¿Por qué es importante hablar de conectividad a internet?
Conectarse a internet dejó de ser, hace un largo rato, un problema de tecnología. Hoy es una necesidad social y económica. El impacto de la desconexión lo sienten más las comunidades más vulnerables.
Santiago La Rotta
Más allá de las consecuencias judiciales y políticas, lejos de los titulares sobre renuncias, capturas y embargos, quizá la estela más nociva y sutil del escándalo de Centros Poblados es la falta de conectividad para quienes más la necesitan: los habitantes de la ruralidad con menos medios económicos.
Esto no quiere decir que la importancia de poder licitar, contratar y ejecutar correctamente sea menor, pero las víctimas más silenciosas (invisibles por momentos) son todos los habitantes (rurales, principalmente) que siguen sin acceso a internet, habitantes del abstracto terreno conocido como brecha digital.
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Este no es un asunto sólo de justicia social, que lo es. Para este punto de la pandemia, parece claro que el acceso a internet es una necesidad de la vida diaria. No por nada la ONU ya había declarado este servicio como un derecho humano que, sin embargo, sigue sin lograr cobertura global, con un sesgo especial en contra de las economías de poco desarrollo o emergentes.
Las asimetrías en penetración se observan entre países, pero también al interior de ellos. En este caso, la ventaja la llevan las ciudades, en detrimento del campo. De acuerdo con la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT, organismo de las Naciones Unidas), el acceso a internet de banda ancha es el doble para los entornos urbanos (72 %) que para los rurales (37 %). Las disparidades son más altas en economías emergentes (65 % vs. 28 %) que en las desarrolladas (87 % vs. 81 %).
Para este punto instituciones como el Banco Mundial o la propia UIT reconocen que internet, más allá de ser una infraestructura de comunicaciones, es un motor de transformaciones sociales e inclusión económica y social. Y el papel de habilitador económico y social es aún más importante en poblaciones vulnerables, que bien comprenden personas en la ruralidad, adultos mayores y jóvenes de escasos recursos, por ejemplo.
La red juega un papel determinante en asuntos como la inclusión social y el progreso económico. Esto se puede observar en los más recientes datos de pobreza multidimensional publicados por el DANE.
El Índice de Pobreza Multidimensional (IPM) subió en 2020, en relación con los números registrados en 2019. Para el año pasado, esta cifra se ubicó en 18,1 %, mientras que para el año anterior a ese fue del 17,5 %. Las mediciones de la entidad desde 2010 dan cuenta de que esta es la primera vez que el porcentaje de la población que se puede considerar en esta categoría de pobreza sube con relación al año anterior (con excepción de 2017, cuando se suspendió la medición).
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Vale la pena aclarar que la pobreza multidimensional permite observar una imagen más porosa y específica sobre el estado social del país, algo que es particularmente importante para tiempos de pandemia, pues explica cómo van indicadores claves como trabajo y educación. Y el panorama se ve especialmente malo cuando se mira el espectro rural del país.
Las cifras del DANE revelaron que la pobreza multidimensional es más pronunciada en las zonas rurales que en las cabeceras del país, pues mientras que en las zonas urbanas la tasa fue del 12,5 %, en los centros poblados y rural disperso esta fue del 37,1 % (en 2019, para este renglón, el porcentaje fue del 34,5 %).
Para 2020, uno de los indicadores que más desmejoró a nivel nacional, pero con énfasis en el lado rural de la ecuación, fue la inasistencia escolar (con bajas en variables específicas como la calidad de la educación).
Los datos del DANE permiten aclarar más por qué la pobreza multidimensional se disparó en la ruralidad. Entre los niños y jóvenes de 6 a 16 años que dijeron ir al colegio, poco más de cinco millones viven en un hogar que tiene conexión a internet y algún dispositivo electrónico. De esta población, apenas 643.656 personas (29 %) se encuentran en centros poblados y rural disperso, como lo clasifica oficialmente el DANE. Ahora bien, entre los niños y jóvenes que dijeron asistir al colegio, casi 3,3 millones aseguraron que recibieron estrategias de plataformas o aplicaciones para sus procesos educativos. Y de estos 3,3 millones, solo 349.446 personas vivían en la ruralidad (es decir, el 15,7 %).
