Reconocimiento facial: peligros de una tecnología en auge
La Fundación Karisma analiza el fallido proyecto para instalar cámaras con identificación biométrica en varias estaciones de Transmilenio, en Bogotá. Esta tecnología puede vulnerar el derecho a la privacidad, amenaza las libertades individuales y aumenta el riesgo de abuso de autoridad.
Juan Miguel Hernández Bonilla
La instalación de 32 cámaras de video en la estación de Transmilenio de la avenida Jiménez con Caracas, que buscaban vigilar los movimientos y actitudes de los delincuentes que asaltan a diario el sistema de transporte masivo de Bogotá, fue bien recibida por la mayoría de los usuarios.
El gobierno y la ciudadanía creyeron que con la instalación de estas cámaras –23 IP fijas, diseñadas para emitir imágenes directamente a internet sin necesidad de un computador; tres PTZ, capaces de hacer el seguimiento automático de un sospechoso, con zoom, paneos y cambios de inclinación; y seis cámaras inteligentes de identificación biométrica y reconocimiento facial– se podían disminuir los índices de robos y atracos en una de las estaciones más peligrosas del centro de Bogotá.
Lea también: Entre lo útil y lo invasivo: la inteligencia artificial llega a las cámaras
Pero no fue así. El Sistema Integrado de Videovigilancia para Transmilenio (Sivit), que arrancó sus pruebas piloto en marzo de 2015, y que incluía un total de 24 cámaras de reconocimiento facial, 120 cámaras IP fijas y 20 cámaras PTZ repartidas entre los portales Américas y 80, y las estaciones Ricaurte, Héroes, las Aguas y Calle 26, fue un fracaso. Nunca se puso en marcha.
El propósito del Sivit era que las cámaras de reconocimiento facial identificaran a un ladrón y emitieran una alerta en tiempo real para que los otros dispositivos lo siguieran a distancia hasta que la Policía lo capturara. Sin embargo, a la anterior administración distrital se le olvidó un pequeño detalle: el buen funcionamiento de este sistema requería una base de datos con las fotos de los delincuentes a quienes se estaba buscando. Para hacer el cotejo de las imágenes recolectadas en las cámaras y poder perseguir y detener a los sospechosos era necesario un registro previo de los mismos. Y ese registro no existía.
Sólo después de comprar e instalar todas las cámaras, las autoridades se dieron cuenta de que no había una base de datos para poner en marcha el proyecto. Se estima que el costo de la primera etapa de este fallido sistema de videovigilancia en Transmilenio fue de $12.500 millones, que se fueron a la basura.
En junio de 2016, la alcaldía distrital aseguró que estaba realizando las gestiones necesarias para crear la base de datos y poner a funcionar el sistema en un plazo máximo de seis meses. “En las mesas de trabajo han participado la Secretaría de Gobierno, el Fondo de Vigilancia y Seguridad, Transmilenio, Policía Nacional, Sijín, Dijín Registraduría Nacional, Fiscalía y el Centro de Comando y Control (C4) para hallar una alternativa interinstitucional que permita la puesta en funcionamiento del sistema de vigilancia a través de estas cámaras”, aseguró el Distrito en ese entonces.
De hecho, en marzo de 2017, el concejal de Bogotá, Julio César Acosta, denunció de nuevo la inoperabilidad del sistema y aseguró: "el sistema de video vigilancia biométrica para Transmilenio, terminó siendo un monumento al despilfarro, sin ningún beneficio real para la seguridad de todos los bogotanos. Este proyecto sigue siendo un adorno en estaciones y portales, porque aún se está tratando de poner en funcionamiento el centro de monitoreo y las bases de datos para el reconocimiento facial siguen sin estar listas".
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Menos mal no funcionó
Pasaron los meses previstos y el sistema no funcionó. Hoy en día, no se sabe si estas cámaras siguen grabando, ni quién está revisando la información que recogen, ni qué pasará con ellas en un futuro inmediato. La Fundación Karisma, una organización de la sociedad civil que trabaja en temas de derechos digitales, publicó hace poco un informe llamado “Cámaras inDiscretas”, que revela los peligros de un sistema como el que se trató de instalar en las estaciones de Transmilenio.
