Mi experiencia buscando el amor en OkCupid, Badoo y Tinder
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Lectora anónima
Mi historia tal vez no sea tan truculenta como otras, pero lo que me motivó a exponerla es, precisamente, el impacto mismo de la tecnología que, creo, ha deprimido notablemente las relaciones humanas. (Lea "La pesadilla que viví por confiar en alguien que conocí en internet")
Yo estaba negada a darme el chance: llevaba un largo tiempo sin tener una relación, algún tipo de abordaje y menos una cita.
Abrí un perfil en OkCupid que arrojó 17 hombres interesados, en menos de seis horas, de todas las nacionalidades. El ego se infla con mucha facilidad y recuperas la esperanza en cuestión de segundos. Te ves en una mansión en Turquía, en un yate por el Mediterráneo o de la mano por un parque de Orlando.
Este portal era súper curioso porque las compatibilidades eran decididas a partir de un cuestionario cuidadosamente diseñado, con el cual filtras desde gustos básicos de vestir, hasta creencias políticas, religiosas o prácticas sexuales.
A medida que avanzas, y van apareciendo personajes en tus búsquedas, estimas que difícilmente te equivocarías. Nunca pensé en confiar tanto en la matemática porcentual. De esta manera conocí a un vegano, un alemán inventor de algo con misteriosas misiones, un italiano que se enamoró de mí en cinco minutos y un turco fumador de marihuana, quien fue el que más me interesó. Esto hasta que empezó a indagarme por cada pregunta del cuestionario y quería ampliar mis tendencias lésbicas, con las que alguna vez experimenté en mi pubertad. Todo esto en inglés, que no era mi fuerte, pero igual me emocionaba practicarlo. (Lea "Un juego de estrategia en internet me cambió la vida")
Finalmente conocí a un sujeto muy interesante, un español. Teníamos varias cosas en común. De apariencia muy pulida, con una vida aparentemente bien vivida, sobreviviente a varios accidentes. Avanzamos en nuestras conversaciones, pasándonos rápidamente a Whatsapp, y así duramos como dos semanas entre el chat de Gmail y Whatsapp, porque el de OkCupid era demasiado lento.
Tuve temor de pasarme a Whatsapp porque no sabes en manos de qué estafador o enfermo puede caer tu número telefónico, pero al final quise confiar.
Me mandaba fotos del invierno madrileño, de sus cicatrices (cosa que me parecía un poco extraña) y de su rutinaria vida. Después de esas dos semanas me decidí a llamarlo. Necesitaba escucharlo: me cuesta mucho esto del chat y de Whatsapp en este tipo de cosas, pues tengo 40 años y me es difícil camuflarme detrás de la pantalla. Le pedía que hiciéramos Skype y él se negaba, le pedía videos y decía que no quería, pero él sí me los pedía... Esto no me hacía sentir bien.
Hasta que otro día lo llame y se intimidó, cambió su actitud y al día siguiente me dijo que yo no era la mujer que él buscaba, ni él era el hombre para mí. Quedé plop. Nunca más nos escribimos.
Cerré OkCupid, abrí otro perfil en Badoo, en Mi Media Manzana y busqué en otros sitios, pero todos son la misma basura. Llegan cualquier cantidad de feos y perfiles falsos: es difícil encontrar alguien que quiera tener una charla honesta sin que quiera, de inmediato, una foto de tus senos o piensen que, como estás allí, entonces andas de plan de levanté para tener una aventura sexual.
Me harté: quita mucho tiempo y borré todo. Me decidí a irme por Tinder.
Al comienzo fue divertido y muy sencillo, el otro extremo de OkCupid, pues tu perfil es una foto y tres datos.
Qué locura. En cuestión de una hora lograba ver más de 100 personas a las que daba X porque sus fotos eran horribles: me sentía viendo un menú o un catálogo de venta de cualquier cosa. Al final decidí darme el chance de varios abordajes y la monotonía en el diálogo me empezó a cansar.
Finalmente logré encarretarme con un sujeto que quería tener una conversación normal, no de sexo ni de tonterías. Así duramos tres meses. Él vivía, o vive, en Boyacá: un tipo súper interesante. Nos insinuábamos conocernos en algún momento, pero siempre, por alguna razón, no se concretaba, más por él que por mí. Empecé a sentir que tenía un amigo imaginario y comencé a cansarme.
No avanzaba. Él no se interesaba, pero tampoco cerraba el ciclo. Si le hablaba, él hablaba. Si no, tampoco pasaba nada.
Al final, no me sirvió nada de lo que viví allí. O sí, sí me sirvió: descubrí y comprobé que la pantalla es la máscara de nuestros días, la pantalla “aguanta” todo.