En su momento, el economista Roberto Angulo dijo lo siguiente sobre estos resultados: “La no conectividad a internet para educación rural costó puntos de pobreza multidimensional. El cierre de colegios y la falta de conectividad golpearon fuertemente la pobreza rural”.
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Los datos revelados por el DANE (que hacen parte de la Encuesta de Calidad de Vida) refuerzan la información acerca de cómo las brechas digitales son mucho más que un problema de infraestructura. En otras palabras, el acceso a la red juega un papel determinante en asuntos como la inclusión social y el progreso económico. Atacar las brechas digitales -que se manifiestan bajo diferentes aspectos, como acceso o uso- representa también un ataque a las brechas sociales.
Esto, a su vez, también implica que las brechas digitales (bien sean de acceso o uso) también se alimentan de las sociales. Por ejemplo, los investigadores Jaeho Cho, H J Gil, Hernando Rojas y Dhavan V. Shah analizaron cuáles eran las brechas prevalentes en internet en ese momento para llegar a la conclusión que los más jóvenes y adinerados utilizan la red para satisfacer sus necesidades más eficientemente; en el otro extremo del argumento, los más mayores y más pobres no logran este cometido a través de la web. Estos resultados fueron obtenidos hace casi dos décadas (2003), pero, a pesar del avance en conectividad, siguen resonando con potencia hasta hoy.
Una investigación del Banco Mundial concluyó (en 2015) que el acceso a conexiones de banda ancha y el crecimiento del PIB per cápita son dos variables que se refuerzan entre cada una: un aumento en la primera lleva a uno en la segunda y viceversa: “Hay una retroalimentación mutua entre la economía y factores que influyen en ella”, concluye el estudio.
La brecha digital es un concepto casi tan antiguo como internet mismo: quizá el subproducto más obvio de una infraestructura de comunicación que pretende ser universal es, justamente, una porción de usuarios olvidados.
El fenómeno, que ha sido descrito desde los años 90 se ha diversificado para incluir varios aspectos de acceso denegado: inexistencia de infraestructura de internet, pero también la ausencia de conocimientos para utilizar la red (algo que comúnmente se conoce como las brechas de uso).
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La política pública a nivel global ha estado principalmente enfocada en solucionar la brecha de acceso, a llevar el cable a todos los rincones posibles de un territorio y estimular la competencia entre operadores para tener mejores ofertas de servicio, incluso para los segmentos menos rentables del mercado.
Este enfoque ha permitido que al menos la mitad de la humanidad cuente con acceso a internet, de acuerdo con cifras del Banco Mundial. Pero, teniendo cierto equilibrio newtoniano, esto implica que la otra mitad no tenga caminos para entrar a la red.
Además de acceso y uso, una de las barreras más comunes en las economías emergentes es el costo de la tecnología. Esta es una de las razones de mayor prevalencia en Colombia, por ejemplo.
De acuerdo con la Alianza para una Internet Asequible (A4AI, por sus siglas en inglés), al menos 1.000 millones de personas (en 57 países que monitorean) viven sin el acceso mínimo a este servicio. Este umbral se define como que el precio máximo de un plan de 1GB no supere el 2 % del promedio de ingresos mensuales.
La Alianza es un consorcio que reúne a organizaciones privadas y públicas para estudiar y promover el acceso a internet de calidad, pero a bajos precios. Bajo sus cálculos, cerca de 2.500 millones de personas viven en lugares en los que un teléfono inteligente cuesta más de un tercio de sus ingresos mensuales. El consorcio estima que si se busca solucionar este escenario es necesario invertir unos US$428.000 millones para 2030.
