Magia natural en el Parque Nacional Natural El Tuparro

Tres ecosistemas, tres actividades y una travesía para llegar tan valiosa como la propia experiencia dentro de la reserva, fueron más que suficientes para enamorarse de este rincón de Colombia.

Esteban Dávila Náder*
18 de abril de 2018 - 03:57 p. m.
El balancín representa una de las imágenes más representativas del Parque El Tuparro. Sólo es posible visitarlo en compañía de un operador turístico autorizado.  / Esteban Dávila Náder
El balancín representa una de las imágenes más representativas del Parque El Tuparro. Sólo es posible visitarlo en compañía de un operador turístico autorizado. / Esteban Dávila Náder
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La llegada a El Tuparro, ubicado en la esquina más oriental de Colombia, es una aventura en sí misma. Hay quienes la viven por tierra, atravesando llanuras custodiadas por los monumentales cerros de roca negra que se levantan aquí y allá por todo el departamento del Vichada. Otros prefieren remontar las aguas del poderoso Orinoco, donde además de las montañas se observan también los afloramientos rocosos, las playas y los bosques de la región.

Sin importar la ruta, el arranque se da desde Puerto Carreño apenas sale el sol. Rápidamente el rojo del amanecer da paso al azul de la mañana y los delfines rosados, juguetones, asoman sus lomos ante los ojos incrédulos de algunos suertudos. Los pescadores, en su mayoría extranjeros que llegan a estas aguas a practicar el oficio por deporte, saludan cordiales a cuanto viajero pasa en lancha.

Su relación con las toninas está llena de matices. Ellos saben que donde ellas están hay buena pesca, y ellas saben que es más fácil cazar a un pez debilitado por la rutina propia del deporte: sacarlo del río, tomarle la foto y regresarlo. Esto, sin embargo, no evita que los delfines les roben a los pescadores otras presas que no han sacado del agua, cosa que los enerva. Por fortuna cada día son menos los que toman represalias por esto.

La travesía

El bote avanza raudo y el paisaje se pone cada vez más interesante. Las rocas, que están entre las más viejas del mundo, cuentan la historia del paso del tiempo en sus líneas, talladas por el viento y el agua, que sube y baja según la temporada, ofreciendo postales diferentes todos los días del año. En ambas costas, la colombiana y la venezolana, e incluso en algunas de las islas en medio del río, la tierra y el barro cambian por la arena propia de una playa, perfecta para descansar, tomar el sol y hasta tomar un baño, eso sí, sin alejarse mucho de la orilla, donde la corriente del Orinoco no es tan fuerte.

Los primeros puntos de referencia son La Luna y, más adelante, la isla Santa Elena, una parada ideal para descansar, e incluso pasar el día, si no hay afán. Le pertenece a la familia Novoa, que tiene su propia agencia de viajes y recibe con brazos abiertos, mucha calidez y excelente comida a todo el que llega a sus 350 hectáreas de tierra. Allí los planes incluyen dos senderos ecoturísticos de dificultad intermedia, en los que se puede avistar aves, mamíferos (hasta jaguares cruzan entre un país y otro a través de la isla) y flora; pesca deportiva e incluso dormir en la playa, bajo las estrellas, al calor de una fogata.

Si en cambio la elección es seguir de largo, es recomendable detenerse en la inspección de Casuarito a estirar las piernas antes de continuar la travesía. Más allá de este punto, con tres horas de navegación por delante, el trayecto se pone exigente.

A poco menos de una hora de Casuarito aguardan los rápidos de Atures, considerados como los más anchos del mundo. Su fuerza, además, obliga a que los viajeros tengan que hacer dos transbordos en islotes que separan las corrientes furiosas de las calmadas. Los viajeros las cruzan a pie en compañía de un guía, mientras los balseros, curtidos por la experiencia, se aventuran a atravesar por su cuenta, entre piedras y remolinos de agua, las partes difíciles.

Más que tedioso, es un proceso divertido, pues es mucho lo que se puede encontrar entre las dunas de arena y los afloramientos rocosos. Por un lado están los petroglifos, tallados en las piedras por culturas precolombinas hace cientos de años, y por el otro, las piedras mismas que, como si fueran nubes, toman formas particulares. Una cola de ballena, una tortuga, un elefante, un rostro, un caimán y, dicen los lugareños, hasta una copa del mundial de fútbol pueden ser observadas si se agudiza el ojo. El reto es encontrarlas todas y buscar otras nuevas.

