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Eran las cinco y media de la mañana en el pintoresco barrio parisino de Montreuil, cuna de la inmigración maliense en la capital francesa y antiguo sembradío de melones para las generaciones de nobles y cortesanos que residieron hasta el siglo XVII en el cercano castillo de Vincennes. Estaba a punto de comenzar el día que había esperado durante tanto tiempo, y dibujado en mi mente mediante incontables lecturas sobre el conflicto que había supuesto el principio del fin para Europa, despojando a sus pueblos del dominio mundial ejercido con mano de hierro durante cinco siglos.
Mi trayecto hacia la antigua ciudad de Arrás pareció comenzar de la peor manera posible, pues al recorrer las seis estaciones del sucio pero eficiente metro parisino que separaban mi alojamiento de la terminal ferroviaria de Gare du Nord —por donde circulan cerca de doscientos millones de pasajeros al año y se conecta (a través de París) al Reino Unido con el resto del continente mediante las líneas Eurostar— supe que un ciudadano libio de veinte y tantos años de edad, sobre quien pendía una orden de deportación, había herido a seis pasajeros con arma blanca a primera hora de la mañana; no muy lejos de la plataforma en la que yo debía abordar mi tren.
El hombre fue “neutralizado” rápidamente por el arma de un policía encubierto que se encontraba en la plataforma, y pese a que ninguna de las víctimas sufrió heridas mortales, hubo un alboroto lo bastante grande como para que el ministro del interior francés —acompañado de un nutrido grupo de periodistas y militares—, acudiera personalmente al lugar de los hechos. Yo mismo fui incapaz de abordar a tiempo el tren que partía a las siete y veinte de la mañana hacia mi destino original, y decidí pasar el resto del día en la galería de paleontología y anatomía comparada del Museo de Historia Natural de Francia.
Mientras observaba sus impresionantes colecciones, que abarcan desde dinosaurios alados hasta esqueletos humanos con deformidades hereditarias que habían pertenecido a los más célebres anatomistas franceses de los siglos XVIII y XIX, fue haciéndose claro que el incidente ocurrido esa mañana no iba a disuadirme; yo abordaría ese mismo tren al día siguiente.
Aquel día, desperté con plena conciencia de que mi último día en Francia valdría la pena, y partí nuevamente hacia la enorme terminal ferroviaria, llegando justo a tiempo para abordar el tren de alta velocidad TGV 7155. El impresionante aparato alcanza los 320 km/h, y cubre en apenas cincuenta minutos los 162 kilómetros que separan separa París de Arrás; algo así como la distancia de conducción (que no en línea recta) desde Bogotá a Villa de Leyva. Los casi 30.000 kilómetros de vías ferroviarias que cubren todo el territorio francés —cuya extensión equivale a un poco más de la mitad del colombiano—, hacen inevitable que el visitante proveniente de países como el nuestro se pregunte si las distancias, la geografía y los sobrecostos realmente justifican el abandono de una Red Nacional de Ferrocarriles, que ni en sus mejores años llegó a priorizar el transporte de pasajeros sobre las mercancías.
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Eran cerca de las ocho y cuarenta de la mañana cuando el tren en el que viajaba se detuvo en la Gare d’Arras, una estación ferroviaria moderna y pequeña para los estándares europeos que recordaba de antiguos viajes. Su ubicación en el centro de la ciudad frente a la antigua Plaza del Mariscal Foch —comandante en jefe de los ejércitos aliados durante el último año de la Primera Guerra Mundial—, que además alberga el monumento dedicado por la Sociedad Nacional de Ferrocarriles de Francia a sus trabajadores muertos entre 1914 y 1945, me ofreció una primera aproximación a la historia de una región cuya diminuta extensión y ambiente más bien pueblerino dificultaba un poco el captar mentalmente la verdadera dimensión de lo ocurrido el siglo anterior en sus ya no tan verdes campos.
Bajo la delgada (tan delgada que su roce sobre el cuerpo llega a ser similar al de un copo de nieve) pero incesante lluvia del norte francés, me encaminé a descubrir la ciudad a través del Boulevard Carnot, una de sus principales vías que, al cabo de unos veinte minutos de caminata, me condujo a la primera parada importante de mi visita. La ciudadela fortificada que edificó el famoso arquitecto militar Vauban en tiempos de Louis XIV, con el fin de defender la frontera norte francesa de una invasión militar lanzada por sus vecinos neerlandeses o españoles desde el territorio de la actual Bélgica, recibe el muy diciente nombre de “la bella inútil”. Esto se debe a que la imponente instalación jamás tuvo ocasión de enfrentar a un ejército enemigo y a que, más allá de un par de los antiguos cañones que alguna vez reposaron sobre sus cinco baluartes en forma de pentágono, no alberga nada de mayor interés para el turista interesado en rastrear el pasado de la ciudad. La obra destinada a dar mayor gloria al Rey Sol dejó de ser administrada por las fuerzas armadas francesas en el año 2010, dando paso a la iniciativa de la alcaldía local para instalar una oficina de empleo y un centro de ocio para ciudadanos de la tercera edad en su interior.
