La vida más allá del celular
Un experimento con estudiantes en EE. UU. abre de nuevo la conversación acerca de hasta dónde los dispositivos móviles son herramientas y cuándo comienzan a restarle dimensiones y capacidades a la vida que sucede más allá de la pantalla.
Santiago LaRotta/ @troskiller
“Pensar la vida sin celulares es algo muy difícil. ¿Es posible?”. Quien escribe estas líneas es una estudiante anónima que participó en un experimento ideado por su profesor, en una universidad de Estados Unidos: entregar sus teléfonos durante un par de semanas y reportar qué pasa. La pregunta de la estudiante da cuenta de una primera tensión en este tema: preguntarse si es posible vivir sin celulares pareciera equiparar ambas cosas. Tengo teléfono móvil, ergo vivo.
El experimento fue llevado a cabo por Ron Srigley, un profesor norteamericano, quien lo ha realizado en dos ocasiones. Una en 2014 y otra este año. Los resultados, aunque presentan diferencias, tienen patrones. Srigley presentó sus conclusiones en la MIT Technology Review.
Srigley argumenta que la idea para esta prueba surgió luego de que los estudiantes de su clase fallaran drásticamente en un examen importante. Su instinto le decía que el uso constante de los teléfonos en clase tenía mucho que ver con los decepcionantes resultados, así que les ofreció un trato: entregar sus celulares a cambio de un crédito extra en la materia. Un tercio de la clase aceptó el acuerdo.
Después de casi dos semanas, los estudiantes comenzaron a entregar sus reflexiones acerca del tiempo sin teléfono móvil y a Srigley le impresionaron los resultados por las revelaciones en sí, pero también por lo colectivo de las respuestas, lo comunitario de las sensaciones y los sentimientos despertados entre sus alumnos.
Los resultados podrían dividirse en dos grandes secciones, si se quiere: miedo y desconexión y, paradójicamente, reconexión con el mundo y confianza en ellos. Aunque parece una contradicción, el asunto se explica así: en un primer momento los alumnos se sintieron desorientados, “frustrados e incluso asustados”.
Pero conforme fueron pasando los días, la ausencia de celular los obligó a enfrentarse a cosas como preguntarle la hora a un extraño en la calle o entablar contacto con desconocidos en el bus de camino a la universidad, pues ya no existía la pantalla para refugiarse cuando alguien más desea hacer contacto. De cierta forma, no tener el teléfono, describe Srigley, los liberó de la ansiedad de aceptar la soledad por momentos, así como abrazar la posibilidad de conectarse con gente que no conocían, de construir una pequeña relación por el solo hecho de no tener a donde huir.
“La experiencia de mis estudiantes con sus teléfonos y las redes sociales a las que les dan soporte puede que no sea exhaustiva ni estadísticamente representativa. Pero es claro que estos dispositivos los hacen sentir menos vivos, conectados con la gente a su alrededor y productivos”.
En la repetición del experimento, los resultados siguieron la tendencia de la primera experiencia, pero presentaron dos diferencias grandes y que Srigley clasifica como preocupantes. La primera es que la sensación de desconexión se profundizó, pues muchos de estos alumnos dependían de su teléfono celular para comunicarse con sus padres (muchos de ellos al otro lado del país).
La segunda es que la desorientación y la frustración que reportaron los alumnos de la primera experiencia aumentó en la segunda tanda. Esto, explica Srigley, se debe a que desde 2014 los teléfonos han entrado aún más en la vida de la gente, o sea, ofrecen más servicios y asistencia en más categorías de la vida. En otras palabras, el grado de dependencia a ellos ha crecido conforme hay una aplicación para virtualmente todo.
Esto es particularmente cierto en mercados como Estados Unidos, en donde la idea de que todo se puede lograr a través de un celular produce un estado de tecnología en el que, parafraseando a un famoso desarrollador, “hoy esperamos que una industria de billones de dólares se dedique a solucionar lo que mi mamá solía hacer por mí”.
Ahora, toda esta experiencia, Srigley reconoce, no quiere dejar de lado las enormes ventajas que la comunicación instantánea trae en entornos laborales y personales. Pero hay un notable desbalance entre su uso como herramienta, con la posibilidad de resolver problemas, aportar elementos de juicio, mejorar situaciones, y la dependencia a un aparato.
“Creo que mis estudiantes son enteramente racionales cuando se ‘distraen’ en mi clase con sus teléfonos. Ellos entienden el mundo al que se están preparando a entrar mucho mejor que yo. En ese mundo yo soy la distracción, no sus celulares y sus perfiles de redes sociales. Y, sin embargo, para lo que se supone que estoy haciendo (educando y cultivando mentes y corazones jóvenes), las consecuencias de todo esto parecen bastante oscuras”, escribe Srigley.
