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Adaptarse a la comida es tal vez lo más difícil de visitar un lugar como Taiwán. No porque el menú incluya gatos, culebras o perros, como muchos creen que sucede en China y sus alrededores (la dieta de la isla se basa en la comida de mar), ni porque todo sea crudo. Es la manera como se sirven los platos a lo que no estamos acostumbrados.
Sentarse en un restaurante típico es enfrentarse a un festín en el que resulta inevitable no impresionarse con la cantidad de patas, tentáculos, cabezas, bigotes y antenas que sobresalen en la mesa. Los peces y mariscos lucen casi igual a como fueron pescados, sólo que cocinados. Al calamar se le escurre la tinta cuando se trincha, a los langostinos hay que quitarles la cabeza y las patas para poderlos llevar a la boca, los pulpos aún conservan intactas sus ventosas y los cangrejos reposan enteros sobre una bandeja junto a los caracoles.
El arroz frito, que se prepara con las sobras en un wok, es la salvación de quienes no conseguimos adaptarnos a los hábitos alimenticios de la isla, que se dice son todavía más saludables que en China. Y eso se ve reflejado no sólo en la longevidad de la población (la expectativa de vida es de 79 años), sino en su fisionomía. En Taiwán no hay gente gorda. Pero tampoco comida rápida, a excepción de un par de McDonald’s y locales de Kentucky Fried Chicken, y la sal y el azúcar son dos ingredientes que escasamente se utilizan.
No existen los saleros en los restaurantes, las recetas se adoban con especies naturales. Lo habitual es acompañar las comidas con té en vez de jugo o gaseosa. El desayuno es una sopa y un arroz de raíces y al finalizar el almuerzo o la cena una porción de fruta, y en el mejor de los casos un ponqué con salsa de fríjoles, el postre.
Además de la comida, la forma de ser de los taiwaneses resulta sorprendente. Hablan casi en susurros, jamás cambian la expresión de su rostro sin importar qué tan molestos se encuentren, son muy serviciales, dar las gracias es uno de sus gestos más repetitivos y hasta los niños dan muestra de su extraordinario comportamiento. Prueba de ello fue lo que experimenté en el avión.
Desde Los Ángeles o San Francisco son 14 horas y media de vuelo a Taipéi, la capital de Taiwán. A la 1:00 de la mañana comenzó el abordaje y había por lo menos una treintena de pequeños, entre bebés y menores de 12 años. Me preparé para el concierto de berrinches y gritos. Sin embargo, durante todo el trayecto reinó un intenso silencio, que sólo fue interrumpido por el capitán para avisar que habría turbulencia.
A pesar de lo mucho que se estremeció la aeronave, nadie se inmutó. Atrás de mi asiento se enfermó un niño de cinco años. En una calma absoluta pidió a su madre una bolsa, vomitó sin hacer ruido, y sin quejarse o si quiera llorar cerró el plástico y se lo entregó nuevamente para luego sumirse en un profundo sueño.
Por esta época del año Taipéi se siente húmeda y caliente todo el tiempo. Los amaneceres son oscuros, pero el día se extiende hasta las 8:00 de la noche. Una vegetación verde y frondosa rodea la ciudad atiborrada de scooters (motos pequeñas), en las que no es extraño que se movilice una familia completa, los dos padres con sus niños, incluso bebés, y a veces se acomoda hasta un abuelo.
Aunque es fácil desplazarse en metro o bus y los taxis no son costosos, para quienes gocen de buen estado físico no hay nada mejor en verano que caminar o montar en bicicleta. Además de los templos —uno de los más antiguos de Taiwán queda a menos de una hora de Taipéi, se llama Guan Du y está repleto de dioses de oro y ofrendas como bananos, manzanas y galletas—, uno de los atractivos de la capital son los mercados nocturnos.
A las 6:00 de la tarde se prenden las luces y se abren las puertas de decenas de locales de zapatos, ropa, muñecos, comida, carteras, billeteras. El precio es lo más llamativo, aunque no todos los artículos se ven de la mejor calidad. Un par de zapatos similar a los de las vitrinas de almacenes como Zara cuesta menos de US$20, algo así como $40.000. Claro que el valor final también depende de las habilidades del negociante, pues, al igual que en muchos mercados de Colombia, aquí también se pide rebaja.
Visitar el que fue el edificio más alto del mundo, Taipei 101 (91 pisos que en su cima ofrecen una panorámica de la ciudad) es otro plan recomendado. En el primer nivel vale la pena comer en Din Tai Fung, un concurrido restaurante —la gente hace hasta 45 minutos de fila por una mesa— de wontons.
Decenas de hombres vestidos de blanco permanecen dentro de una cabina de cristal en donde elaboran la masa y luego, como si fuera un arte, la rellenan de pescado, verduras o carne y la doblan cuidadosamente más de 70 veces. El resultado es un delicado bocado, similar a una cebolla miniatura, que se sirve en cajas de bambú.
A una hora de Taipéi en tren bala, al costado sur de la isla, se encuentra la segunda ciudad más importante del país: Kaohsiung. Por estar junto al mar el clima se siente más seco y el ritmo de vida un poco más lento.
Uno de los lugares imperdibles es Pier-2 Art Center, una especie de distrito artístico que se desarrolló en el interior y alrededor de unas gigantescas casas abandonadas que en el siglo XIX fueron fábricas de ropa. Hoy son el escenario de obras experimentales como esculturas, murales e instalaciones que se recorren caminando o en bicicleta. Justo en este sitio también está el estudio en donde se elaboraron las impresionantes escenas de películas como Una aventura extraordinaria o las Crónicas de Narnia.
A seis horas en bus, bordeando la costa del Pacífico, se llega a Taitung, un pueblo enclavado en las montañas, famoso por la fiesta de los globos, con vista al mar y baños termales, en donde sobresalen las plantaciones de té y en las tardes la bruma invade mágicamente las montañas.
Los hoteles están pensados para familias con niños; generalmente son resorts. Sin embargo, en esta zona del país no muchas personas hablan inglés y las señales en la calle están en taiwanés así que la comunicación se vuelve algo compleja.
El regreso es agotador. El cambio de horario y los casi dos días de viaje desubican a cualquiera. Sin embargo, es una travesía que vale la pena emprender. Los paisajes a veces se sienten similares a los colombianos, pero la cultura es totalmente distinta y aunque el tiempo no alcanza para comprenderla, la oportunidad de conocerla y de sentirse en un mundo tan distinto al que estamos acostumbrados resulta extraordinaria.
@MarySua
* Este artículo fue posible gracias a una invitación de la Oficina Comercial de Taiwán en Colombia.