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Esta es la crónica de un viaje al norte de India de un exbicisesentón jubilado (ver las crónicas del viaje en bicicleta por Europa de dos bicisesentones). En esta ocasión, Alejandro López Mejía se va en solitario a caminar una semana por los Himalayas y a practicar yoga tres semanas en un instituto que promueve el estudio de la filosofía del yoga y su práctica en la tradición del sabio Patanjali y esclarecida por B.K.S. Iyengar y su familia. Alejandro viajó a la India el 11 de octubre y sus crónicas, o el diario de un jubilado explorando y disfrutando su libertad, serán publicadas por El Espectador semanalmente.
Llevo cinco días concentrado viendo ese árbol que es el yoga. Estar acá en la India me ha ayudado a recordar que para trepar a la copa del árbol (y encontrar el Yo interior, o Atman, o Alma como diría el papa) es indispensable subir por sus ocho ramas, las cuales están todas interconectadas. Durante los últimos años, he seguido intentando alcanzar la copa del árbol ignorando algunas partes de sus ramas. Ahora que la complejidad de todas sus ramas ha vuelto a mi memoria, la clave es empezar a trepar saltando de rama en rama, de aquí para allá y de acá para allá.
Octubre 21
Hoy fue la sesión introductoria del taller de yoga. Es una sesión donde los profesores, Rajiv y Swati Chanchani (quienes son esposos), explican las reglas de su instituto de yoga (Yoganga) y el código de conducta dentro y fuera del instituto (incluidas las casas donde dormimos). Y, claro, también les advierten a los novatos en la India que no se las den de coquetos con los micos que pululan por acá (incluido no mirarlos a los ojos) para evitar una mordida o un rasguño maluco.
Rajiv aprovechó y dio una charla corta de lo que es el yoga (enfatizando que puede haber diferentes definiciones), la importancia de dar las gracias por los regalos que recibimos todos los días (la luz del sol, la inclinación de la tierra, la comida que recibimos, etcétera) y de cómo la práctica del yoga nos ayuda a estar conectados con el universo para ayudarnos a lidiar con los sufrimientos cotidianos (corporales, mentales, económicos, sociales, políticos, etcétera).
Rajiv y Swati no son ningunos pintados en la pared. Ellos empezaron a estudiar yoga en 1975 bajo la dirección de B.K.S. Iyengar y, desde entonces, pasan varios meses en el instituto que él fundó en Pune (India) estudiando, practicando, enseñando y ayudándole a la familia Iyengar. Haciendo uso de su gracia para contar historias, sus clases en Yoganga nos recuerdan los orígenes del yoga en la mitología, la leyenda y la historia. Al mismo tiempo, sus clases siempre enfatizan los vínculos morales y éticos implícitos en la práctica de yoga, incluidos la no violencia, honestidad y la aceptación de uno mismo.
Dentro de los muchos logros de Rajiv y Swati, quizás los que más me descrestan son dos. El primero es su libro de yoga para niños, el cual incluye un manual para papás y profesores. El libro es considerado un clásico, ha impreso más de 35 ediciones y está publicado en varios idiomas. Y el segundo es haber logrado, en los años noventa del siglo pasado, que el sistema educativo indio incluyera el yoga dentro del currículum obligatorio de los colegios a la par con las matemáticas y las ciencias naturales y sociales.
En años más recientes, Rajiv y Swati han estudiado a fondo la relación entre la estética (apreciación de la belleza) en la India y su relación con la filosofía y la práctica del yoga. Como resultado han logrado construir un archivo extenso de representaciones de Asanas en la pintura y escultura medieval de la India. Ellos consideran que este archivo les ha ayudado a fortalecer su práctica de yoga.
(Le puede interesar esta, la primera crónica de esta serie: En el Norte de la India: Crónica de un Yogui caminante y sesentón)
En el taller que empieza mañana creo que seré, como siempre, uno de los novatos (y eso que empecé a practicar Asanas con cierta regularidad desde el 2009 a raíz de un dolor de espalda). La mayoría de los estudiantes son profesores de yoga (o están estudiando para ser profesores) en la tradición de B.K.S Iyengar y tienen el certificado que lo testifica (el cual tiene varios niveles dependiendo del conocimiento del profesor). Siempre he dicho, un poco en chiste, que tener ese certificado es casi como tener un doctorado pues se necesitan años de estudio, incluido sánscrito y filosofía del yoga, además de una práctica avanzada de Asana y Pranayama.
