Gordon Moore, el guía espiritual
Las observaciones del científico pavimentaron el camino para la innovación en microchips que dio paso a la era del computador personal.
Santiago La Rotta
Es altamente probable que en 1965 nadie pudiera haber predicho que medio siglo después el objeto fabricado más veces por la humanidad sería el transistor de un microchip: el número de estos dispositivos que se manufacturan actualmente en un año excede la cifra estimada de cuántos granos de arena hay en las playas del planeta. Claro, es una predicción demasiado específica, acaso sesgada y abstracta, incluso en aquel momento. Varios factores conspiran para reducir esta probabilidad que, contra todo pronóstico, no es algo imposible. El número de personas que podrían haber visto ese escenario es uno: Gordon Moore.
Ahora, Moore no predijo exactamente esto, pero sí hizo una observación vital en 1965 que, sin delirios de grandeza, estableció ciertas bases teóricas para el despegue de la industria del microchip y con ésta los avances en computación que engendraron la era del computador personal, entre una lista variada de consecuencias, todas vitales, si se quiere.
En palabras simples, Moore aseguró que la cantidad de transistores que caben en un microchip se duplicaría cada año durante 10 años, hasta 1975. Sus observaciones fueron publicadas en un artículo en abril de la revista Electronics en el que el doctor en química y física escribió que “los circuitos integrados llevarán a maravillas como computadores en la casa (o al menos terminales conectadas a un computador central), controles automáticos para carros y equipos de comunicación personales y portables”. El texto de Moore rápidamente fue apodado la Ley de Moore porque, básicamente, su predicción se cumplió a la perfección durante una década. En 1975, él mismo perfeccionó sus observaciones y calculó que el tiempo en el que un microchip duplicaría la cantidad de transistores que contiene sería de dos años, en vez de uno. Una vez más, el científico estuvo en lo correcto.
Hay varias perspectivas desde las cuales se puede analizar la Ley de Moore, pero quizá una de las más atractivas es el impacto espiritual que tuvo en una generación crucial de empresarios y científicos que apenas comenzaban a dibujar las bases de la tecnología que ha evolucionado hasta hoy. Con sus observaciones, Moore se arriesgó a soñar un futuro lleno de herramientas y posibilidades: no a predecir el éxito de un proyecto específico, pero sí a imaginar los recursos que habría para realizarlo, como dijo alguna vez Ray Kurzweil, pionero de la inteligencia artificial.
Esta observación resultó vital en un momento en el que el propio Moore y otros de sus compañeros en Fairchild Semiconductor, así como en otras empresas, comenzaron a experimentar con la impresión química de transistores en placas de silicio, una técnica que les permitía agrupar más de estos elementos en un solo lugar (aumentando así el poder del microchip), pero que también bajaba los costos de las piezas. Eventualmente, la técnica se convirtió en la regla de la industria, que comenzó a adoptar el ritmo de producción previsto por Moore. Este incremento en la fabricación de componentes electrónicos (más, pero también más capaces) se dio con una baja en los costos, y en esta ecuación, claro, ganó la industria del microchip, pero también toda una serie de tecnologías que comenzaron a hacer uso de piezas que típicamente sólo podían ser costeadas por los militares para su uso en misiles balísticos, por ejemplo.
Bajo la Ley de Moore, en 1975 un microchip podía albergar 65.000 transistores y en 1985 ya contaba con 16 millones. Aunque el postulado cuenta con ciertas variaciones, la observación del científico continuó siendo una especie de mantra para una de las mayores explosiones tecnológicas, industriales y de consumo en la historia de la humanidad. Moore eventualmente salió de Fairchild y junto con Robert Noyce cofundó Intel, el mayor fabricante de circuitos integrados del mundo.
Pero todas las cosas buenas llegan a un final, incluso la Ley de Moore, al parecer. El mayor problema con el postulado es que lidia con la materia y, al menos bajo la perspectiva de la física, la materia tiene límites: hay un punto en el que tal vez resulte imposible seguir imprimiendo transistores en una placa de silicio, un trabajo en miniatura que, eventualmente, se enfrenta con las barreras del átomo.
En palabras de Kurzweil, una de las cosas vitales de la Ley de Moore es comprender que “el mundo será un lugar muy diferente cuando usted acabe su proyecto” y que actuar bajo este postulado requiere el coraje para entender que lo imposible prontamente queda al alcance de las manos.
