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En el Norte de la India: Crónica de un Yogui caminante y sesentón

Esta es la crónica de un viaje al norte de India de un ex bicisesentón jubilado (ver las crónicas del viaje en bicicleta por Europa de dos bicisesentones). En esta ocasión, Alejandro López Mejía se va en solitario a caminar una semana por los Himalayas y a practicar yoga tres semanas en un instituto que promueve el estudio de la filosofía del yoga y su práctica en la tradición del sabio Patanjali y esclarecida por B.K.S. Iyengar y su familia. Alejandro viajó a la India el 11 de Octubre y sus crónicas, o el diario de un jubilado explorando y disfrutando su libertad, serán publicadas por El Espectador semanalmente.

Alejandro López Mejía, especial para El Espectador
14 de octubre de 2023 - 06:55 p. m.
Después de su reciente recorrido en bicicleta por Europa, Alejandro López emprende, esta vez solo, un viaje a la India a practicar yoga. Aquí al comienzo de su aventura, que contará en crónicas para El Espectador.
Después de su reciente recorrido en bicicleta por Europa, Alejandro López emprende, esta vez solo, un viaje a la India a practicar yoga. Aquí al comienzo de su aventura, que contará en crónicas para El Espectador.
Foto: Cortesía de Alejandro López Mejía
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En el Cielo (la vida después del Tour de Europa y el orígen y propósito de este viaje al más allá), octubre 11

Ya ando por el cielo rumbo a Nueva Delhi. Los meses que siguieron a la pedaleada de 3.800 kilómetros desde Atenas hasta Amsterdam fueron muy ajetreados. Los viajes, la familia, los amigos, el yoga y la bicicleta dominaron la vida desde mediados de junio y me dejaron exhausto. Tan exhausto que dudé mucho si emprender este viaje y, una vez me decidí, nunca dejé de pensar en lo sabroso que habría sido quedarse en casa tranquilo.

Con Margarita, mi esposa, me encontré en Amsterdam a mediados de junio, después de dos meses de lejanía y pedal. Hubo besos y alegría al vernos de nuevo y después de un par de días de canales y museos nos fuimos a Lisboa, ciudad que nos enamoró con sus calles de piedra, sus lomas, su mar, su comida y su gente. La estadía fue fugaz y a nuestro pesar, por tener todo ya reservado, nos fuimos a Estambul a celebrar su cumpleaños sesenta.

Allí estuvimos casi dos semanas. No viajamos por Turquía, en parte porque ya habíamos estado hacía muchos años, pero especialmente porque Margarita es así: testadura, y se le había metido en la cabeza que quería conocer a Estambul de verdad, verdad. Así pues que nos quedamos dos semanas viendo todos los gatos de Estambul, tomando el bus-barco que anda por el Bósforo hasta para ir al baño, yendo a restaurantes buenos, malos, caros y de combate (e incluso a trampas para turistas); visitando todas las mezquitas, palacios y museos habidos y por haber; caminando por barrios en el lado europeo y en el asiático de la ciudad, con zonas a veces tan poco atractivas para el turista como lo podrían ser partes de Soacha, Engativá o ciudad Bolívar en Bogotá.

Tuvimos el placer de quedarnos en un apartamento donde lo único bueno era la vista al Bósforo y el ensordecedor ruido de las gaviotas las 24 horas; de resto, el apartamento era realmente un cuarto muy pequeño y mohoso con olor a naftalina, con sábanas que le quedaban pequeñas a la cama y que estaba en un edificio cuya entrada era por un estrecho y oscuro callejón peatonal con grietas que sin cesar susurraban que al menor temblor quedaríamos enterrados en escombros.

El temblor no llegó y nos fuimos para Londres vivitos y coleando. Margarita venía con la teoría de que Londres ya no era Londres, que después del Brexit la ciudad era otra, que esto y lo de más allá. Al aterrizar, su teoría se destrozó. Disfrutamos a Londres a más no poder, vimos a viejos amigos, comimos delicioso, repasamos algunos de sus infinitos museos, volvimos a sentir el olor típico de su metro (que medio me recuerda al caucho quemado) y a una ciudad vibrante como pocas; nos dio envidia de cuando éramos jóvenes y bellos y vivimos allí por cuatro años.

