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En el principios de las cosas, internet era un medio para difundir información. Hoy parece ser todo lo contrario. Basta con mirar la discusión alrededor de las llamas noticias falsas o la compra de seguidores falsos en redes sociales, una práctica que desfigura el debate en la política y en la cultura.
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En términos generales, personas ⎯como políticos, atletas, periodistas, actores y profesionales dedicados al marketing⎯ compran por unos cuantos pesos miles de cuentas falsas. Estas, a su vez, comparten sus publicaciones, le dan “me gusta” a sus fotos o le regalan un retweet a sus comentarios. A primera vista, parecería que un montón de seguidores más sólo sirven para inflar la autoestima de los compradores. Pero el hombre actúa en rebaño y al final todo esto tiene implicaciones mucho más allá del ego de estos personajes.
¿Le pondría cuidado a un tweet con un “me gusta” y cero retweets? En cambio, ¿cuál sería su actitud frente al mismo tweet con 1.000 “me gusta” y otros 1.200 retweets? En este segundo escenario, seguramente estaría más propenso a compartirlo o seguir a esta persona. Ahora bien, supongamos que ese tweet proviene de un candidato presidencial en plena campaña, ¿puede que la cantidad de seguidores que tiene en redes sociales tenga efectos en su caudal votante? ¿Hasta qué punto una popularidad distorsionada por seguidores falsos puede afectar el derecho a la libertad de expresión y de pensamiento? Aterrizándolo a Colombia, hasta el momento, los candidatos con mayor intención de voto a veces también son quienes mayor cantidad de seguidores falsos tienen. Coincidencia o no, estos datos ya le imprimen dudas a la dinámica que están adoptando las elecciones presidenciales.
En el contexto periodístico, la característica esencial que distingue un periodista de cualquier otra persona que no se informa, es su credibilidad. Cuando se compran seguidores falsos para darle mayor alcance a su trabajo, ¿qué grado de integridad y credibilidad le queda al periodista?, ¿hasta dónde se está afectando el derecho a ser informado en este caso?
Socialmente, cuentas falsas pueden perfectamente influir en las tendencias publicitarias, dar al traste con distintas reputaciones y afectar empresas. No tiene importancia que la información que se difunda sea falsa, miles de personas reales se ven influenciadas y, por ende, también la percepción social que se tiene sobre un evento o una persona.
Algo manifiestamente ilegal se da cuando datos personales de personas reales se utilizan para crear cuentas falsas. Por ejemplo, un estimado de 55.000 cuentas en Twitter usan fotos de personas reales. Esto es un claro robo de identidad, y, como fue descrito por el diario The New York Times, las consecuencias pueden ser devastadoras para las víctimas.
Si su falsa copia sigue a las personas incorrectas, parece tener posturas específicas y su vida digital no se compagina con quien dice ser, la persona puede ser rechazada en un trabajo, su reputación puede ser afectada y esto incluso puede tener consecuencias psicológicas. La victimización se recrudece cuando la persona se ve obligada a invertir horas en demostrar que es víctima de un robo de identidad. La carga de la prueba recae sobre ella y ¿cómo demuestra algo que no hizo? Esta difícil situación en muchas ocasiones se traduce en posterior ansiedad, ira, desconfianza y paranoia. En relación a esto, el político, actor o artista que compra cuentas falsas en su afán de conseguir fama ¿tiene alguna responsabilidad sobre una persona que resulta siendo víctima de robo de identidad al convertirse en uno de sus “seguidores”?
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En suma, el debate alrededor de los seguidores fantasma no tiene que ver exclusivamente sobre si es una falta a la verdad, una vergüenza o un asunto de ética. El debate gira en torno a si es una infamia y un delito: orbita alrededor de si dejaremos que el mundo esté en manos de un ejército de bots. Al fin y al cabo, lo que está en juego son nuestras libertades y nuestro derecho a autodeterminarnos.