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Existirá una época —dicen que no muy distante— en que la diferencia entre humanos y máquinas se habrá desdibujado; donde las capacidades que nos distinguen de circuitos y aleaciones sofisticadas se habrán disipado. Y, tal vez, cuando eso suceda, cuando nos percatemos de esas transformaciones, nos agobie la incertidumbre, nos espante la vacilación.
Eso, al menos, es lo que ha inquietado a varios pensadores desde hace ya varios años, cuando lo que antes era sólo un asunto de la ciencia ficción, empezó a colarse en nuestras vidas. Los cyborgs, esos humanos con artefactos tecnológicos en sus cuerpos, de repente comenzaron a formar parte de la cotidianidad; comenzaron a salirse de los libros y las películas para pasearse por las calles con sus músculos de ingeniería.
Tal y como muchos lo habían podido advertir con Blade Runner o The Terminator —por sólo nombrar un par— esos extraños cobraron protagonismo. Lo hicieron desde que a principios de la década del 60 los doctores Manfred Clynes y Nathan Kline se ingeniaron el término en medio de un proyecto para la Fuerza Aérea de EE.UU. que, en suma, buscaba potenciar los organismos vitales del hombre. Y como sucedió con internet, el concepto se filtró al mundo civil desde el mundo militar.
Desde entonces han pasado más de cinco décadas. Un lapso en el que han aparecido verdaderos seres híbridos. Neil Harbisson, con un ojo cibernético que le permite ver los colores que en su niñez no captó, es el más conocido. Lo es porque con ese pequeño alambre que se adhiere a su cráneo y sobresale sobre su cabeza, logró que el gobierno británico, tras constantes negativas, le permitiera salir en su pasaporte luciendo el dispositivo. “Ahora soy un cyborg”, habría argumentado ante las autoridades. De ahora en adelante era un organismo evolucionado, era una prueba fehaciente del resultado de la biotecnología.
Harbisson es sólo uno. Antes de que los medios le dieran protagonismo, ya el inglés Kevin Warwick había sido parte del programa Cyborg 1.0. Un chip debajo de su piel le permitía controlar luces, puertas y computadoras. Y, luego, como en una prueba de sobrepasar los límites impuestos de nuestra biología —como escribiría Francis Fukuyama, el politólogo estadounidense—, logró en 2004, con un nuevo chip, mover un brazo robótico a distancia y comunicarse con su esposa electrónicamente.
Ellos eran, junto a Oscar Pistorius, el sudafricano que corriendo sobre prótesis de carbono llegó a las semifinales de los 400 metros en los juegos olímpicos de Londres, la más clara evidencia de la integración entre hombre y máquina, de esa apuesta por expandir las capacidades; de —en palabras de Santiago Koval, pensador argentino— ‘maquinizar lo humano’, perder las fronteras entre ambos sistemas.
Un eterno debate
“Cuando uno agrega microchips en puntos claves del sistema nervioso, luego, en diez años, a lo sumo, el cableado se funde”. El aparte es de Isaac Asimov, el escritor soviético que, poco antes del siglo XXI, había imaginado el complejo futuro de las máquinas. En ese cuento, titulado La sonrisa del cyborg, advertía la suficiencia de quienes se implantaban circuitos bajo la piel. También en La última pregunta, otro de sus relatos, insinuaba el imperio de las computadoras, unos artefactos inmensos e imprescindibles en la humanidad.Pero como muestra de que no era sólo asunto del cine y la literatura, Raymond Kurzweil, catalogado como inventor del año por el Massachusetts Institute of Technology (MIT) en 1998, escribió poco después: “Hacia 2030 un computador personal estará en condiciones de simular el poder cerebral de un pueblo pequeño, en 2048 el de toda la población de Estados Unidos y en 2060 el de un billón de cerebros humanos”. Esos eran los mismos días en que los científicos Raymond Kurzweil y Hans Moravec —como explicaría Koval— proclamaban que la tecnología computacional nos sobrepasará intelectual y espiritualmente. Serán más creativas y emotivas; usurparán nuestro lugar privilegiado en la evolución.
Así, agarrándose del progreso desenfrenado de la ciencia y de la feroz competencia comercial por producir más y más herramientas, son varios los teóricos que alimentan el debate. Una eterna discusión sobre la actual noción del cuerpo; sobre los avances que a veces hacen suponer que el mundo, quizás, es simple una computadora, una infinita colección de máquinas.
ssilva@elespectador.com