En el taller somos unos 25 estudiantes y, de cursos pasados, conocía más o menos bien a Olivier (un belga que debe tener unos 35 años) y a Sarah (una inglesa, sesentona como yo, que ha venido más de veinte veces y generalmente se queda por tres meses o más). En esta ocasión la mayoría de los estudiantes son indios, ingleses e israelíes pero hay de varias partes del mundo incluyendo Alemania, Australia, Canadá, Eslovenia, Francia, Polonia, Suiza y Taiwán.
Hoy también conocí mejor la casa en la que me estoy quedando y los compañeros con quienes la compartiré. La casa hace parte de un conjunto de dos casas que están a veinte minutos caminando de Yoganga. Mi casa se llama Sunder Van (bosque encantador) y ahí también están dos mujeres (Naama —española de 26 años que vive en Israel y es artista y está preparándose para ser profesora de yoga— y Sheetal—india de 38 años que vive en Mumbai y es nutricionista y profesora de yoga—).
En la segunda casa, que se llama Ban Suman (flor salvaje), se están quedando dos hombres indios (Abhishek —de 43 años y coronel del ejército— y Gopal, quien es cirujano especialista en cáncer y vive cerca de Chicago).
El plan de hospedaje incluye una comida preparada por el mayordomo del conjunto residencial que se llama Umal Singh (la comida se sirve para todos en el comedor del bosque encantador) y los que quieran pueden preparar el desayuno y almuerzo por su cuenta en la cocina de la casa en la que se estén quedando. Hoy la comida estuvo deliciosa a pesar de que era básicamente el mismo menú que tuve durante mi vivencia en los Himalayas (ver crónica II de esta serie): arroz, dahl, sabzi y chapati (el sabzi era de berenjenas cultivadas en el jardín orgánico de la casa). Esta, con pocas variaciones, seguirá siendo la dieta nocturna durante las próximas tres semanas.
Octubre 22
El día empezó con una clase de Asana de dos horas a las ocho de la mañana. Rajiv la enseñó. El salón de clase es un espacio muy agradable, con muchas ventanas que dan hacia el jardín, y que tiene dos altares en cada extremo: uno de Hanuman, el mico divino (yogui por excelencia; ver crónica II de esta serie), y otro de Patanjali (sabio hindú al que se le acredita haber escrito varios textos en sánscrito relacionados con la gramática, la medicina y el yoga). A la entrada del salón hay también una estatua de Ganesha.
La clase de Asana fue sencilla y complicada a la vez (y, como siempre en la tradición Iyengar, la clase empezó con una breve invocación a Patanjali para pedirle su iluminación durante la práctica). En total practicamos unas ocho Asanas, todas muy fáciles de hacer; lo difícil era lo que Rajiv quería que aprendiéramos en la posición (él siempre enfatiza que no le interesa enseñarnos una posición sino hacernos entender que las posiciones se hacen para aprender y, en últimas, conocernos a nosotros mismos a través de la integración del cuerpo, la mente y la respiración).
Hasta donde pude comprender, Rajiv nos quiso hacer ver la importancia de estar concentrado en una posición para darse cuenta de la total interconexión que existe entre todas las partes del cuerpo, que la acción de una parte trae consigo una reacción en otra parte, que en cada posición hay una parte del cuerpo que “trabaja” como “benefactor” de otra parte que es la “beneficiaria”.
Así mismo, intentó que nos diéramos cuenta cómo la más mínima variación en una posición influencia el flujo y movimiento de nuestra respiración (sentir estas interconexiones es casi imposible cuando se practican Asanas difíciles o si se pasa muy rápido de una posición a otra, sin disfrutar “estar” en el Asana; de ahí su énfasis en empezar con posiciones fáciles donde uno está estable y la respiración no es agitada).