“Pensar la vida sin celulares es algo muy difícil. ¿Es posible?”. Quien escribe estas líneas es una estudiante anónima que participó en un experimento ideado por su profesor, en una universidad de Estados Unidos: entregar sus teléfonos durante un par de semanas y reportar qué pasa. La pregunta de la estudiante da cuenta de una primera tensión en este tema: preguntarse si es posible vivir sin celulares pareciera equiparar ambas cosas. Tengo teléfono móvil, ergo vivo.
El experimento fue llevado a cabo por Ron Srigley, un profesor norteamericano, quien lo ha realizado en dos ocasiones. Una en 2014 y otra este año. Los resultados, aunque presentan diferencias, tienen patrones. Srigley presentó sus conclusiones en la MIT Technology Review.
Srigley argumenta que la idea para esta prueba surgió luego de que los estudiantes de su clase fallaran drásticamente en un examen importante. Su instinto le decía que el uso constante de los teléfonos en clase tenía mucho que ver con los decepcionantes resultados, así que les ofreció un trato: entregar sus celulares a cambio de un crédito extra en la materia. Un tercio de la clase aceptó el acuerdo.
Después de casi dos semanas, los estudiantes comenzaron a entregar sus reflexiones acerca del tiempo sin teléfono móvil y a Srigley le impresionaron los resultados por las revelaciones en sí, pero también por lo colectivo de las respuestas, lo comunitario de las sensaciones y los sentimientos despertados entre sus alumnos.
Los resultados podrían dividirse en dos grandes secciones, si se quiere: miedo y desconexión y, paradójicamente, reconexión con el mundo y confianza en ellos. Aunque parece una contradicción, el asunto se explica así: en un primer momento los alumnos se sintieron desorientados, “frustrados e incluso asustados”.
Pero conforme fueron pasando los días, la ausencia de celular los obligó a enfrentarse a cosas como preguntarle la hora a un extraño en la calle o entablar contacto con desconocidos en el bus de camino a la universidad, pues ya no existía la pantalla para refugiarse cuando alguien más desea hacer contacto. De cierta forma, no tener el teléfono, describe Srigley, los liberó de la ansiedad de aceptar la soledad por momentos, así como abrazar la posibilidad de conectarse con gente que no conocían, de construir una pequeña relación por el solo hecho de no tener a donde huir.
“La experiencia de mis estudiantes con sus teléfonos y las redes sociales a las que les dan soporte puede que no sea exhaustiva ni estadísticamente representativa. Pero es claro que estos dispositivos los hacen sentir menos vivos, conectados con la gente a su alrededor y productivos”.
En la repetición del experimento, los resultados siguieron la tendencia de la primera experiencia, pero presentaron dos diferencias grandes y que Srigley clasifica como preocupantes. La primera es que la sensación de desconexión se profundizó, pues muchos de estos alumnos dependían de su teléfono celular para comunicarse con sus padres (muchos de ellos al otro lado del país).
La segunda es que la desorientación y la frustración que reportaron los alumnos de la primera experiencia aumentó en la segunda tanda. Esto, explica Srigley, se debe a que desde 2014 los teléfonos han entrado aún más en la vida de la gente, o sea, ofrecen más servicios y asistencia en más categorías de la vida. En otras palabras, el grado de dependencia a ellos ha crecido conforme hay una aplicación para virtualmente todo.
Esto es particularmente cierto en mercados como Estados Unidos, en donde la idea de que todo se puede lograr a través de un celular produce un estado de tecnología en el que, parafraseando a un famoso desarrollador, “hoy esperamos que una industria de billones de dólares se dedique a solucionar lo que mi mamá solía hacer por mí”.
Ahora, toda esta experiencia, Srigley reconoce, no quiere dejar de lado las enormes ventajas que la comunicación instantánea trae en entornos laborales y personales. Pero hay un notable desbalance entre su uso como herramienta, con la posibilidad de resolver problemas, aportar elementos de juicio, mejorar situaciones, y la dependencia a un aparato.
“Creo que mis estudiantes son enteramente racionales cuando se ‘distraen’ en mi clase con sus teléfonos. Ellos entienden el mundo al que se están preparando a entrar mucho mejor que yo. En ese mundo yo soy la distracción, no sus celulares y sus perfiles de redes sociales. Y, sin embargo, para lo que se supone que estoy haciendo (educando y cultivando mentes y corazones jóvenes), las consecuencias de todo esto parecen bastante oscuras”, escribe Srigley.