La estrategia que sacó a los caimanes de la lista roja de extinción

Esta especie, considerada extinta desde mitad del siglo XX, revivió en la bahía de Cispatá (Córdoba) gracias al trabajo de dos biólogos y de 18 antiguos cazadores. La comunidad internacional les dio el aval para aprovecharla de manera sostenible.

Camila Taborda/ @camilaztabor
22 de marzo de 2019 - 03:20 a. m.
Los biólogos Giovanni Ulloa y Clara Lucía Sierra. 
 / Óscar Pérez - El Espectador
Los biólogos Giovanni Ulloa y Clara Lucía Sierra. / Óscar Pérez - El Espectador
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Hace un mes los caimanes fueron la sensación nacional. Se trataba de un anuncio emitido por una de las mayores autoridades ambientales del país: el Instituto Humboldt. “Gobierno autoriza comercio de piel de caimán aguja”, afirmaban. Esas palabras generaron controversia. ¿Cómo el Gobierno permitía que una especie considerada en peligro de extinción a escala internacional se pudiera aprovechar en Colombia? Fue obvio: los conservacionistas levantaron la voz y el hashtag #DuqueRespeteALosCaimanes hizo eco en redes. Había un malentendido. (Puede leer: El renacer de la Misión de Sabios, 25 años después)

El anuncio no se refería a todos los caimanes, era exclusivo del caimán aguja o del Magdalena, también llamado cocodrilo americano. El permiso no cubría el territorio colombiano por completo, sino a la bahía de Cispatá (Córdoba). No autorizaban a cualquiera, solo a los habitantes de ese lugar: 18 antiguos cazadores que, tras décadas de investigación y trabajo como asociación, han recuperado las poblaciones de este animal.

Esta es la historia de Asocaimán, de sus creadores: Giovanni Ulloa y Clara Lucía Sierra. Ambos biólogos de la Universidad Nacional de Bogotá. Giovanni nació a mediados del siglo XX, en pleno auge del comercio de pieles de cocodrilo y caimán. Clara llegó al mundo en 1969, un año después de que el Ministerio de Agricultura y el Inderena, que hacía las veces de cartera ambiental, prohibieran la caza de estos animales en el país. Una medida reforzada por la Convención CITES —un acuerdo internacional contra la explotación excesiva de fauna— lo incluyera en su lista roja, catalogada Apéndice I. (Lea: Una guía para entender el debate sobre caimanes)

Esa era la actualidad cuando estos dos científicos se conocieron en Zambrano, Bolívar. Ella estudiaba el desarrollo embrionario de babillas y él era el investigador de una reforestadora de la región. Desde entonces están juntos.

Dedicados a sus labores, a finales de los años 90 les llegó, por interés general, el censo de caimanes hecho por el Ministerio de Ambiente. Para entonces, Ulloa trabajaba en restaurar manglares caribeños y una de sus parcelas estaba ubicada en la bahía de Cispatá, donde se habían contado seis individuos. Casualmente una mañana fue testigo de uno de ellos.

Eran las 7 a.m. y para llegar al destino trazado había que rodear un caño en pleno manglar. Ahí estaba el caimán. El biólogo escribió el encuentro en sus apuntes y empezó a preguntarle a la comunidad si sabía de la existencia de otros. (Le puede interesar: De madres comunitarias a maestras: el anhelo de 69.000 mujeres)

Los comentarios no se hicieron esperar. La gente sabía de su presencia. A veces, si un pescador se cruzaba con uno durante la faena terminaba matándolo. Por ser ilegal no les daban mucho dinero a cambio, pero siempre podían pelarlo y echarle sal para su propio consumo. Así fueron confesándose los cazadores, uno por uno, 18 en total. Reconociendo que con su práctica hubieran terminado acabando con una especie ya escasa.

Entonces se unieron mediante un acuerdo. Pactaron con la pareja, en 2004, que si cuidaban a los individuos que quedaban, protegían sus crías y finalmente recuperaban la especie, tendrían argumentos para pedirle al Gobierno que los dejara hacer uso de ellos, de manera sostenible. Ninguno se negó. Desde ese día nació Asocaimán.

Se fijaron dos tareas. Primero, investigación científica. Debían recopilar la información que había sobre el caimán aguja en la región, pesar sus huevos, vigilar las épocas de reproducción, monitorearlos anualmente y documentar los avances. (Lea también: Donación de órganos, lo que esperan 1.833 colombianos)

Segundo, estrategias de conservación. Instalaron plataformas en el manglar para que las caimanas pusieran sus huevos en sitios seguros y así poder recogerlos e incubarlos de manera artificial, para luego criar los ejemplares hasta que midieran un metro de longitud y liberarlos. A la par, hacer talleres de educación ambiental y declarar la bahía como un área protegida. 

Lo hicieron todo al pie de la letra durante 15 años. La primera vez registraron 36 individuos. Quince años después la población se incrementó en un 250 %. De hecho, en ese mismo lapso, los miembros de Asocaimán han liberado más de 10.000 ejemplares, declararon la bahía como un Distrito de Manejo Integrado (DMI) y presentaron una enmienda ante la comunidad internacional. Estaban cumpliendo sus promesas. (Puede leer: Un coleccionista en el desierto de la Tatacoa)

Se trataba de una solicitud para sacar del Apéndice I de CITES a los caimanes aguja de Cispatá. Esa petición, que había sido rechazada en 2014, fue aprobada en Johannesburgo (Sudáfrica) hace cuatro años con el voto unánime de 186 naciones.

Casi 3.000 personas de todo el mundo coincidieron en que los antiguos cazadores de esta bahía en el Caribe colombiano merecían, después de lograr que la especie recuperara su equilibrio biológico, aprovechar cuidadosamente algunos ejemplares para comercializar sus pieles, consideras milenariamente “muy finas” y “de lujo”. (Lea también: Bancada pide al Gobierno revertir medida de comercialización de piel de caimán aguja)

Por Camila Taborda/ @camilaztabor

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