La clase de la tarde fue de Asana/Pranayama (90 minutos) y terminó a las seis de la tarde (antes de la clase varios estudiantes estuvimos practicando por nuestra cuenta de la 1 a las 3 de la tarde, horas en que los Chanchani prestan el salón para la práctica individual). La clase la dirigió Swati. Para los estudiantes nuevos es siempre una sorpresa la manera como los Chanchani diseñan la clase.
En el papel la clase de esta tarde era de Pranayama (control de la respiración). Sin embargo, durante gran parte de la clase Swati nos hizo practicar Asanas relativamente sencillas (aunque más difíciles que las de la mañana), la mayoría de las cuales requerían estar de pie. A medida que nos dirigía enfatizaba la importancia de la geometría en la posición y el lograr mantener una respiración silenciosa y suave.
Poco a poco, como una maga, nos fue llevando a un estado de relajación como el que se supone debe uno lograr cuando se hace Pranayama. Swati logró el resultado que se esperaba de una clase de Pranayama, con la diferencia que no nos hizo sentarnos ni acostarnos una sola vez (posiciones que son las usuales cuando se practica Pranayama).
(Puede leer también: Retorno de las máscaras al pueblo Kogui: espiritualidad y convservación ambiental)
Aprovechando la maravilla de biblioteca que tiene Yoganga, después de la sesión de la mañana pasé unas horas en sus jardines hojeando algunos de sus libros y repasando los Yoga Sutras de Patanjali. El libro, escrito alrededor del año 300 antes de nuestra era, recopila la filosofía del yoga en 192 sutras y condensa en un texto escrito la sabiduría que hasta ese momento solo se pasaba de boca en boca por generaciones (por ser un libro tan denso es necesario leer versiones con explicaciones detalladas de cada sutra; quizás la versión más conocida es la que contiene los comentarios de B.K.S Iyengar).
Los Yoga Sutras son una guía para llegar a la copa del árbol del yoga: Samadhi (donde se encuentra el verdadero Yo, el cual no tiene nada que ver con nuestra nacionalidad, género, religión, logros profesionales, familia, raza, riqueza, clase social, equipo preferido de fútbol y demás apegos materiales y mentales).
Los Yoga Sutras estudian, entre otras, las llamadas ocho ramas de Ashtanga Yoga: Yama (cinco principios morales que son como especies de mandamientos para vivir en sociedad), Niyama (cinco reglas de conducta personal que nos ayudan para mejorar la relación con nosotros mismos), Asana (posturas que deben ser firmes para ayudar a evitar las fluctuaciones de la mente), Pranayama (técnicas de control de la respiración que inducen un estado de calma y conexión con uno mismo), Pratyahara (retraimiento de los cinco sentidos para aumentar el dominio sobre las fuerzas externas), Dharana (concentración en un punto concreto para reducir el espacio donde quepan los pensamientos), Dhyana (meditación profunda sin necesidad de concentración en un punto) y Samadhi.
Un problema común de los estudios de yoga comerciales es que tienden a concentrarse en Asanas (y, a veces, un rudimentario Pranayama). En general, estos estudios hacen caso omiso de la importancia de las otras ramas del yoga (y especialmente del Yama y el Niyama) a pesar de su interconexión e importancia como guía en la vida cotidiana y en la práctica de Asana (y Pranayama). En otras palabras, el “yoga” que se ha hecho popular en el mundo moderno no es yoga; en el mejor de los casos, es la práctica incompleta de una de sus ramas, el Asana, y es más un deporte o una gimnasia que cualquier otra cosa.
A mi modo de ver, las ramas del yoga a las que es más difícil subirse son el Yama y el Niyama. Incluso, subirme a una de las ramas más bajas del Yama (Ahimsa —no violencia) es una tarea en la que tengo resultados encontrados. Por el lado exitoso, desde hace unos años soy vegetariano al ser consciente del sufrimiento que los humanos les causamos a los animales llevándolos a mataderos de violencia inimaginable o manteniéndolos durante toda su vida en cajas donde no ven el sol (tengo que reconocer que ser vegetariano no es esfuerzo para mí, pues nunca disfruté ningún tipo de carne, con excepción quizás de la comida de mar). Sin embargo, en otros aspectos mi práctica de Ahimsa deja que desear.
