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Esta pequeña localidad, ubicada a unos 40 minutos en tren desde Taipéi, está habitada por alrededor de doscientos gatos callejeros, que comparten espacio con restaurantes, cafeterías, tiendas y monumentos dedicados a estos felinos.
La mayoría están más que acostumbrados a la presencia del ser humano y se dejan acariciar y alimentar, aunque las autoridades insisten en la importancia de acercarse a ellos con precaución, aplicando una rigurosa higiene de manos y respetando su espacio “personal”.
Casi todos los visitantes cumplen a rajatabla con estas recomendaciones y observan a los animales a cierta distancia, salvo en aquellos casos en que los gatos, ansiosos de cariño y contacto físico, restriegan sus cuerpos sobre las personas, creando un festival de risas y ronroneos.
Una atmósfera agradable que no siempre ha acompañado a este pueblo: Houtong (en mandarín, ‘cueva del mono’) adquirió relevancia hace un siglo, en plena ocupación japonesa, debido a las cuantiosas reservas de carbón ocultas bajo sus suelos.
Atraídos por las oportunidades de empleo, cientos de personas se mudaron a la zona para trabajar en la mina, en donde se llegó a extraer más de la mitad del carbón producido anualmente por Taiwán.
Sin embargo, la industria carbonífera se vino abajo en los años 90 y el área entró en declive: los jóvenes emigraron a las ciudades y Houtong perdió su atractivo, pasando de 6.000 residentes en sus mejores tiempos a poco más de cien.
La solución a la crisis vino de la forma menos esperada. En 2008, una fotógrafa taiwanesa visitó el pueblo y quedó fascinada por los esfuerzos de los vecinos por cuidar de los gatos callejeros que poblaban la zona.
Sus fotografías comenzaron a circular por internet y Houtong se convirtió en lugar de peregrinación para los amantes de los gatos, de toda clase de gatos: blancos, negros, grises o marrones; tímidos, sociables, enérgicos o remolones. Hay tantos gatos en el pueblo como tipos de personalidades.
El ambiente felino se deja sentir nada más salir de la estación de tren. Se mire hacia donde se mire hay gatos por todas partes, ya sea durmiendo en una cornisa, holgazaneando entre la hierba o paseando por las calles en busca de comida o mimos.
Los comerciantes locales tampoco se quedan atrás en términos de espíritu gatuno. Ni cortos ni perezosos, portan diademas con orejas de gato, pinchan música electrónica con maullidos y venden toda clase de objetos relacionados con estos animales.
Aunque no todo es turismo, ni mucho menos. El pueblo cuenta con un servicio de voluntariado que se encarga de esterilizar, cuidar y promover la adopción de los gatos, de forma que muchos de ellos, pese a vivir en la calle, lucen un aspecto saludable.
Estos voluntarios también colaboran con los vecinos para impedir que se produzcan abusos, puesto que en los últimos años hubo casos de personas que aprovecharon la creciente popularidad de Houtong para abandonar allí a sus mascotas o robar gatos, según información de medios locales.
En cualquier caso, y pese a los desafíos de mantener semejante población felina en un lugar tan pequeño, hoy los vecinos de Houtong disfrutan de una segunda oportunidad gracias al incombustible amor por estos animales.