Para Pilar Sáenz y Ann Spanger, autoras del estudio, lo grave del asunto es que el motivo por el cual el Sivit no se puso en marcha fue la ausencia de la base de datos y no la reflexión consciente en torno a las consecuencias prácticas de esta forma de vigilancia al mejor estilo de George Orwell.
“Aun cuando el sistema nunca haya entrado en funcionamiento, se trata de un proyecto paradigmático de cómo se concibe el uso de tecnologías de vigilancia y sistemas de identificación biométrica, donde las consideraciones principales son técnicas y no se realizan estudios de impacto, necesidad y proporcionalidad o posibles afectaciones al ejercicio de derechos humanos”, se lee en el informe.
De acuerdo con Karisma, el problema de fondo es que el uso de las cámaras de seguridad, sobre todo las de biometría y reconocimiento facial, puede vulnerar el derecho a la privacidad, amenazar las libertades individuales, reforzar estigmas y aumentar el riesgo de abuso de autoridad.
En algunos países, añade el documento, con la excusa de preservar la seguridad pública, se ha llegado a monitorear y a prohibir paros y manifestaciones. “Existen reportes de cómo imágenes registradas durante protestas han servido para identificar, perseguir, discriminar y reforzar prejuicios raciales, sociales, culturales y de género”. Incluso, varios estudios han demostrado que las cámaras de vigilancia se encuentran en espacios privilegiados y que, en vez de reducir el crimen, lo desplazan. Para Karisma, estos dispositivos trasladan el comportamiento sancionable del espacio vigilado hacia donde no se está haciendo el registro, y en ese sentido no mejoran las condiciones de seguridad del conjunto de la ciudad, sino que cambian de sitio el problema.
Lea también: Los peligros que podría desatar el uso de reconocimiento facial como herramienta de seguridad
El beneficio para la seguridad de la ciudad que prometen las cámaras está en entredicho. “Más allá del problema de gasto estamos ante un sistema que posiblemente atentaría contra la intimidad de millones de personas al tratar a cualquiera que utilice el sistema masivo de transporte como un eventual sospechoso”.
No se trata de satanizar o prohibir el uso de cámaras de seguridad. Al contrario, las investigadoras coinciden en que lo ideal sería entablar un diálogo entre defensores de derechos humanos, ONG, academia y gobierno para diseñar y poner en marcha un política pública clara que regule estos sistemas de vigilancia y entablar mecanismos de veeduría y control que prioricen la protección de los derechos humanos.
La instalación de 32 cámaras de video en la estación de Transmilenio de la avenida Jiménez con Caracas, que buscaban vigilar los movimientos y actitudes de los delincuentes que asaltan a diario el sistema de transporte masivo de Bogotá, fue bien recibida por la mayoría de los usuarios.
El gobierno y la ciudadanía creyeron que con la instalación de estas cámaras –23 IP fijas, diseñadas para emitir imágenes directamente a internet sin necesidad de un computador; tres PTZ, capaces de hacer el seguimiento automático de un sospechoso, con zoom, paneos y cambios de inclinación; y seis cámaras inteligentes de identificación biométrica y reconocimiento facial– se podían disminuir los índices de robos y atracos en una de las estaciones más peligrosas del centro de Bogotá.
Lea también: Entre lo útil y lo invasivo: la inteligencia artificial llega a las cámaras
Pero no fue así. El Sistema Integrado de Videovigilancia para Transmilenio (Sivit), que arrancó sus pruebas piloto en marzo de 2015, y que incluía un total de 24 cámaras de reconocimiento facial, 120 cámaras IP fijas y 20 cámaras PTZ repartidas entre los portales Américas y 80, y las estaciones Ricaurte, Héroes, las Aguas y Calle 26, fue un fracaso. Nunca se puso en marcha.
El propósito del Sivit era que las cámaras de reconocimiento facial identificaran a un ladrón y emitieran una alerta en tiempo real para que los otros dispositivos lo siguieran a distancia hasta que la Policía lo capturara. Sin embargo, a la anterior administración distrital se le olvidó un pequeño detalle: el buen funcionamiento de este sistema requería una base de datos con las fotos de los delincuentes a quienes se estaba buscando. Para hacer el cotejo de las imágenes recolectadas en las cámaras y poder perseguir y detener a los sospechosos era necesario un registro previo de los mismos. Y ese registro no existía.
