se aprueba, sino también para decidir qué se debate.
En noviembre pasado, el Gobierno presentó el proyecto de reforma tributaria, el cual incluía inicialmente un gravamen a las bebidas azucaradas de aproximadamente 20 %. La misma semana, recuerdo bien, la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomendó a los países hacer lo propio, considerar un impuesto de este tipo como parte de una estrategia de salud pública, como una medida necesaria para prevenir la diabetes y la obesidad. La recomendación desató un gran debate global. Los parlamentos de España e Inglaterra, por ejemplo, comenzaron a discutir el tema y cientos de reportajes llenaron las páginas de los principales periódicos del mundo.
En Colombia, varias organizaciones académicas y de la sociedad civil respaldaron la propuesta del Gobierno. Cada día parecía llegar un respaldo distinto, nacional o internacional. Eran tantos y tan variados, que llevar la cuenta parecía imposible. Decenas de expertos internacionales, varias escuelas de salud pública, todas las agremiaciones médicas colombianas, varias agencias de las Naciones Unidas y la Organización Panamericana de la Salud manifestaron públicamente su apoyo. No resulta exagerado afirmar que el respaldo de la academia fue casi unánime.
A pesar del consenso científico, algunos gremios y varios congresistas combatieron la medida propuesta con una mezcla de pseudociencia y mentiras: las gaseosas poco tienen que ver con la obesidad, miles de tenderos van a quebrarse, la bandeja paisa es más dañina, el recaudo será para las EPS, etc. Los lobistas repitieron una y otra vez un argumento contradictorio, a saber: que la medida tenía un impacto sustancial sobre la economía, pero deleznable sobre la salud pública. “O lo uno o lo otro”, les dijo un profesor mexicano, bien entrenado en la economía política de los refrescos. Con todo, nunca se rebatieron los dos argumentos principales: el consumo de gaseosas sí está asociado a la obesidad y la diabetes y los impuestos sí disminuyen el consumo.
A comienzos de diciembre participé en una audiencia pública en el Congreso. Había sido presentado el proyecto de ley, pero no la ponencia. A mi llegada al salón Boyacá del Congreso, el ministro de Hacienda me hizo una advertencia premonitoria: “Le va a tocar hacer la mejor presentación de su vida. Quieren sacar el artículo”. La presentación quedó grabada en Youtube. Pude verla después con calma, como quien mira un partido de fútbol ya conociendo el resultado.
La definiría en una sola frase: exceso de vehemencia. Frunzo el ceño durante buena parte de la intervención. Gesticulo todo el tiempo. Repito las mismas frases con insistencia. Reniego de las razones espurias que estaban siendo aducidas en contra del impuesto. En fin, es el alegato de quien se da cuenta de que los argumentos no bastan y toca al menos dejar una constancia.
Ese mismo día por la noche nos confirmaron informalmente que el artículo había sido excluido de la ponencia. La mañana siguiente, en medio de la especulación y casi como una forma de catarsis, escribí un artículo en mi blog con un título exaltado: “Matar el impuesto sin dar el debate”. El artículo terminaba con una retahíla: “(…) pareciera que, con argumentos falaces y por cuenta de intereses económicos, vamos a renunciar (sin ni siquiera dar el debate en el Congreso) a este instrumento. Sería lamentable. Y literalmente, mortal”.
Varios medios de comunicación recogieron la queja. Las cartas de apoyo siguieron llegando. Algunos columnistas pusieron el dedo en la llaga. Pero nada pasó. El debate no ocurrió. O mejor, el único debate que tuvo lugar fue el debate sobre la ausencia del debate. A pesar de todo, lo digo con sinceridad, creo que la propuesta valió la pena. Sirvió para crear consciencia y preparar los debates del futuro. Y dejó una enseñanza inquietante sobre la salud de nuestra democracia representativa: los conglomerados económicos y los grandes medios de comunicación tienen un poder inmenso, no solo para decidir qué se aprueba, sino también para decidir qué se debate.