El consorcio concluye diciendo que “la frontera entre conectado y desconectado se traduce en consecuencias en terrenos como el empleo, la educación, la vida social y familiar y el acceso a la información. Esta pandemia nos llama a considerar cuál es el rol que internet jugará en la construcción de resiliencia en nuestras sociedades y economía”.
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Más allá de las consecuencias judiciales y políticas, lejos de los titulares sobre renuncias, capturas y embargos, quizá la estela más nociva y sutil del escándalo de Centros Poblados es la falta de conectividad para quienes más la necesitan: los habitantes de la ruralidad con menos medios económicos.
Esto no quiere decir que la importancia de poder licitar, contratar y ejecutar correctamente sea menor, pero las víctimas más silenciosas (invisibles por momentos) son todos los habitantes (rurales, principalmente) que siguen sin acceso a internet, habitantes del abstracto terreno conocido como brecha digital.
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Este no es un asunto sólo de justicia social, que lo es. Para este punto de la pandemia, parece claro que el acceso a internet es una necesidad de la vida diaria. No por nada la ONU ya había declarado este servicio como un derecho humano que, sin embargo, sigue sin lograr cobertura global, con un sesgo especial en contra de las economías de poco desarrollo o emergentes.
Las asimetrías en penetración se observan entre países, pero también al interior de ellos. En este caso, la ventaja la llevan las ciudades, en detrimento del campo. De acuerdo con la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT, organismo de las Naciones Unidas), el acceso a internet de banda ancha es el doble para los entornos urbanos (72 %) que para los rurales (37 %). Las disparidades son más altas en economías emergentes (65 % vs. 28 %) que en las desarrolladas (87 % vs. 81 %).
Para este punto instituciones como el Banco Mundial o la propia UIT reconocen que internet, más allá de ser una infraestructura de comunicaciones, es un motor de transformaciones sociales e inclusión económica y social. Y el papel de habilitador económico y social es aún más importante en poblaciones vulnerables, que bien comprenden personas en la ruralidad, adultos mayores y jóvenes de escasos recursos, por ejemplo.
La red juega un papel determinante en asuntos como la inclusión social y el progreso económico. Esto se puede observar en los más recientes datos de pobreza multidimensional publicados por el DANE.
El Índice de Pobreza Multidimensional (IPM) subió en 2020, en relación con los números registrados en 2019. Para el año pasado, esta cifra se ubicó en 18,1 %, mientras que para el año anterior a ese fue del 17,5 %. Las mediciones de la entidad desde 2010 dan cuenta de que esta es la primera vez que el porcentaje de la población que se puede considerar en esta categoría de pobreza sube con relación al año anterior (con excepción de 2017, cuando se suspendió la medición).
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Vale la pena aclarar que la pobreza multidimensional permite observar una imagen más porosa y específica sobre el estado social del país, algo que es particularmente importante para tiempos de pandemia, pues explica cómo van indicadores claves como trabajo y educación. Y el panorama se ve especialmente malo cuando se mira el espectro rural del país.
Las cifras del DANE revelaron que la pobreza multidimensional es más pronunciada en las zonas rurales que en las cabeceras del país, pues mientras que en las zonas urbanas la tasa fue del 12,5 %, en los centros poblados y rural disperso esta fue del 37,1 % (en 2019, para este renglón, el porcentaje fue del 34,5 %).
Para 2020, uno de los indicadores que más desmejoró a nivel nacional, pero con énfasis en el lado rural de la ecuación, fue la inasistencia escolar (con bajas en variables específicas como la calidad de la educación).
