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“Esta es la historia de Joel, un valiente caballero que ha estado siendo perseguido por un dragón llamado Cáncer. Con su espada, escudo y lanza, Joel lo enfrenta con toda su valentía, porque no es el único que ha intentado luchar contra este dragón. Algunos caballeros han logrado ahuyentarlo por un tiempo, y así salvar su reino. Sin embargo, muchos otros han perdido. Cuando la gracia de Dios los ve exhaustos y con los ojos apagados, tiene compasión de todo el sufrimiento que han soportado y se los lleva consigo para que al fin puedan descansar”.
¿Por qué hablar del cáncer como si fuera un dragón? ¿Por qué hacer del sufrimiento un juego? Porque más que homo sapiens somos homo ludens. Porque todo es un juego y, si así no lo fuera, no podríamos sobrevivir. El juego nació en el mito. En aquellos tiempos remotos en los que se llevaban a cabo ritos sagrados, sacrificios, consagraciones y misterios que garantizaban el bienestar del mundo.
El mito de dioses implacables y mares embravecidos eran el espíritu del juego. El juego traía la salvación.
Luego vinieron los poemas épicos, la filosofía y el oráculo de Delfos. Los dioses tomaban partido en Troya y Homero cantaba las hazañas de los mortales. El oráculo dictaba el destino en acertijos y la vida se convertía en una apuesta por ver la manera en que se desenvolvía. Sócrates preguntaba y, a través de las respuestas dadas, sus alumnos llegaban a conceptos nuevos, todos ellos surgidos del juego de preguntas concatenadas.
Después lucharon los samuráis, porque lo que era serio para la gente común, no era más que un juego para el valiente. Y también guerrearon los caballeros medievales, pero esa batalla debía hacerse siguiendo unas reglas, las reglas de la cortesía, la valentía, el galanteo y, cómo no, también las del amor cortés, en el que se amaba sin tocarse, sin besarse, sin hacer del amor algo terrenal.
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Después vino la poesía. Y entonces vinieron versos como ritual, diversión, arte, acertijo, doctrina, persuasión, hechicería y profecía. Y así la poesía nació del juego sagrado de la adoración, el cortejo, la astucia y la agilidad. Hasta que al fin llegamos a la fase final del juego, a la representación última en que lo podemos ver, escuchar y experimentar con todos nuestros sentidos. En el que podemos literalmente sumergirnos en él.
El videojuego, como cualquier otro juego, comienza cuando un influjo de la mente descompone el determinismo absoluto del cosmos. Ya no nos limita el orden del mundo físico, sino que entramos a un espacio casi mágico, que sigue sus propias reglas. Como cualquier otro juego, el videojuego es libre, es un acto que prescinde de la vida real para entrar a una esfera temporal con vida propia. Es un interludio vital que adorna la vida, la amplifica y, como tal, es una necesidad para el individuo y la sociedad que se alimenta de su valor expresivo y de su función cultural.
Por esa razón, el videojuego no es mero entretenimiento. Es una actividad vital y tensionante donde siempre “algo está en juego”. Como en la literatura, debajo de cada videojuego existe alguna situación o emoción suficientemente potente como para transmitir esa tensión a otros. Los obstáculos que el héroe debe afrontar, la promesa de su amado o amada, el conflicto que el protagonista debe solucionar, el pasado que no conoce. Todos estos hechos nos llevan al juego agonístico, y de la agonía es que siempre ha surgido la vida humana.
De esta manera, el videojuego se torna en el juego por excelencia. Podemos vivir aquello que vive una guerrera celta con psicosis. Podemos oír las voces intrusivas de su alrededor, ver su pasado, asustarnos con los colores brillantes que cubren su mundo como cailedoscopio, unir patrones que una persona normal no sería capaz de imaginar y, al final del camino, podemos comprender qué es estar enfermo de psicosis como si lo hubiéramos sufrido en nuestra propia piel.
También podemos acompañar a un personaje de comienzo a fin, crecer con él como si fuera nuestra propia evolución, caernos con él, levantarnos con él, luchar con él, llorar y revivir con él.
Podemos navegar por un mar de soledad y sentirnos tan monstruosos como aquellos que han sido violentados o han sufrido de depresión, ansiedad y aislamiento. Pero también podemos sentir cómo ellos enfrentan y aceptan a aquel monstruo interior.
Podemos tener piernas si no las tenemos, brazos si no los tenemos, identificarnos, reidentificarnos. Podemos ser como Sam, un niño con espectro autista que, en Minecraft, descubrió un mundo que tenía sus límites y reglas, pero que también le permitía expresarse con facilidad y libertad. Y también podemos ser como su padre, Keith Stuart, quien escribió el libro A boy made of blocks, en el que describió la manera en que construyó una relación con su hijo a través del videojuego y cómo estos mundos mágicos podían ser un espacio para la comunicación sin barreras, para el juego y para la creatividad.
O también podemos ser una y mil personas al mismo tiempo, y de ahí por qué incluso podemos jugar un videojuego que no es para entretener, sino para ser el catalizador de una pareja cuyo hijo murió de cáncer a los cinco años. Porque en el videojuego podemos desprendernos de nosotros mismos y compartir las experiencias y el dolor del otro. Por ende, en él pueden estar contenidos todos los demás juegos: el rito, la filosofía, la profecía, la poesía, el canto, el baile e incluso el orden.
Por consiguiente, deberíamos vivir como si fuera un juego. Hacer sacrificios, cantar, bailar, declamar poesía, prender la consola. De esta manera podremos propiciar la existencia de dioses, defendernos de nuestros enemigos y ganar la contienda.