Jóvenes colombianos inventan silla de ruedas que se mueve con los ojos
Tres estudiantes de ingeniería electrónica crearon un prototipo que ayudaría a más de 400.000 personas en situación de discapacidad en el país.
Laura Dulce Romero
Era sólo una tarea, pero por su complejidad debían trabajarla durante todo el semestre: tenían que crear un proyecto enfocado en el mejoramiento de la calidad de vida de adultos mayores, a través de lo que habían aprendido en su carrera de ingeniería electrónica. De ahí en adelante, lo que se les ocurriera, estaba en sus manos. O bueno, después de una larga investigación, Jorge Neira, Wálter Marín y Julián García se dieron cuenta de que, más bien, estaba en sus ojos.
Estos tres estudiantes de la Universidad Central crearon una silla de ruedas que se controla con el movimiento de los ojos. Al levantar la mirada, se mueve hacia adelante. Al bajarla, el vehículo retrocede. Y al mirar para los lados, gira hacia la izquierda o la derecha.
El proyecto, explica Neira, se basa en la electrooculografía, una técnica biomédica que recoge las alteraciones que producen los movimientos del ojo.
Todos los seres humanos somos un circuito eléctrico. Cuando un músculo se mueve, emite pequeños voltajes, que se convierten en señales. Lo que hicieron los tres estudiantes fue analizar esas señales para hallar la forma de captarlas y amplificarlas.
Luego filtraron la onda producida por el movimiento, para limpiarle los ruidos, y la transformaron en un número: hacia arriba es el uno; hacia abajo, el dos; hacia la izquierda, el tres, y hacia la derecha, el cuatro. Esta información numérica se envía por Bluetooth al centro de control de los motores de la silla, que finalmente captan el comando y se mueven en la dirección que los ojos les pidan.
Aunque lograron cumplir con su trabajo del semestre, los tres jóvenes querían ahondar más en la idea, debido a su impacto social, y por eso la convirtieron en su tesis de pregrado. “Vimos una problemática que nos preocupó mucho: que en Colombia había 413.000 pacientes con limitaciones de movilidad en sus extremidades superiores e inferiores, según el último censo del DANE, de 2010. Por lo general tienen a un segundo acompañante, es decir, no son autosuficientes. Nuestra intención fue buscar su autonomía”, agrega Neira.
Como es un producto costoso, les tocó ingeniárselas para disminuir algunos gastos, pues “la empresa mamá”, como ellos llaman a su principal patrocinador, no podía costearlos. Fue así como decidieron tercerizar las piezas y remodelar una silla de ruedas usada. Al final, el invento que en otros países hubiera costado $45 millones, ellos lo fabricaron por siete.
Llegar hasta este punto les tomó un año y medio y decenas de problemas. A García, dos hombres le robaron los computadores donde almacenaban la información de la tesis. Perdieron los avances y les tocó volver a empezar.
La silla también fue secuestrada por un proveedor que la desguazó para sacarle provecho. Tuvieron que ir hasta una bodega y enfrentar al hombre para recuperarla.
Incluso la subida del dólar los perjudicó, pues muchas de las piezas eran importadas y sus precios se volvieron imposibles de pagar. Sin repuestos, les daban la bendición a los pocos materiales que tenían para que no se quemaran.
Con estos episodios, es imposible olvidar la escena de la primera vez que se movió la silla: “Teníamos un problema con la programación. Nos tocó sentarnos un puente completo para revisar el error que no permitía la movilidad. Intentábamos, pero no andaba. A las 3:00 a.m. del lunes festivo, con cafeína en todos los órganos del cuerpo, se nos ocurrió hacer un pequeño ajuste, aunque ya estábamos resignados. De repente, las llantas empezaron a moverse y todos quedamos en shock”, cuenta Marín.
Los errores de programación son muy tontos. Según Julián García, “pueden ocurrir por no marcar bien un código”. Me río y les pregunto en broma si la causa había sido una coma. Se miran entre ellos, muy avergonzados, y me corrigen en coro: “Fue un corchete”.
William Moscoso, su tutor de tesis, considera que el siguiente paso es seguir desarrollando este prototipo y validarlo con las personas en situación de discapacidad. Cree que próximamente podría comercializarse, pero para eso se necesita un impulso económico que les ayude con su mejoramiento, pues faltan sensores de proximidad, un sistema de control remoto, un acondicionamiento para evitar interferencias en las señales, entre otros detalles que podrían poner a funcionar esta máquina, que hoy es un gran avance para la bioingeniería, un campo que apenas toma impulso en el país.