Por ejemplo, mi gusto por el traguito (heredado de la familia materna) me hace dar guayabos de vez en cuando, lo cual es señal de que estoy siendo violento conmigo mismo. En ocasiones, por hacerme el chistoso, puedo decir cosas hirientes hacia los demás (incluso a los no presentes), usar expresiones violentas, e inclinarme a juzgar prematuramente a las personas. Además, en la misma práctica de Asana (o en la bicicleta), en más de una ocasión me he empujado más allá de los límites y, como consecuencia de esa agresividad, he quedado tirado en cama por semanas.
Con la experiencia de mis visitas anteriores a la India, siento que estar aquí me facilita acercarme a los principios del Yama y Niyama. Es probable que tenga que ver con compartir el día con personas con el mismo interés en la búsqueda espiritual y la vida modesta que se lleva durante el curso.
Por la situación que sea, acá tiendo a estar más alineado con los cinco principios básicos del Yama: Ahimsa (no violencia), Satya (honestidad conmigo mismo y los demás), Asteya (no robar; lo cual, en mi caso, interpreto como aceptación de mí mismo y, con ello, menor deseo de lo que no tengo), Aparigraha (desapego de las cosas materiales) y Bramacharya (control del apetito sexual —aunque la verdad sea dicha, a estas alturas de la vida, para un sesentón como yo, eso no es tanta gracia).
Además, en Yoganga y su vecindario me es más fácil seguir los cinco principios del Niyama: Saucha (limpieza —en mi caso, limpieza mental, al sentir la cabeza más liviana y con menos preocupaciones innecesarias y fuera de mi control), Santocha (satisfacción conmigo mismo, incluida mi barriga), Tapas (austeridad en la forma de vida —particularmente en lo que se refiere a la comida, el trago y la vida social— y disciplina —bien sea intentando eliminar pensamientos negativos o practicar un Asana más difícil), Svadhyaya (estudio de libros sagrados y espirituales) e Isvaraprabidaha (tiendo a agradecerle al universo —o a Dios, no sé— por el regalo de estar en este mundo).
Tengo que reconocer que me da nervios meterme de lleno al estudio del yoga como forma de vida. Al fin y al cabo, al sentir semejanzas del Yama y el Niyama con algunos principios de las religiones abrahámicas, me da cosita convertirme en una persona inflexible, goda, cerrada y crítica de formas de vida diferentes a la mía. Quizás sea un prejuicio mío, no sé, pero a lo largo de mi vida he sentido que la gente religiosa que toma demasiado en serio la práctica de su fe tiende a tener esas características. Y me da miedo que al empezar a subir con seriedad las diferentes ramas del árbol del yoga me convierta en un godo ya de viejo.
Al mismo tiempo, viendo la amorosidad, amplitud y cultura de Swati y Rajiv, quizás el temor a la godarria sea infundado (entre otras cosas porque reconozco que algunos de sus atributos los he encontrado en amigos, incluidos sacerdotes católicos). Puede ser que todo sea cuestión de grado.
Octubre 23
Hoy la única clase que tuvimos fue al final de la tarde y se acabó a las 7 de la noche. O sea que tuvimos todo el día para nosotros, se pudo hacer pereza en la mañana y hubo un tiempo largo para socializar con la gente de la casa.
Hasta ahora con las personas que más he conversado son Sheetal, la profesora de yoga de Mumbai, y Gopal, el médico de Chicago. Sheetal me ha parecido queridísima, alegre y generosa. Las dos mañanas que hemos estado acá, al despertar, nos ha tenido un chai con jengibre muy sabroso. Y hoy, como estuvimos buena parte de la mañana en la casa, salió de compras y nos hizo a todos unos sanduches vegetarianos que comimos gustosos a la media mañana. Además, sabiendo que Naama (la española/israelita) iba a pasar por Mumbai después del curso, la invitó a quedarse en su casa (y pasó una hora en el teléfono comprando el pasaje).
(Le puede interesar: El retiro espiritual por la paz en San Rafael)
Sheetal viene de una familia de profesionales del aire: su papá se acaba de jubilar después de una vida como asistente de vuelo, su hermano es piloto y ella, hasta hace dos años, era también asistente de vuelo. A sus 38 años, aún vive con sus papás en la casa de toda la vida junto con su hermano, su cuñada (asistente de vuelo) y su sobrina de dos años.