No tardé mucho tiempo observándola y proseguí mi recorrido por la misma vía, alcanzando el cementerio militar de Faubourg d’Amiens hacia las 10:10 de la mañana. Allí descansan cerca de 2.680 soldados fallecidos en los combates que el Imperio Británico y sus fuerzas coloniales de Canadá, Australia y Nueva Zelanda libraron contra el ejército alemán por el control de la periferia de la ciudad, a comienzos de abril de 1917.
En medio de un silencio sepulcral, y como único visitante del cementerio en un día de invierno, recorrí las tumbas de aquellos jóvenes con edades cercanas a la mía, que permeados por una noción absurdamente caballeresca e idealizada de la guerra, o quizá solo imbuidos por el deseo de una aventura juvenil que invadió a la muchachada europea durante los primeros días del conflicto mundial; encontraron su triste final en la guerra que debía terminar con las guerras.
Es difícil apartar la vista de aquellas largas hileras de tumbas blancas, sin pensar en el destino de quienes nunca fueron identificados; de esos hombres no mucho más viejos o jóvenes que su compañero de al lado, y que hasta el día de hoy reposan sin nombres ni fechas bajo el sombrío epitafio de A Soldier of the Great War. Tras varios minutos de atenta observación, salí de allí imbuido de una extraña paz que jamás pensé hallar en aquel viejo lugar de muerte.
Ya se acercaba el medio día, y como me había alejado del centro de la ciudad decidí ir de nuevo al sector de la Gare d’Arras atravesando unas calles (señaladas acertadamente por esa infalible compañera de viaje que es la aplicación de Google Maps) más bien estrechas, con poco tráfico y adornadas por la arquitectura flamenca de ladrillo rojizo y fachadas triangulares, cuya ornamentación reflejaba el pasado de la ciudad en los Países Bajos Españoles; antes de su conquista por el monarca galo.
A medida que me acercaba nuevamente al centro, noté que algo había pasado desapercibido durante la primera parte de mi visita. En mi mapa digital pude encontrar fácilmente la ubicación del enorme muro de hormigón que señalaba el descenso a los túneles del Carrière Wellington, una serie de galerías subterráneas de casi veinticinco metros de profundidad y veinte kilómetros de extensión —excavadas por mineros galeses y neozelandeses de la Fuerza Expedicionaria Británica—, con el fin de permitir que sus propias tropas avanzaran a cubierto desde el casco urbano de la ciudad hasta la línea principal de trincheras del frente alemán (localizada a unos 9 o 10 kilómetros de allí).
Los zapadores debían dinamitar las posiciones germanas desde el subsuelo, y despejar el camino para que la infantería aliada se abalanzara sobre los alemanes restantes al salir de los túneles. Actualmente sólo sobrevive un pequeño tramo de la obra original, que ha sido restaurado por el gobierno francés desde los años 1990, a un coste de 4 millones de euros para albergar a los casi 60.000 visitantes anuales que el monumento recibe en promedio.
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No tardé mucho en llegar allí y ver que, para gran consternación mía, el monumento se encontraba cerrado al público, a raíz de la tradicional pausa que se toman algunas de las atracciones turísticas más concurridas de Francia durante los meses de invierno. Sin embargo, mi día aún no terminaba, y luego de un rápido almuerzo en el que por cuestiones de tiempo tuve que prescindir de las delicias más elaboradas de la gastronomía francesa, decidí que debía acudir en persona a las antiguas líneas de Batalla de Arrás. Hasta ese momento, mi trayecto por la pequeña ciudad había transcurrido única y exclusivamente a pie. Algo inconveniente considerando que las poblaciones de Vimy y Neuville Saint Vaast —donde finalmente esperaba encontrar los restos de la antigua línea del frente— se encontraban a poco más de diez kilómetros al norte de mi ubicación. Una distancia que sólo podía cubrirse en taxi o coche privado, a través de la ruta departamental 55, una de las grandes autopistas de la zona, que recorre el país desde la frontera belga en dirección a París.