A los pocos días de estar en Londres nos fuimos para Gales y paseamos por esa cenicienta del Reino Unido con Elsa (una especie de hermana) y su esposo Richard (ornitólogo y exprofesor de la Universidad de Cardiff). Visitamos castillos (Gales es el país con más castillos por kilómetro cuadrado en el mundo), pueblos lindos al lado del mar pero muy venidos a menos y tan solos que se sentían los fantasmas al anochecer, anduvimos por carreteras estrechas rodeadas de cercas de piedra, vimos ovejas al por mayor en la campiña, conversamos de lo divino y lo humano, nos identificamos en la manera de ver el mundo, y jugamos cartas y juegos de mesa por las noches. A la semana de estar juntos, nos despedimos con la promesa de volvernos a ver pronto y en carro alquilado nos fuimos a Edimburgo a encontrarnos con Rafael, nuestro hijo mayor que vive en Seattle.

En Escocia estuvimos diez días e hicimos caminatas preciosas, fuimos a las “tierras altas”, nos quedamos en pueblos encantadores, catamos whiskies en varias destilerías y seguimos sintiendo frío en medio del verano gris y lluvioso del Reino Unido. Y de ahí, regresamos a Holanda pues Rafael nos había invitado al premio de Fórmula 1 en SPA (Bélgica, cerca a la frontera con Holanda). El hombre nos invitó a las mejores boletas, las cuales incluían un pase que nos daba derecho por un día a los talleres y a las zonas donde socializan los pilotos. Durante tres días Rafael nos dió un curso avanzado de Fórmula 1 en medio de cerveza a la lata; fue un regalo verlo tan contento. Para mí, fue una experiencia que volveré a repetir si Rafael me vuelve a invitar (entre otras, porque no recordaré con especial cariño el día de la carrera cuando, una vez terminada la competencia, tuvimos que esperar tres horas en el parqueadero sentados en el carro mientras este podía empezar a moverse).

A Washington regresamos a principios de agosto, mamados como un chupo y después de despedirnos de Rafael. Tenía la ilusión de ver a Adelaida, mi hermana, y a Andy, su esposo, así como a mis otros dos hijos (Rodrigo y Julián) quienes vinieron a darnos la bienvenida. Estábamos cargados de regalitos pendejos para todo el mundo (incluido un cuadro de pájaros que compramos en Londres para mi gran amigo de Washington, Juan Carlos Jaramillo, quien por esos días andaba de vacaciones en Bogotá). Al llegar, lo primero que hice fue enviar a revisar y a armar mi bicicleta que por mes y medio había estado guardada en una caja en una bicicletería de Amsterdam. Lo segundo fue subirme en la pesa para ver cuántos kilos me había subido durante el periplo pecaminoso con Margarita. ¡Oh sorpresa y nerviosismo! Descubrí que me había subido casi seis kilos comparado con lo que pesaba antes del viaje en bicicleta por Europa. Así que apenas me entregaron la cicla salí a montar para intentar bajar parte de la barriga ganada y recuperar parte del estado físico perdido.

Era el 5 de agosto en la mañana y andaba en mitad de la contra reloj individual cuando me timbró el celular. Era Ana María, la esposa de Juan Carlos, quien lo primero que me dijo es que me bajara un momentico de la bici. Como buen soldado del Fondo Monetario le obedecí sin chistar y me contó que Don Juan Ca se nos había ido la tarde anterior pal otro lado, de repente y para siempre. ¡Que noticia! Robándole la descripción a Pacho Mejía, amigo de Juan Carlos en los años ochenta, se me había ido el amigote más neura y uraño, el más querido y generoso, dejándome de regalo a Ana María, con quien nos volvimos como hermanos a lo largo de los años. Al colgar llamé inmediatamente a Margarita y ella, como siempre de armas tomar, se puso manos a la obra entre las lágrimas y compró tiquetes para irnos a acompañar a Ana María. Llegamos el 7 de agosto, la víspera de la misa por Juan Carlos; Rodrigo y Julián nos acompañaron pues Juan Carlos fue para mis hijos como la familia en el imperio.