Gopal es medio seriote, buena papa, es el estudiante menos avanzado del curso de yoga y anoche, como buen indio, estaba pegado al teléfono viendo el partido del Mundial de Cricket entre India y Nueva Zelandia. Hoy amaneció hablador pues India ganó (aún faltan varios juegos de la fase eliminatoria, pero todo parece indicar que los equipos que clasificarán a las finales son India, Nueva Zelandia, Sudáfrica y, quizás, Australia).
Gopal se va a casar en mes y medio en Ooti, el pueblo donde creció y vive su familia y que queda en el estado de Tamil Nadu (sur de la India). Su prometida es también de Tamil Nadu, es médica endocrinóloga en Nueva York y ya tiene oferta de trabajo en un hospital de Chicago una vez se mude para allá. Ofuscado, Gopal nos comentó que sus papás y sus suegros le doblaron el brazo para hacer una fiesta de matrimonio con todas las de ley en contra de su voluntad. En todas partes se cuecen habas, pensé.
Hacia las 11 de la mañana me subí por la cuesta empinada en medio del bosque que lleva a Yoganga para leer un rato en sus jardines. A la 1 de la tarde entré al salón a aprender haciendo mis Asanas y recordé una frase de B.K.S Iyengar que dice: “el cuerpo es mi templo y las Asanas mis oraciones”.
La sesión de práctica personal en Yoganga es enriquecedora. Uno está al lado de profesores y estudiantes avanzados que, cuando se les pide, ayudan con correcciones o muestran la geometría precisa de una posición. Hasta donde alcanzo a ver, son todas personas sencillas, queridas y sin pretensiones.
Una de esas personas es Ian, un profesor de yoga inglés que tiene un estudio en Stroud, pueblo en el condado de Gloucestershire en el suroccidente de Inglaterra. Conversamos un rato y me dijo que está viniendo a Yoganga desde hace 20 años y que piensa empezar a venir al menos dos meses al año para estudiar con los Chachani.
Después de un recreo de dos horas, que aproveché para comerme unos momos (dumplings tibetanos hechos al vapor), estaba ansioso para que empezara la clase de Asana que dirigió Swati. La sesión hizo énfasis en arcos hacia atrás hechos con gentileza, en línea con Ahimsa (no violencia). Fue una delicia volver a descubrir que los arcos hacia atrás pueden ser hechos de una forma amable (como es típico en yoga de la tradición Iyengar, Swati sugería modificaciones para personas con ciertos problemas físicos o para mujeres que estaban en su período).
En todo momento, Swati hizo énfasis en cómo la respiración cambiaba de ritmo de acuerdo con la posición; por ejemplo, en unas posiciones (siempre mantenidas por un buen rato) la inhalación era larga y suave, en otras era la exhalación la que tenía esas características. Y así estuvimos 90 minutos y quedamos como nuevos, sintiendo una sensación de paz al final de la clase.
Al llegar a la casa, la cena de siempre tuvo un acompañante sorpresa: un palak paneer delicioso (queso típico de la India con salsa de espinaca). Abhishek (el coronel) volvió a aparecer después de una noche de ausencia y estaba sonriente de que Afganistán le hubiera ganado el partido de cricket a Pakistán. Después de que Gopal contará historias de su época de estudiante de medicina, condimentada con cuentos de enfermos de hospitales públicos echados por Abhishek y Sheetal, la conversación empezó a tomar un tono espiritual. Pero antes de alcanzar Samadhi, la cama empezó a gritar que mañana hay clase de Asana a las 7:30 de la madrugada.
Octubre 24
Hoy se celebra Dussehre, día en el cual Rama mató al diablo Ravana (ver crónica II de esta serie). Por ser considerado de buenos auspicios al ser el día en que el bien le ganó al mal, muchos negocios son inaugurados en este día. Incluso, hoy hace 21 años abrió la sede actual de Yoganga. A lo largo del día se oyeron tambores por todas partes y en la tarde se oían los voladores a lo lejos.