Debido a los altos precios y las múltiples opciones que ofrece el transporte público tradicional, no es nada común para el turista del viejo continente desplazarse en taxi. Tampoco tenía yo la menor idea de cómo conseguirlo, en un lugar donde dicho negocio debía funcionar de una manera muy diferente a la conocida por los colombianos. Así pues, y confiado como siempre en las indicaciones de Google Maps, perdí unas dos horas de mi tiempo caminando en círculos por el centro de la ciudad, y tratando de ubicar oficinas de taxi “cerradas o inexistentes”.
Ya resignado a desistir de mi propósito y regresar a la Gare d’Arras para pasar las casi seis horas que faltaban para el regreso a la capital, caí en cuenta del verdadero error en el que había incurrido: Justo al salir del vestíbulo principal de la estación, en el primero de los postes de luz que flanqueaban la Plaza del Mariscal Foch había un enorme cartel blanco con siete números de teléfono y la palabra “Taxi” escrita en una letra que difícilmente se podía captar desde lejos. Tal como me enteraría después, se trataba del número de las únicas personas que ofrecían el servicio de transporte privado en aquella ciudad.
Llamé al primero de ellos, y para mi sorpresa fui capaz de concertar —en mi muy rudimentario francés y por la exorbitante cifra de sesenta euros—, un trayecto de ida y vuelta hasta el monumento de la Cresta de Vimy, un promontorio donde el cuerpo expedicionario de Canadá había enfrentado al 6to ejército alemán en la última fase de la guerra. En poco menos de 50 minutos, el vehículo atravesó la ruta 55, por el pintoresco tramo de la campiña francesa que finalmente me condujo a lo que había ido a buscar desde un principio.
Estaba por entrar al Parque Nacional Memorial de Vimy, un terreno circular de alrededor de un 1 km2 de extensión, que fue cedido a perpetuidad por el gobierno francés a Canadá como cementerio de guerra y centro de memoria histórica. Aquel día fui el único visitante del parque, y sentí que la delgada lluvia que me había acompañado desde la primera parte de mi visita, enlodaba su suelo de una forma que, si bien distaba mucho de la que habían padecido alemanes y canadienses 106 años antes, me acercaba un poco más a sus vivencias de guerra.
Los caminos del parque han sido cuidadosamente señalizados para mantener al visitante dentro de un sendero de cuarenta o cincuenta centímetros de ancho durante todo el recorrido, y así evitar que pise accidentalmente alguno de los muchos desniveles de una tierra que aún hoy rebosan de piezas de artillería sin explotar.
De las 258.000 personas que perdieron la vida durante la Batalla de Arrás entre abril y mayo de 1917, unas 11.000 murieron durante los días 9 a 12 de abril en aquel pequeño sector de apenas 1 km2 de extensión. Los senderos del parque me condujeron a un enorme monolito de 15.000 toneladas de concreto reforzado en el centro del promontorio; justo sobre lo que alguna vez fue tierra de nadie, nombre otorgado a la zona de muerte y desolación que separaba las trincheras alemanas de las aliadas a lo largo del frente occidental durante la Gran Guerra.
La base del monumento se componía de tres relieves de mármol, que según supe fueron bautizados como: Los defensores, La Ruptura de la espada y La madre doliente. Cada uno representaba un momento de la participación canadiense en la Primera Guerra Mundial, así como el luto nacional por los 66.000 muertos que el país aportó al conflicto. Los nombres de todos y cada uno de estos hombres fueron grabados en piedra a lo largo y ancho del espacio sobrante de la base. Sobre las composiciones artísticas se alzaban dos columnas gemelas de treinta metros de alto, coronadas por la flor de lis francesa y la tradicional hoja de maple canadiense.
Sin duda se trataba de una vista imponente, que como conjunto conseguía de forma magistral ese efecto “transformador” que puede convertir a un antiguo lugar de muerte en el centro de la más absoluta (e incluso reconfortante) paz, y que ya había presenciado en el cementerio del Faubourg d’Amiens durante mi visita al centro de Arrás.
Incluso el propio Adolf Hitler visitó aquel lugar en el verano de 1940 y, por alguna razón que aún suscita debates historiográficos entre los especialistas del tema, decidió no dinamitarlo en su campaña de venganza contra los monumentos que directa o indirectamente conmemoraban la derrota final de Alemania en 1918.