Es altamente probable que en 1965 nadie pudiera haber predicho que medio siglo después el objeto fabricado más veces por la humanidad sería el transistor de un microchip: el número de estos dispositivos que se manufacturan actualmente en un año excede la cifra estimada de cuántos granos de arena hay en las playas del planeta. Claro, es una predicción demasiado específica, acaso sesgada y abstracta, incluso en aquel momento. Varios factores conspiran para reducir esta probabilidad que, contra todo pronóstico, no es algo imposible. El número de personas que podrían haber visto ese escenario es uno: Gordon Moore.
Ahora, Moore no predijo exactamente esto, pero sí hizo una observación vital en 1965 que, sin delirios de grandeza, estableció ciertas bases teóricas para el despegue de la industria del microchip y con ésta los avances en computación que engendraron la era del computador personal, entre una lista variada de consecuencias, todas vitales, si se quiere.
En palabras simples, Moore aseguró que la cantidad de transistores que caben en un microchip se duplicaría cada año durante 10 años, hasta 1975. Sus observaciones fueron publicadas en un artículo en abril de la revista Electronics en el que el doctor en química y física escribió que “los circuitos integrados llevarán a maravillas como computadores en la casa (o al menos terminales conectadas a un computador central), controles automáticos para carros y equipos de comunicación personales y portables”. El texto de Moore rápidamente fue apodado la Ley de Moore porque, básicamente, su predicción se cumplió a la perfección durante una década. En 1975, él mismo perfeccionó sus observaciones y calculó que el tiempo en el que un microchip duplicaría la cantidad de transistores que contiene sería de dos años, en vez de uno. Una vez más, el científico estuvo en lo correcto.
Hay varias perspectivas desde las cuales se puede analizar la Ley de Moore, pero quizá una de las más atractivas es el impacto espiritual que tuvo en una generación crucial de empresarios y científicos que apenas comenzaban a dibujar las bases de la tecnología que ha evolucionado hasta hoy. Con sus observaciones, Moore se arriesgó a soñar un futuro lleno de herramientas y posibilidades: no a predecir el éxito de un proyecto específico, pero sí a imaginar los recursos que habría para realizarlo, como dijo alguna vez Ray Kurzweil, pionero de la inteligencia artificial.
Esta observación resultó vital en un momento en el que el propio Moore y otros de sus compañeros en Fairchild Semiconductor, así como en otras empresas, comenzaron a experimentar con la impresión química de transistores en placas de silicio, una técnica que les permitía agrupar más de estos elementos en un solo lugar (aumentando así el poder del microchip), pero que también bajaba los costos de las piezas. Eventualmente, la técnica se convirtió en la regla de la industria, que comenzó a adoptar el ritmo de producción previsto por Moore. Este incremento en la fabricación de componentes electrónicos (más, pero también más capaces) se dio con una baja en los costos, y en esta ecuación, claro, ganó la industria del microchip, pero también toda una serie de tecnologías que comenzaron a hacer uso de piezas que típicamente sólo podían ser costeadas por los militares para su uso en misiles balísticos, por ejemplo.
Bajo la Ley de Moore, en 1975 un microchip podía albergar 65.000 transistores y en 1985 ya contaba con 16 millones. Aunque el postulado cuenta con ciertas variaciones, la observación del científico continuó siendo una especie de mantra para una de las mayores explosiones tecnológicas, industriales y de consumo en la historia de la humanidad. Moore eventualmente salió de Fairchild y junto con Robert Noyce cofundó Intel, el mayor fabricante de circuitos integrados del mundo.
Pero todas las cosas buenas llegan a un final, incluso la Ley de Moore, al parecer. El mayor problema con el postulado es que lidia con la materia y, al menos bajo la perspectiva de la física, la materia tiene límites: hay un punto en el que tal vez resulte imposible seguir imprimiendo transistores en una placa de silicio, un trabajo en miniatura que, eventualmente, se enfrenta con las barreras del átomo.
En palabras de Kurzweil, una de las cosas vitales de la Ley de Moore es comprender que “el mundo será un lugar muy diferente cuando usted acabe su proyecto” y que actuar bajo este postulado requiere el coraje para entender que lo imposible prontamente queda al alcance de las manos.