(Le puede interesar: Juan Carlos Jaramillo, una vida de mucho aporte y poco alarde)

Aunque Juan Carlos no estaba, su generosidad estuvo presente todo el tiempo en esa semana en Bogotá. Gracias a esa visita a la que Juan Carlos nos obligó a ir, pude ver y conversar de nuevo con Pompilio, mi profesor de literatura del colegio y con quien hablamos de la vida e intentamos ponernos al día después de cuarenta años desaparecidos; verme dos veces con Beatriz López, una de mis otras mamás; ir a un restaurante y caminar por Chapinero con mi primo Agustín y su Hugh; irme de rumba con Jota y Soraya, una vez en su casa comiendo lentejas y otra vez en Salvo Patria (restaurante que sólo conocía Margarita y que, según entiendo, se ha vuelto favorito de Jota para irse de fiesta con sus amigos bogoteños del Jorge Robledo); chismosear con “el toto” y acompañarlo a repartir su café y la miel de sus abejas de Pacho; salir a comer con otros amigotes del colegio en nuestro santuario de Cactus y hablar mal de los ausentes; ir hasta la entrada a Chingaza a la finca de mi primo Manolo para volver a ver frailejones y oírle sus cuentos, pegarnos el viaje hasta Fómeque con Rafael Rivas para mostrarle ese paisaje a mis hijos y recordar los tiempos de mi finca por esos lares, con sus historias llenas de guerrilla, caminatas en medio de bosques de siete cueros y anécdotas de Margarita remodelando la casa de bareque; y claro, dormir en Cota en la casa de Rosarío (la hermana de Juan Carlos), charlar ahí con María y Camila (hijas de Rosario), acompañar a dejar las cenizas de Juan Carlos al lado de un pino que mira a Bogotá desde lejos y estar presente en la ceremonia en su honor con cantos y poemas liderados por María y su grupo budista, y con las palabras y las lágrimas de la gente querida.

A Washington volvimos otra vez a mediados de agosto, un poco con la cola entre las piernas de saber que Juan Carlos ya no estaba. Durante el vuelo desde Bogotá, y después de haberle dado vueltas al asunto por varios meses, decidí que quería volver a la India para enseriarme de nuevo con mi práctica y estudio de yoga (estuve por última vez en febrero/marzo del 2020, puro antes de que cerraran las fronteras por la pandemia). Así que al aterrizar volví a mi rutina de Pranayama (una especie de ejercicio de respiración) al despertar y de Asanas (la práctica de posiciones iconográficas) hacia la mitad o final de la tarde; además me puse al día con las dos clases virtuales y semanales en las que estoy inscrito y que son dictadas por Prashant Iyengar (hijo menor de B.K.S Iyengar) desde el Instituto que fundó su padre en Pune (India); y empecé a entrenar de nuevo en la bici para poder participar en un evento de 160 kms con dos mil metros de ascenso el 2 de septiembre y para estar en forma para un paseo de tres días y 300 kilómetros a mediados de ese mes.

El plan lo cumplí casi a cabalidad, aunque con menos horas dedicadas al Yoga y sin mejorar el estado físico tanto como lo hubiera querido. Una intensa vida social fue en parte la culpable. Muchos amigos querían verme después de tantos meses de ausencia y escuchar de primera mano los cuentos de mis casi cuatro mil kilómetros en bicicleta. Siempre acompañado de unos buenos tragos, tuve comidas y almuerzos sin fin con mis amigos ciclistas con quienes soñamos con paseos por hacer; con mis compas del Fondo Monetario chismoseamos sobre la vida real y las preocupaciones de la vida burocrática (y poco de la economía global); con mis amigotes del Banco de la República que viven en la capital del imperio nos reímos juntos y recordamos amigos comunes de tiempos inmemoriales; y con mis vecinos gringos que viven en los apartamentos de al lado, celebramos la amistad como si fuéramos aún estudiantes en un dormitorio universitario. Además, casi todos los días nos vimos con Adelaida y Andy aprovechando su estadía en el apartamento que alquilaron a una cuadra de mi casa, y en un par de ocasiones estuvimos durmiendo en la casa de Ana María en Virginia, siempre con un vodka o un bourbon entre las manos, con Juan Carlos rondando por ahí, y con sesiones obligatorias de series coreanas al final del día.