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Con aquella mole de concreto vista, comencé a alejarme del centro del promontorio por los senderos que bordeaban los viejos cráteres de artillería de la tierra de nadie. Esta vez me condujeron a la única sección de trincheras auténticas que existe en la zona, y que apenas conserva una quinta o sexta parte de su extensión original. Aun así, durante la guerra existió una conexión directa entre aquel sector del frente y los túneles que los zapadores galeses y neozelandeses habían excavado en el casco urbano de Arrás.
Con sus casi cuatro metros de profundidad y una frágil estructura interna de madera y sacos de arena —reforzados con la aplicación de concreto tras la inauguración del parque—, me sorprendió ver que habían llegado al extremo de canalizar su suelo; algo que los miles de hombres incapacitados por el pie de trinchera (que en muchos casos significaba la amputación) durante la temporada de lluvias de 1917 apenas hubieran podido soñar.
Mi recorrido por el parque parecía haber llegado a su fin, y como aún faltaban unas dos horas para que el taxista que había conseguido en la Gare d’Arras regresara al punto convenido para recogerme debía pensar en algo qué hacer. Sabía que no muy lejos de allí, en otro de los parajes de aquella campiña francesa que rodeaba la ruta departamental 55, se encontraban los cementerios militares alemanes de Maison Blanche y Saint Laurent Blangy; sin embargo, el decir no muy lejos en aquellas circunstancias implicaba otro recorrido de más de cinco kilómetros; algo imposible en el tiempo del que disponía. A menor distancia (unos tres kilómetros) estaba el pueblito de Neuville Saint Vaast —que albergaba un pequeño museo de cera recreando escenas simbólicas de la guerra en la región—, y que había cambiado varias veces de manos entre 1914 y 1916.
Para llegar allí, debía alejarme del parque a través del Chemin des Canadiens, un estrecho sendero peatonal que bordeaba la ruta 55 hasta su intersección con la igualmente ajetreada ruta 49, y que en ese día de invierno y tumbas de guerra parecía conducir al pueblo fantasma que finalmente encontré en Neuville. Sin contar la pequeña iglesia de Saint Laurent, y el monumento de la pequeña placita central en honor de los regimientos franceses y canadienses que expulsaron a los alemanes de la zona en junio de 1915; Neuville Saint Vaast no debía tener más de setenta u ochenta casonas rurales distribuidas entre sus 1.500 residentes permanentes.
Cuando finalmente entré en esa minúscula población, su silencio solo era interrumpido por los ya lejanos ruidos de la carretera, y el ocasional ladrido de un perro guardián desde el otro lado de su reja. La tranquila cotidianidad de los pocos habitantes que pude observar, parecía limitarse a cortar el césped, dar caminatas y beber un igualmente silencioso café en la única panadería del pueblo.
Incluso en el salvaje contexto de la Primera Guerra Mundial, resultaba difícil imaginar a alemanes, franceses, canadienses y neozelandeses derramando tanta sangre por el control de un lugar cuya tranquilidad contrastaba fuertemente con la importancia estratégica que se le adjudicaba —a la hora de proteger el flanco sur del promontorio de Vimy.
Rápidamente encontré el Musée Militaire de la Targette, un edificio de dos plantas atendido por una anciana francesa, que pese a comprender mi rudimentaria sintaxis en su lengua materna; añadía algunas palabras sueltas en inglés cada par de frases. Para mi asombro, constaté que el recorrido podía completarse en apenas veinte minutos, pues no había allí más que una vieja colección de armas y medallas alemanas de la época, y tres grandes dioramas de cera que representaban trincheras alemanas y aliadas durante un ataque con gas venenoso, un hospital militar rebosante de heridos franceses, y un desfile de los regimientos coloniales galos que habían tomado parte en la liberación del pueblo. No pude evitar notar que uno de los maniquíes alemanes de la escena del ataque con gas, había sido decorado con un pequeño bigote negro y cuadrado “a la Hitler”.
Tras casi nueve horas de frenética actividad, mi día en la Gran Guerra llegaba a su fin. Para recordar la ocasión, logré convencer a la anfitriona del museo de que me vendiera una pequeña pieza de su colección, aludiendo a mi doble condición de extranjero e historiador procedente del otro lado del mundo. La negociación no resultó difícil, y a cambio de unos cuarenta y cinco euros, logré hacerme con una de las medallas francesas de mayor difusión durante la Gran Guerra. La Croix de Guerre 1914-1918 había entrado a formar parte de la pequeña colección privada que tenía en Colombia, y ahora me acompañaba en el lluvioso camino de regreso a París. Había salvado mi último día en Francia, y tuve suerte de que mi odisea con el tren del día anterior no se repitiera con ese taxi.
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