Mi historia tal vez no sea tan truculenta como otras, pero lo que me motivó a exponerla es, precisamente, el impacto mismo de la tecnología que, creo, ha deprimido notablemente las relaciones humanas. (Lea "La pesadilla que viví por confiar en alguien que conocí en internet")
Yo estaba negada a darme el chance: llevaba un largo tiempo sin tener una relación, algún tipo de abordaje y menos una cita.
Abrí un perfil en OkCupid que arrojó 17 hombres interesados, en menos de seis horas, de todas las nacionalidades. El ego se infla con mucha facilidad y recuperas la esperanza en cuestión de segundos. Te ves en una mansión en Turquía, en un yate por el Mediterráneo o de la mano por un parque de Orlando.
Este portal era súper curioso porque las compatibilidades eran decididas a partir de un cuestionario cuidadosamente diseñado, con el cual filtras desde gustos básicos de vestir, hasta creencias políticas, religiosas o prácticas sexuales.
A medida que avanzas, y van apareciendo personajes en tus búsquedas, estimas que difícilmente te equivocarías. Nunca pensé en confiar tanto en la matemática porcentual. De esta manera conocí a un vegano, un alemán inventor de algo con misteriosas misiones, un italiano que se enamoró de mí en cinco minutos y un turco fumador de marihuana, quien fue el que más me interesó. Esto hasta que empezó a indagarme por cada pregunta del cuestionario y quería ampliar mis tendencias lésbicas, con las que alguna vez experimenté en mi pubertad. Todo esto en inglés, que no era mi fuerte, pero igual me emocionaba practicarlo. (Lea "Un juego de estrategia en internet me cambió la vida")
Finalmente conocí a un sujeto muy interesante, un español. Teníamos varias cosas en común. De apariencia muy pulida, con una vida aparentemente bien vivida, sobreviviente a varios accidentes. Avanzamos en nuestras conversaciones, pasándonos rápidamente a Whatsapp, y así duramos como dos semanas entre el chat de Gmail y Whatsapp, porque el de OkCupid era demasiado lento.
Tuve temor de pasarme a Whatsapp porque no sabes en manos de qué estafador o enfermo puede caer tu número telefónico, pero al final quise confiar.
Me mandaba fotos del invierno madrileño, de sus cicatrices (cosa que me parecía un poco extraña) y de su rutinaria vida. Después de esas dos semanas me decidí a llamarlo. Necesitaba escucharlo: me cuesta mucho esto del chat y de Whatsapp en este tipo de cosas, pues tengo 40 años y me es difícil camuflarme detrás de la pantalla. Le pedía que hiciéramos Skype y él se negaba, le pedía videos y decía que no quería, pero él sí me los pedía... Esto no me hacía sentir bien.
Hasta que otro día lo llame y se intimidó, cambió su actitud y al día siguiente me dijo que yo no era la mujer que él buscaba, ni él era el hombre para mí. Quedé plop. Nunca más nos escribimos.
Cerré OkCupid, abrí otro perfil en Badoo, en Mi Media Manzana y busqué en otros sitios, pero todos son la misma basura. Llegan cualquier cantidad de feos y perfiles falsos: es difícil encontrar alguien que quiera tener una charla honesta sin que quiera, de inmediato, una foto de tus senos o piensen que, como estás allí, entonces andas de plan de levanté para tener una aventura sexual.
Me harté: quita mucho tiempo y borré todo. Me decidí a irme por Tinder.
Al comienzo fue divertido y muy sencillo, el otro extremo de OkCupid, pues tu perfil es una foto y tres datos.
Qué locura. En cuestión de una hora lograba ver más de 100 personas a las que daba X porque sus fotos eran horribles: me sentía viendo un menú o un catálogo de venta de cualquier cosa. Al final decidí darme el chance de varios abordajes y la monotonía en el diálogo me empezó a cansar.
Finalmente logré encarretarme con un sujeto que quería tener una conversación normal, no de sexo ni de tonterías. Así duramos tres meses. Él vivía, o vive, en Boyacá: un tipo súper interesante. Nos insinuábamos conocernos en algún momento, pero siempre, por alguna razón, no se concretaba, más por él que por mí. Empecé a sentir que tenía un amigo imaginario y comencé a cansarme.
No avanzaba. Él no se interesaba, pero tampoco cerraba el ciclo. Si le hablaba, él hablaba. Si no, tampoco pasaba nada.
Al final, no me sirvió nada de lo que viví allí. O sí, sí me sirvió: descubrí y comprobé que la pantalla es la máscara de nuestros días, la pantalla “aguanta” todo.