A pesar del entrenamiento, no fui capaz de terminar el evento que consistía en recorrer 160 kilómetros en un día. Aunque subí los dos mil metros, en seis horas sólo logré pedalear 120 kilómetros en medio de una región de Virginia donde sucedieron importantes batallas de la guerra civil de los Estados Unidos. Si bien fue una jornada más complicada que cualquiera de las etapas de mi tour de Europa, claramente no estaba en el estado físico requerido en un día que además fue muy caliente y húmedo. Tengo el consuelo, eso sí, de que mis amigos Carlos y Sergio, unos profesionales del pedal poco fiesteros, tampoco terminaron los 160 kilómetros (aunque la verdad sea dicha, ellos son unos 8 o 9 años mayores que yo, y acabaron la jornada sacándome casi una hora de ventaja).

El paseo de 300 kilómetros lo organicé a pedido de mi amigo Felipe que vino de visita, y quien se nos había unido (junto con su esposa Catalina) al Tour de Europa cuando los biciesentones estábamos en el norte de Italia y durante el cruce de los Alpes. Al paseo de tres días se nos pegaron Carlos y Sergio. La pedaleada fue en terreno plano en medio de bosques en un camino despavimentado, siempre con el río Potomac a la derecha, acompañados de venados, tortugas, culebras, conejos, garzas y otros pájaros, sin un solo carro a la vista, con dos días de sol y uno de lluvia en el que aguantamos un frío maluco que nos entumeció las manos. En medio de nuestras filosofadas en el sillín, Felipe siempre nos recordó lo privilegiados que somos al tener acceso a estos espacios públicos que nos hacen sentir en el paraíso sin necesidad de seguridad privada para cuidar nuestras casas, ni de ser miembros de un club social para ir a una piscina o dueños de una casa de campo para respirar aire puro.

Después de tanto ajetreo y vida mundana, acá estoy en el cielo camino a la India a mi retiro espiritual. Esta vez, al contrario de mis viajes anteriores, voy a caminar por los Himalayas antes de mi curso de yoga. La caminada es de 5 días, subiremos desde 2.200 metros hasta 4.300 metros de altura, estaré solo con un guía (y con el dueño de una compañía recomendada por mis profesores de yoga) acampando todas las noches en medio de la nada, sin señal de Internet y sin dónde cargar mi teléfono. Tengo la idea de que la caminada no será especialmente dura (a pesar de que el soroche siempre me tumba, así sea estando a una altura relativamente modesta como la de Bogotá). Estoy haciendo la caminata, en parte, para ver si más adelante me animo a una más larga y dura por Nepal, o en el monte Kilimanjaro, o en cualquier sitio que sea bonito y/o retador. Ojalá para esa aventura consiga clientes que me acompañen pero si ninguno de mis amigotes se le mide espero tener el coraje de hacerlo, así sea solo.

Mi práctica de Asana no es la que era dos años atrás. La bicicleta me ha quitado flexibilidad (lo cual en realidad no es importante, al contrario de lo que piensan aquellos que nunca empiezan la práctica de yoga argumentado que son tiesos); además, a ciertas posiciones les agarré miedo después de la lesión de espalda que me tiró a la cama por dos meses el año pasado. Ese miedo ha hecho que no practique con regularidad posiciones que implican hacer arcos “hacia atrás” o estiramientos “hacia adelante”. Además, entre muchos problemas que tiene mi práctica, me está costando trabajo pararme en las manos cuando lo intento “tirando” primero la pierna izquierda para arriba (aún puedo con cierta facilidad cuando “la tirada” inicial es con la pierna derecha).