Era sólo una tarea, pero por su complejidad debían trabajarla durante todo el semestre: tenían que crear un proyecto enfocado en el mejoramiento de la calidad de vida de adultos mayores, a través de lo que habían aprendido en su carrera de ingeniería electrónica. De ahí en adelante, lo que se les ocurriera, estaba en sus manos. O bueno, después de una larga investigación, Jorge Neira, Wálter Marín y Julián García se dieron cuenta de que, más bien, estaba en sus ojos.
Estos tres estudiantes de la Universidad Central crearon una silla de ruedas que se controla con el movimiento de los ojos. Al levantar la mirada, se mueve hacia adelante. Al bajarla, el vehículo retrocede. Y al mirar para los lados, gira hacia la izquierda o la derecha.
El proyecto, explica Neira, se basa en la electrooculografía, una técnica biomédica que recoge las alteraciones que producen los movimientos del ojo.
Todos los seres humanos somos un circuito eléctrico. Cuando un músculo se mueve, emite pequeños voltajes, que se convierten en señales. Lo que hicieron los tres estudiantes fue analizar esas señales para hallar la forma de captarlas y amplificarlas.
Luego filtraron la onda producida por el movimiento, para limpiarle los ruidos, y la transformaron en un número: hacia arriba es el uno; hacia abajo, el dos; hacia la izquierda, el tres, y hacia la derecha, el cuatro. Esta información numérica se envía por Bluetooth al centro de control de los motores de la silla, que finalmente captan el comando y se mueven en la dirección que los ojos les pidan.
Aunque lograron cumplir con su trabajo del semestre, los tres jóvenes querían ahondar más en la idea, debido a su impacto social, y por eso la convirtieron en su tesis de pregrado. “Vimos una problemática que nos preocupó mucho: que en Colombia había 413.000 pacientes con limitaciones de movilidad en sus extremidades superiores e inferiores, según el último censo del DANE, de 2010. Por lo general tienen a un segundo acompañante, es decir, no son autosuficientes. Nuestra intención fue buscar su autonomía”, agrega Neira.
Como es un producto costoso, les tocó ingeniárselas para disminuir algunos gastos, pues “la empresa mamá”, como ellos llaman a su principal patrocinador, no podía costearlos. Fue así como decidieron tercerizar las piezas y remodelar una silla de ruedas usada. Al final, el invento que en otros países hubiera costado $45 millones, ellos lo fabricaron por siete.
Llegar hasta este punto les tomó un año y medio y decenas de problemas. A García, dos hombres le robaron los computadores donde almacenaban la información de la tesis. Perdieron los avances y les tocó volver a empezar.
La silla también fue secuestrada por un proveedor que la desguazó para sacarle provecho. Tuvieron que ir hasta una bodega y enfrentar al hombre para recuperarla.
Incluso la subida del dólar los perjudicó, pues muchas de las piezas eran importadas y sus precios se volvieron imposibles de pagar. Sin repuestos, les daban la bendición a los pocos materiales que tenían para que no se quemaran.
Con estos episodios, es imposible olvidar la escena de la primera vez que se movió la silla: “Teníamos un problema con la programación. Nos tocó sentarnos un puente completo para revisar el error que no permitía la movilidad. Intentábamos, pero no andaba. A las 3:00 a.m. del lunes festivo, con cafeína en todos los órganos del cuerpo, se nos ocurrió hacer un pequeño ajuste, aunque ya estábamos resignados. De repente, las llantas empezaron a moverse y todos quedamos en shock”, cuenta Marín.
Los errores de programación son muy tontos. Según Julián García, “pueden ocurrir por no marcar bien un código”. Me río y les pregunto en broma si la causa había sido una coma. Se miran entre ellos, muy avergonzados, y me corrigen en coro: “Fue un corchete”.
William Moscoso, su tutor de tesis, considera que el siguiente paso es seguir desarrollando este prototipo y validarlo con las personas en situación de discapacidad. Cree que próximamente podría comercializarse, pero para eso se necesita un impulso económico que les ayude con su mejoramiento, pues faltan sensores de proximidad, un sistema de control remoto, un acondicionamiento para evitar interferencias en las señales, entre otros detalles que podrían poner a funcionar esta máquina, que hoy es un gran avance para la bioingeniería, un campo que apenas toma impulso en el país.