Los datos del DANE permiten aclarar más por qué la pobreza multidimensional se disparó en la ruralidad. Entre los niños y jóvenes de 6 a 16 años que dijeron ir al colegio, poco más de cinco millones viven en un hogar que tiene conexión a internet y algún dispositivo electrónico. De esta población, apenas 643.656 personas (29 %) se encuentran en centros poblados y rural disperso, como lo clasifica oficialmente el DANE. Ahora bien, entre los niños y jóvenes que dijeron asistir al colegio, casi 3,3 millones aseguraron que recibieron estrategias de plataformas o aplicaciones para sus procesos educativos. Y de estos 3,3 millones, solo 349.446 personas vivían en la ruralidad (es decir, el 15,7 %).
En su momento, el economista Roberto Angulo dijo lo siguiente sobre estos resultados: “La no conectividad a internet para educación rural costó puntos de pobreza multidimensional. El cierre de colegios y la falta de conectividad golpearon fuertemente la pobreza rural”.
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Esto, a su vez, también implica que las brechas digitales (bien sean de acceso o uso) también se alimentan de las sociales. Por ejemplo, los investigadores Jaeho Cho, H J Gil, Hernando Rojas y Dhavan V. Shah analizaron cuáles eran las brechas prevalentes en internet en ese momento para llegar a la conclusión que los más jóvenes y adinerados utilizan la red para satisfacer sus necesidades más eficientemente; en el otro extremo del argumento, los más mayores y más pobres no logran este cometido a través de la web. Estos resultados fueron obtenidos hace casi dos décadas (2003), pero, a pesar del avance en conectividad, siguen resonando con potencia hasta hoy.
Una investigación del Banco Mundial concluyó (en 2015) que el acceso a conexiones de banda ancha y el crecimiento del PIB per cápita son dos variables que se refuerzan entre cada una: un aumento en la primera lleva a uno en la segunda y viceversa: “Hay una retroalimentación mutua entre la economía y factores que influyen en ella”, concluye el estudio.
La brecha digital es un concepto casi tan antiguo como internet mismo: quizá el subproducto más obvio de una infraestructura de comunicación que pretende ser universal es, justamente, una porción de usuarios olvidados.
El fenómeno, que ha sido descrito desde los años 90 se ha diversificado para incluir varios aspectos de acceso denegado: inexistencia de infraestructura de internet, pero también la ausencia de conocimientos para utilizar la red (algo que comúnmente se conoce como las brechas de uso).
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La política pública a nivel global ha estado principalmente enfocada en solucionar la brecha de acceso, a llevar el cable a todos los rincones posibles de un territorio y estimular la competencia entre operadores para tener mejores ofertas de servicio, incluso para los segmentos menos rentables del mercado.
Este enfoque ha permitido que al menos la mitad de la humanidad cuente con acceso a internet, de acuerdo con cifras del Banco Mundial. Pero, teniendo cierto equilibrio newtoniano, esto implica que la otra mitad no tenga caminos para entrar a la red.
Además de acceso y uso, una de las barreras más comunes en las economías emergentes es el costo de la tecnología. Esta es una de las razones de mayor prevalencia en Colombia, por ejemplo.
De acuerdo con la Alianza para una Internet Asequible (A4AI, por sus siglas en inglés), al menos 1.000 millones de personas (en 57 países que monitorean) viven sin el acceso mínimo a este servicio. Este umbral se define como que el precio máximo de un plan de 1GB no supere el 2 % del promedio de ingresos mensuales.
La Alianza es un consorcio que reúne a organizaciones privadas y públicas para estudiar y promover el acceso a internet de calidad, pero a bajos precios. Bajo sus cálculos, cerca de 2.500 millones de personas viven en lugares en los que un teléfono inteligente cuesta más de un tercio de sus ingresos mensuales. El consorcio estima que si se busca solucionar este escenario es necesario invertir unos US$428.000 millones para 2030.
El consorcio concluye diciendo que “la frontera entre conectado y desconectado se traduce en consecuencias en terrenos como el empleo, la educación, la vida social y familiar y el acceso a la información. Esta pandemia nos llama a considerar cuál es el rol que internet jugará en la construcción de resiliencia en nuestras sociedades y economía”.
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