(También puede leer: “Yoga” y literatura)

A mis profesores en la India no les interesa enseñar (ni se entusiasman al ver practicar) Asanas difíciles y enfatizan la importancia de enfocarse en la respiración (y, al contrario de otros profesores entrenados en la tradición de B.K.S. Iyengar, no recalcan tanto la importancia de estar bien alineado durante la práctica de las Asanas). Sin embargo, estoy seguro de que me van a jalar las orejas por haberme dedicado tanto a la bicicleta en lugar de a fortalecer mi práctica de Yoga, de cuya debilidad se darán cuenta apenas me vean. A la jalada de orejas le tengo nervios pero a esa pereza la compensa la alegría de volverlos a ver, la esperanza de retomar mi práctica con juicio, de compartir ratos libres con otros estudiantes con intereses semejantes (ojalá me encuentre con amigos de cursos anteriores) y de pasar un mes cultivando el espíritu, lejos del mundanal ruido (en sentido figurado pues ya me veo ofuscado por la bulla de los pitos de las motos y de todo vehículo con ruedas), y alejado de las tentaciones del alcohol y las malas noticias que invaden el mundo. Además, tengo la esperanza de bajar los kilos que trajo consigo la vida pecaminosa de los últimos meses.

Old Jodhpur, 12 de Octubre

Acá, a 640 metros sobre el nivel del mar, ando en el Airbnb que conseguí en Old Jodhpur, un suburbio de Dehradun, capital de invierno del estado de Uttarakhand en el norte de la India (limítrofe con Tíbet por el norte, Nepal por el oriente, con el estado de Uttar Pradesh por el sur y con el estado de Himachal Pradesh por el occidente y el noroccidente). Uttarakhand es conocida como la “tierra de los Dioses” gracias a su importancia religiosa y a sus numerosos templos hindúes y sitios de peregrinación. A su vez, en Dehradun (y en old Jodhpur) los hindúes conviven en paz con comunidades islámicas y budistas lo cual convierte este sitio en un oasis en medio de este mundo en conflicto. Dehradun es además un centro académico y de investigación importante, con escuelas, internados y universidades de renombre en el país (recuerdo que un colega buena papa del Fondo Monetario con ínfulas de príncipe estudió en uno de esos internados).

El Airbnb tiene su encanto, en especial su jardín grande y frondoso. La casa es relativamente modesta y, dentro de un estilo colonial británico, tiene un pequeño aire a hacienda de la colonización antioqueña. Tiene un solo piso en forma de L y un corredor largo con varios cuartos que miran hacia el jardín. La localización es a una media hora a pie del instituto de yoga donde empezarán mis clases en unos 10 días, una vez termine la caminata que empieza pasado mañana. Dadas mis visitas anteriores, me siento en terreno conocido y sé que estoy muy cerca de un chuzo que vende unas pakoras (vegetales fritos con cierta semejanza al tempura) y samosas (especies de empanadas) deliciosas. Sé que después del chuzo, si sigo caminando loma arriba, me voy a encontrar con mi desayunadero favorito, al cual voy —casi siempre después de mi práctica de yoga matutina— a comerme una avena con banano, y tomarme un lassi (bebida parecida al kumis) y varios cafés que preparan casi tan rico como en Italia. Estoy también relativamente cerca de las casas de familia en donde me he quedado en el pasado, residencias que nos consiguen los profesores de yoga (pagando 10 dólares la noche, o sea tres veces menos de lo que estoy pagando en este Airbnb).

