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El motor empieza a rugir tan pronto el último costal es amarrado al techo del vehículo y las puertas posteriores se cierran. Sobre las piernas de los campesinos e indígenas que lograron una silla reposan paquetes cargados de víveres. Los últimos pasajeros en llegar se abalanzan sobre la nave multicolor y agarran con fuerza las primeras barandas que encuentran a su alcance. Cargada de cajas, animales y racimos humanos, la ‘chiva’ avanza entre la polvareda mientras se la traga la tierra.
Se dirige hacia las veredas de los municipios de Inzá y Belalcázar (Cauca), una región conocida como Tierradentro. Así la bautizaron los españoles en el siglo XVI no sólo porque se sintieron encerrados por la inmensidad de las montañas, sino también porque se trata de un terreno escarpado y de difícil acceso. Sin embargo, más allá de ser una tierra furtiva, se preservan mitos y leyendas del pueblo nasa-paez, anécdotas de campesinos amables y conjeturas de un pasado aún indescifrable.
Para llegar al oriente del Cauca los visitantes se encuentran con lugares únicos como Totoró, un municipio envuelto por la cordillera Central, en donde la comunidad indígena del mismo nombre se resiste a perder su cosmovisión y sus tradiciones. En la misma zona está el páramo de Las Delicias, sobre el que crecen miles de frailejones a una altitud de 3.288 metros sobre el nivel del mar. Las gotas de agua que se despeñan sobre las piedras forman pequeños torrentes y se convierten en la subcuenca Palacé, una de las fuentes hídricas más importantes de la región.
De vuelta a Tierradentro, sobre rutas empedradas, rodeadas por guayabos y cafetales, los pobladores les insisten a los visitantes que “no todo lo que se habla sobre la violencia en el Cauca es cierto”, asegura Francy Ramírez, una de las líderes de Inzá. Y, paradójicamente, de los 4.450 turistas que los han visitado en lo corrido del año, más del 60% son extranjeros. “Ellos parecen más interesados por conocer y develar los misterios que estas tierras ocultan”, dice en la cima de La Pirámide, a 15 minutos de Inzá, desde donde se vislumbra todo el Macizo Colombiano.
Han pasado más de 1.500 años desde que una comunidad indígena desconocida dejó registro de su supervivencia en Tierradentro. A 15 minutos de Inzá, en medio de cedros y manzanillas, se encuentran los hipogeos, tumbas subterráneas que están en el centro del Parque Arqueológico Nacional, declarado en 1995 por la Unesco Patrimonio de la Humanidad.
A través de puertas de madera se desciende hasta nueve metros por gigantescas escaleras hasta encontrar el lugar en donde fueron enviados a la eternidad los restos de docenas de pobladores. Esa es la comunicación entre el mundo de los vivos con el de los muertos.
En su interior se observan columnas robustas y paredes con figuras antropomorfas, zoomorfas y geométricas que generan más preguntas que respuestas. No se sabe quiénes las hicieron ni cómo lograron generar luz debajo de la tierra, porque no hay rastros de fuego en las paredes. Lo cierto del caso es que hasta el momento los hipogeos están incólumes, pese a la humedad y a los estragos del hombre.
“Tengo 58 años y he presenciado tres movimientos sísmicos en Tierradentro. Aun así las tumbas lo han resistido todo. ¿Cuántos más movimientos telúricos se habrán presentado durante cientos de años y también los han aguantado?”, se pregunta Leonardo Velasco, un indígena nasa-paez, quien sirve de guía en el parque.
Los paeces niegan que los hipogeos los hayan construido ellos. Según la tradición oral de sus ancestros, cuando llegaron a la zona, antes de la Conquista, ya estaban. “No son nuestros”, insisten.
A pesar de que se asegura que los vestigios arqueológicos fueron descubiertos en la década de los años 30, tras diversas expediciones, los pobladores aseguran que la historia data de mucho tiempo atrás. Los primeros en irrumpir en esos lugares fueron los españoles, en busca de oro, y los guaqueros, a principios del siglo XX, llegaron con el mismo objetivo. Las tumbas, no obstante, lograron soportar aquellas olas de destrucción. “Quienes las hicieron tuvieron en cuenta varios factores: la calidad del terreno, la cercanía entre una y otra, y la dificultad para que sufrieran inundaciones”, indica Emilio Piñacué, otro de los indígenas de la zona.
Los hipogeos tienen nichos laterales y pilastras, y se ha podido establecer que las figuras de colores negros, amarillos, grises y naranjas representan el diario vivir de esa comunidad, que además dejó estatuas de piedra y trabajos de orfebrería. “Es como si la muerte fuera más importante que la vida. Los cuerpos eran enterrados con utensilios, alimentos y armas que formaban parte de su cotidianidad”, agrega Velasco.
Sin embargo, los guías y pobladores están seguros de que es posible hallar innumerables tumbas subterráneas que están cubiertas por la naturaleza. “No hay duda de que encontraríamos más, pero por ahora es preferible mantener las que tenemos en pie porque los recursos no son suficientes”, afirma otra guía.
Con cada visita los turistas e investigadores regresan a la superficie con nuevas preguntas que todavía la ciencia no ha podido responder. Sin embargo, tienen la certidumbre de que en algún momento retornarán. Ya sea para intentar descifrar sus enigmas o para volverse a encontrar con un paraje de ‘chivas’ coloridas, faldas boscosas y un vasto entorno donde se respira magia.
*Cauca, Invitación de Fontur
jmoreno@elespectador.com