El día empezó con una clase de Asana dirigida por Swati. Fue una clase más típica de la tradición Iyengar ya que hizo énfasis en la adecuada alineación del cuerpo en las Asanas en las que estuvimos (nótese el énfasis en el verbo estar en lugar del verbo hacer). Como siempre en la tradición Iyengar, Swati nos hizo utilizar diferentes tipos de soportes para intentar estar en una posición estable y alineada, lo cual contribuye a la estética del Asana y a evitar lesiones. Entre los soportes típicos que se usan hay cobijas, cojines, almohadillas, bloques de madera y espuma, bancas, butacas, sogas, barras de “bailarín de ballet” y más (el uso de estos soportes es ahora común en muchos estudios de “asana gimnástica”; su “inventor” fue B.K.S Iyengar, quien es también el responsable de haber popularizado el yoga en occidente hacia los años sesenta del siglo pasado).
Después de clase un grupo de estudiantes nos fuimos a un restaurante local a desayunar unas paranthas. Mientras esperábamos y, sin darme cuenta, Naama (la muchacha española/israeli) me hizo un retrato en el que parezco un científico preocupado con la geopolítica mundial y el cambio climático.
Y de ahí nos devolvimos a Yoganga pues, como parte de las celebraciones de Dussehre, Rajiv nos invitó a escuchar una famosa grabación cantada de Sundara Kanda, el quinto capítulo del Ramayana, libro épico hindú (tradicionalmente el Ramayana se canta).
El canto era en hindi y se sintió como un mantra infinito dada su tonalidad uniforme. Durante el canto, que duró dos horas, Rajiv (sentado en frente al altar de Hanuman en el salón de práctica de yoga), interrumpía la sesión con frecuencia para contarnos lo que pasaba. El es un cuentacuentos y actor fuera de serie y con su pasión y gesticulación nos metió de lleno en la historia.
El Sundara Kanda es el único capítulo del Ramayana en el que el protagonista no es Rama sino Hanuman. El capítulo narra las aventuras del mico divino en su viaje a Sri Lanka a convencer al demonio Ravana de que libere a Sita (esposa de Rama); en medio de las aventuras llenas de monstruos, magia y poesía, el capítulo (que termina con la muerte de Ravana) resalta la generosidad y devoción de Hanuman hacia Rama.
Al terminar el día, después de una excelente clase de Pranayama, me sentí bendecido por estar acá y di gracias por ello. A veces me da la impresión que amigos y conocidos sienten envidia (ojalá de la buena) de la vida de jubilado que llevo. Algunos con inclinaciones espirituales (que son pocos) y otros agobiados por su trabajo (que son muchos), quisieran tener el tiempo “libre” que tengo; algunos quizás hasta sueñan con estar acá e intentar entender el árbol del yoga y ver si se miden a empezar a trepar.
Sin embargo, la realidad es que no se necesita ser un jubilado privilegiado para alcanzar uno de los regalos más grandes que me ha dado el yoga hasta ahora: un estado de ánimo más equilibrado, sin tantos picos de tristeza y de alegría. En este sentido, recuerdo que hace unos años, conversando con una amiga canadiense y compañera del Fondo Monetario, le decía que el problema de muchos colegas que se sienten frustrados con sus trabajos se debía a no haber leído (o no haber puesto en práctica) uno de los mensajes del Bhagavad Gita (uno de los textos más sagrados de los hindúes): la idea de karma yoga.
De acuerdo al karma yoga, uno de los cuatro caminos espirituales clásicos del hinduismo, el trabajo realizado de una manera generosa (no egoísta) ayuda a purificar la mente y conduce a la liberación. El truco es hacer el trabajo sin pensar en los frutos que nos pueda brindar (por ejemplo, un ascenso, mejor sueldo, prestigio) sino en los frutos que nuestra labor les pueda ofrecer a otros. Aunque por experiencia propia sé lo difícil que es ser un karma yogui, creo que si muchos trataran de ver su trabajo de esa manera generosa (y sin miedo al fracaso o ansiedad para alcanzar el éxito), estarían más contentos consigo mismos y, concentrados en el presente, estarían pensando menos en ser un simple jubilado como yo que aún está por descubrir el significado de la vida.