(Quizás le interese: ¿Para qué sirve el yoga? La ONU lo celebra como un estilo de vida sostenible)

Estoy cansado después del largo viaje desde Washington. El vuelo directo hasta Delhi por Air India fue de más de 13 horas e hice una escala de casi cuatro horas esperando la conexión y navegando con cierta facilidad el necesario cambio de terminales. En el aeropuerto de Dehradun aterricé a las 3 de la tarde después de 45 minutos de vuelo, en medio de un sol radiante, un cielo azul y una temperatura deliciosa cercana a los 28 grados centígrados. Al salir me estaba esperando un taxista recomendado por el dueño del Airbnb —el aeropuerto queda a unos 75 minutos en carro de la ciudad y es equidistante de Rishikesh, sitio de peregrinación de los hindúes en la orilla del río Ganges y donde estuve por segunda vez en el 2018 tomando un curso de Yoga con Usha Devi, profesora muy reconocida en el mundo del yoga y alumna por décadas de B.K.S. Iyengar. Aunque la comunicación con el conductor del taxi no fue la más fluida pues su inglés era precario, el viaje fue agradable y pintoresco. A ratos la carretera era estrecha y vacía pero de repente aparecían nubes de motos y automóviles pitando en contravía. En ciertos tramos la carretera era sinuosa y pasaba en medio de bosques que al desaparecer abrían la vista hacia los Himalayas (aún sin los picos nevados del invierno por venir). En varias ocasiones las vacas eran las dueñas del camino y unos pocos micos se asomaron de vez en cuando a saludar. Atravesamos también pueblos pequeños con casas modestas y zonas comerciales caóticas y feas, llenas de tiendas de prendas de vestir, zapatos, morrales, neumáticos, medicinas, frutas y verduras y muchas veces con basura tirada a la vera del camino.

Mientras acá ya son las seis de la tarde y ya casi oscurece, en Colombia son las siete y media de la mañana y en Barranquilla aún no empieza a calentar. En otras palabras, la selección estará saltando en el Metropolitano en unas ocho horas. Ojalá que el no poder ver a mi selección en directo le traiga buena suerte y podamos ganarle a Uruguay en esta ocasión. Pienso en lo difícil que es la profesión de entrenador de fútbol, parecida a la del macroeconomista, que se caracteriza por ser una profesión en la cual todo el mundo es un experto y opina con la mayor propiedad sobre el tema. Ser técnico de fútbol es también una profesión frustrante, como la economía, donde son pocos los técnicos que ven madurar de manera exitosa el fruto de sus esfuerzos, ideas y reformas. Espero que al despertarme tenga buenas noticias y se me hayan quitado también los nervios de haberme metido en la empresa de escribir estas crónicas que, a diferencia de las crónicas de los bicisesentones, sucederán casi todas en un solo sitio: en este pueblo pequeño, lejano y perdido en las estribaciones de los Himalayas, explorando el universo de la vida interior. Vamos a ver cómo me va en el emprendimiento. Si me va como a los Dioses, y como se burlaba mi hijo Rodrigo, quizás termine mis días en El Espectador como cronista de viaje y se establezca en Colombia, en mi honor y como homenaje póstumo, el Premio Nacional al Cronista.

Old Jodhpur, 13 de octubre

Dormí intermitentemente, en parte por el cambio de hora pero también ansioso por el partido de mi selección. Así que, entre sueño y sueño, me comunicaba con mi hijo Julián para que me hiciera sus profundos análisis del juego —-y me mantuve atento a la conversa en el grupo de WhatsApp de los compañeros del colegio donde gritaban con el gol de James y criticaban la vestimenta de Lorenzo como buenos expertos en la moda.

Ya con la desilusión de que los uruguayos nos hubieran empatado con un penalti en el tiempo de reposición, dormí más profundo y me desperté casi a las ocho de la mañana. Me bañé como toca en muchos sitios de por acá: llenando un balde con agua (caliente en esta ocasión) y luego echándomela encima con una coca. Y de ahí, con las montañas al fondo y acompañado de una novela, me senté en el jardín a desayunar una paratha (especie de pan delgado típico del sur de Asia) con papas y cebolla, un lassi y café. Vida más sabrosa y relajada, difícil, más aún en medio del canto de los pájaros (y el ocasional ruido de motocicletas a la distancia).

