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“Combatir la violencia en los estadios”, así se llama el editorial de El Espectador del 8 junio de 2016 que celebró el anuncio del presidente de la República de implementar el control biométrico y las cámaras de seguridad en los principales estadios del país. “Aplaudimos, entonces -decía el editorial-, la voluntad contundente del Gobierno de apoyar estos mecanismos de seguridad”.
La posición que tenía el diario en ese entonces coincidía con la de las autoridades y estaba alineada con los deseos de varios presidentes de clubes del fútbol profesional y con las pretensiones de entidades gremiales como la División Mayor del Fútbol Colombiano (Dimayor) y la Federación Colombiana de Fútbol. Casi todos los actores que participan en este deporte, incluyendo a la mayoría de aficionados, estaban de acuerdo en que había que hacer algo urgente para garantizar la seguridad y la convivencia dentro de los estadios.
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Parecía que la identificación biométrica y las cámaras de reconocimiento facial eran la única alternativa real para reducir las riñas entre hinchas y tratar de acabar con los desmanes en los recintos deportivos.
“El fútbol debe ser un espectáculo de paz, y el buen uso de la tecnología puede ayudarnos a alcanzar este propósito. Los escenarios de Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y Manizales contarán con cámaras de alta resolución, y así cuando se cometan actos de violencia el individuo quedará grabado e identificado, y cuando pretenda entrar a un estadio otra vez, se le guarda unos días y así aprende la lección”, aseguró en su momento el presidente Santos.
Estas palabras se apoyaban en el aparente éxito de experiencias internacionales que ya habían puesto en marcha proyectos parecidos. Entonces, con el visto bueno del presidente, el proceso de recolección de datos de los hinchas comenzó sin preguntarse aspectos básicos como la posible contradicción entre la instalación de cámaras con reconocimiento facial y sistemas biométricos y el derecho a la privacidad y a la intimidad de los ciudadanos.
Todo indica que, como pasó en el fallido proyecto de cámaras con reconocimiento facial en varias estaciones de Transmilenio, la necesidad de seguridad pasó por encima de otros derechos humanos, sin siquiera entablar una discusión al respecto. El caso de los estadios es analizado en el informe “Cámaras InDiscretas”, realizado por la fundación Karisma”.
La idea de utilizar un sistema de identificación biométrica en los estadios colombianos, sin haber hecho análisis y estudios de impacto, necesidad y proporcionalidad previos, y sin tener en cuenta los posibles afectaciones al ejercicio de derechos humanos encarnaba varias dificultades.
“Estos mecanismos de videovigilancia pueden vulnerar el derecho a la privacidad, amenazar las libertades individuales, reforzar estigmas y aumentar el riesgo de abuso de autoridad”, aseguró el informe.
La reflexión de la Fundación cobra especial relevancia si se tiene en cuenta que en este momento ya está en marcha el proceso de instalación de cámaras biométricas en los principales estadios del país. El primer paso de esta distopía orwelliana para vigilar y castigar a quienes se comporten mal en los partidos de fútbol es un programa piloto de carnetización con más de 250.000 hinchas de la Liga Colombiana de Fútbol, empezando con los aficionados de Cali, Medellín, Bogotá y Barranquilla.
El presidente de la Dimayor, Jorge Perdomo, ha dicho en varias ocasiones que la estrategia para reducir la violencia en los estadios debe tener tres elemento básicos: enrolamiento y carnetización de todos los hinchas, sistemas de identificación biométrica y cámaras de reconocimiento facial. Según Perdomo, para hacer realidad este proyecto, por ejemplo en el estadio Pascual Guerrero de Cali, se necesitan cerca de $6.000 millones, que se obtendrían de una alianza entre la Gobernación del Valle, Coldeportes y el Ministerio del Interior.
En Medellín ya están en funcionamiento más de 170 cámaras en sitios estratégicos del estadio Atanasio Girardot. Estas cámaras y el proceso de enrolamiento, en el cual las autoridades toman la fotografía de las personas e ingresan sus datos a través del código de barras de la cédula de ciudadanía, ha permitido crear la base de datos de los hinchas para poder identificarlos, seguirlos y, si es el caso, capturarlos.
Para Karisma, la discusión no es si las cámaras ayudan a identificar delincuentes potenciales, alertar a la policía de forma temprana o generar pruebas para la identificación de agresores (que sin duda lo hacen). El centro del debate debería girar en torno al alcance, que no es tan amplio como parece, y a la evidencia que demuestra que un uso irresponsable y la falta de regulación específica de esta tecnología pueden dar lugar a abusos por parte de las autoridades.
“Parece que padecemos de un exceso de optimismo sobre las capacidades de la tecnología y no tenemos inconveniente en gastar millones en la implementación de tales sistemas sin tener idea sobre su efectividad y sin considerar las afectaciones en materia de derechos humanos que puedan estar asociadas con su pues ta en marcha”, dice el informe.
Para expertos en privacidad digital, la construcción y vigilancia de estas bases de datos debe contar con garantías especiales, pues se trata de información sensible, con la cual es posible identificar e individualizar a una persona. Esto, en un país con abusos de autoridad del tamaño de las chuzadas del DAS, debería despertar un debate más amplio.
La discusión no es acerca de la necesidad de medidas de seguridad, sino cómo se garantiza este factor sin abrir espacios potenciales de inseguridad y abuso en otros frentes.