Sólo después de comprar e instalar todas las cámaras, las autoridades se dieron cuenta de que no había una base de datos para poner en marcha el proyecto. Se estima que el costo de la primera etapa de este fallido sistema de videovigilancia en Transmilenio fue de $12.500 millones, que se fueron a la basura.
En junio de 2016, la alcaldía distrital aseguró que estaba realizando las gestiones necesarias para crear la base de datos y poner a funcionar el sistema en un plazo máximo de seis meses. “En las mesas de trabajo han participado la Secretaría de Gobierno, el Fondo de Vigilancia y Seguridad, Transmilenio, Policía Nacional, Sijín, Dijín Registraduría Nacional, Fiscalía y el Centro de Comando y Control (C4) para hallar una alternativa interinstitucional que permita la puesta en funcionamiento del sistema de vigilancia a través de estas cámaras”, aseguró el Distrito en ese entonces.
De hecho, en marzo de 2017, el concejal de Bogotá, Julio César Acosta, denunció de nuevo la inoperabilidad del sistema y aseguró: "el sistema de video vigilancia biométrica para Transmilenio, terminó siendo un monumento al despilfarro, sin ningún beneficio real para la seguridad de todos los bogotanos. Este proyecto sigue siendo un adorno en estaciones y portales, porque aún se está tratando de poner en funcionamiento el centro de monitoreo y las bases de datos para el reconocimiento facial siguen sin estar listas".
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Menos mal no funcionó
Pasaron los meses previstos y el sistema no funcionó. Hoy en día, no se sabe si estas cámaras siguen grabando, ni quién está revisando la información que recogen, ni qué pasará con ellas en un futuro inmediato. La Fundación Karisma, una organización de la sociedad civil que trabaja en temas de derechos digitales, publicó hace poco un informe llamado “Cámaras inDiscretas”, que revela los peligros de un sistema como el que se trató de instalar en las estaciones de Transmilenio.
Para Pilar Sáenz y Ann Spanger, autoras del estudio, lo grave del asunto es que el motivo por el cual el Sivit no se puso en marcha fue la ausencia de la base de datos y no la reflexión consciente en torno a las consecuencias prácticas de esta forma de vigilancia al mejor estilo de George Orwell.
“Aun cuando el sistema nunca haya entrado en funcionamiento, se trata de un proyecto paradigmático de cómo se concibe el uso de tecnologías de vigilancia y sistemas de identificación biométrica, donde las consideraciones principales son técnicas y no se realizan estudios de impacto, necesidad y proporcionalidad o posibles afectaciones al ejercicio de derechos humanos”, se lee en el informe.
De acuerdo con Karisma, el problema de fondo es que el uso de las cámaras de seguridad, sobre todo las de biometría y reconocimiento facial, puede vulnerar el derecho a la privacidad, amenazar las libertades individuales, reforzar estigmas y aumentar el riesgo de abuso de autoridad.
En algunos países, añade el documento, con la excusa de preservar la seguridad pública, se ha llegado a monitorear y a prohibir paros y manifestaciones. “Existen reportes de cómo imágenes registradas durante protestas han servido para identificar, perseguir, discriminar y reforzar prejuicios raciales, sociales, culturales y de género”. Incluso, varios estudios han demostrado que las cámaras de vigilancia se encuentran en espacios privilegiados y que, en vez de reducir el crimen, lo desplazan. Para Karisma, estos dispositivos trasladan el comportamiento sancionable del espacio vigilado hacia donde no se está haciendo el registro, y en ese sentido no mejoran las condiciones de seguridad del conjunto de la ciudad, sino que cambian de sitio el problema.
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El beneficio para la seguridad de la ciudad que prometen las cámaras está en entredicho. “Más allá del problema de gasto estamos ante un sistema que posiblemente atentaría contra la intimidad de millones de personas al tratar a cualquiera que utilice el sistema masivo de transporte como un eventual sospechoso”.
No se trata de satanizar o prohibir el uso de cámaras de seguridad. Al contrario, las investigadoras coinciden en que lo ideal sería entablar un diálogo entre defensores de derechos humanos, ONG, academia y gobierno para diseñar y poner en marcha un política pública clara que regule estos sistemas de vigilancia y entablar mecanismos de veeduría y control que prioricen la protección de los derechos humanos.