Hacia las 10 de la mañana apareció Siddharth Bathia, el dueño de la pequeña empresa de montañismo con la que haré la caminata. Siddharth tiene unos 45 años y, después de 20 años de trabajar en banca corporativa en Nueva Delhi, decidió cambiar de vida y venirse a Dehradun con su esposa. Acá, además de intentar sacar adelante su empresa de montañismo, dicta clases de yoga cuatro veces a la semana en un ashram (lugar en donde típicamente se hacen retiros espirituales). Su empresa es pequeña, tiene apenas dos años de fundada y organiza caminatas donde participan seis excursionistas máximo (en mi caso, seré solo yo). Al ser un grupo pequeño de excursionistas, la empresa busca asegurar que las comunidades de los caseríos de los altos Himalayas se beneficien directamente de los turistas y les ayuden a suplementar sus ingresos agrícolas bajos y estacionales. Además de Siddharth, la persona que servirá de guía durante la próxima semana es de una de esas comunidades y, al igual que otros guías campesinos con los que trabaja Siddharth, tiene una certificación en montañismo y es ocasionalmente contratado por el ejército indio en operaciones de búsqueda y rescate en las altas montañas.

Hacia las 11:30 de la mañana decidí salir a caminar y recordar las calles que serán mi hogar entre octubre 20 y noviembre 12. Descubrí que ahora hay un elegante bus eléctrico que va hasta el centro de Dehradun, además de los vejestorios de bus y los rickshaw individuales o colectivos (carruajes de tres ruedas con motor o jalados por una persona). Al pasar por mi chuzo favorito cerré los ojos para que la samosa me esperara hasta mi regreso y empecé a subir cuesta arriba en dirección a Chhaya, mi desayunadero favorito. En el camino, acompañado de familias de micos, pasé por tiendas de abarrotes, ventas callejeras con todo lo imaginable, saqué rupias en el cajero automático de siempre, pasé por comederos tibetanos e indios a los que nunca he entrado, e hice escala para comprar un cuaderno y un lapicero para escribir estas crónicas en caso de que me quede sin pila durante la caminata. En Chhaya, la misma joven de toda la vida me contó que sus lassi murieron con la pandemia y, para calmar mi tristeza, me ofreció un espectacular té helado con sabor a durazno. Además almorcé unos picantes y caseros fideos con vegetales y aire del Tíbet (el cual debe ser parecido al aire de Asia en general pues los fideos eran semejantes a cualquier fideo de la cocina oriental).

Hacia las tres de la tarde, con la barriga llena y después de un par de horas leyendo mi novela y contemplando las montañas, salí a andareguear por las calles con destino a Yoganga, el Instituto de yoga. Al llegar, sus jardines estaban tan espectaculares como los recordaba, aunque las hojas de sus árboles empezaban a dar muestras del otoño. Rajiv me estaba esperando con su sonrisa sarcástica. Brevemente nos pusimos al día sobre nuestras familias y le conté lo poco que sabía sobre dos de mis profesores de yoga gringos a quienes Rajiv conoce desde hace décadas cuando se encontraban en Pune a estudiar bajo la tutela de B.K.S Iyengar. Después de una media hora me llevó a mostrarme donde me alojaré durante el curso, no sin antes advertirme que me iban a dejar totalmente malcriado pues la casa es espectacular y mi cuarto tiene una vista del otro mundo. Pasadas las cinco de la tarde me dejó en el Airbnb y me aseguró que estaré en el paraíso durante los días de caminata que me esperan. Mañana me recoge Siddharth a las 8 de la mañana y manejaremos seis horas hasta llegar a Dandalka, caserío donde empieza la caminata un día más tarde.

Por Alejandro López Mejía, especial para El Espectador

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Melmalo(21794)15 de octubre de 2023 - 01:02 p. m.
Aunque soy un enamorado de la bicicleta igual me gusta todo lo que tenga que ver con actividades en el campo; su manera de escribir es bastante amena, asi que leeré sus escritos para aprender sobre otras cosas que no conozco.
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