A eso de las tres de la tarde se llega a isla final. Algunos la llaman Pedro Camejo, otros la conocen como Carestía, todos concuerdan en que es la más grande de la zona y la más cercana a la meta, el Parque Nacional Natural El Tuparro. El montaje, hecho acá por Viajeros del Orinoco, cuenta con tres baños, tres duchas generosas con el agua y espacio tanto arriba en el campamento como abajo en la playa para más de doce personas, cada uno en su carpa con colchón inflable. La cocina, sabrosa como se acostumbra en el Vichada, nos recibió con un bagre recién pescado en el área no protegida del Orinoco, acompañado de mañoco.

La recompensa

Suena a frase de cajón, pero El Tuparro es verdaderamente un tesoro escondido. Según los guías del parque, ni los habitantes de Vichada conocen sus 548.000 hectáreas, y eso que se trata de una reserva establecida en los 80, reconocida como monumento nacional y declarada núcleo de la Reserva de la Biósfera El Tuparro de la Unesco. Se trata de un lugar tan rico en naturaleza que es hogar de lo que el sabio Alexander Von Humboldt calificó como la Octava Maravilla del Mundo: el Raudal de Maypures.

Antes de conocerlo, sin embargo, hay que parar en el centro de visitantes, donde esperan los guías del parque. Primero revisan que los visitantes cuenten con permiso para entrar (hay que avisar con ocho días de anticipación) y que estén acompañados por alguno de los operadores turísticos autorizados por Parques Nacionales Naturales de Colombia, entre los que se encuentran Agropesca Novoa y Viajeros del Orinoco. A continuación ofrecen datos sobre el parque, como su ubicación sobre los ríos Orinoco, Tuparro y Tomo, la presencia de más de 320 especies de aves y 74 de mamíferos o la prohibición de pesca y caza en el área.

Antes de arrancar, también es importante tener en cuenta otras recomendaciones, como contar con la vacuna contra la fiebre amarilla y mantener siempre cerca una fuente de hidratación. Bloqueador, camisas de manga larga, gorra y repelente para protegerse del sol y las picaduras de insectos, también son vitales. Por último, los ojos bien abiertos y la cámara lista, pues lo que espera a tan solo unos pasos no puede ser descrito por una palabra diferente a paraíso.

A medio kilómetro se encuentra el raudal. Imparables, estos rápidos se muestran más hermosos de lo esperado. La velocidad con la que el agua del Orinoco cae por las incontables rocas cubiertas de limo esmeralda impide que cualquier embarcación navegue por esta zona, lo que la ha mantenido intacta y cristalina. La cereza del pastel es el balancín, una roca masiva que sorprende tanto por su tamaño como por su misterio, pues es capaz de sostenerse sobre una mínima parte de su área, sin perder el equilibrio ni ceder un solo centímetro ante el caudal del río.

Juntos, el raudal y el balancín, conforman el ícono de El Tuparro, mas no la única imagen memorable que ofrece el parque. Al adentrarse, navegando por el río homónimo, a través de bosques de galería, se encuentra la comunidad indígena Raudalito Caño Lapa, una de las seis que habitan en el área protegida. Conformada por 33 habitantes de la etnia sikuani, esta pequeña sociedad está comenzando a abrirse al ecoturismo, permitiendo la visita a las diferentes zonas del asentamiento y enseñando algunas de sus tradiciones y valores ancestrales, como la preparación del mañoco y el casabe, hechos a base de yuca amarga.

La visita, que cuesta $5.000 por persona, más $20.000 por los servicios del guía, incluye la visita al caño del que toma nombre la comunidad, un lugar sagrado donde agua de un verde brillante corre entre pequeños riachuelos, cascadillas y piscinas naturales en los que está permitido saltar a refrescarse. En general el paisaje de esta zona es de sabana, muy similar a la africana, donde el pasto alto y los árboles solitarios inundan el panorama.

Esto contrasta con el ecosistema, conocido como bosque ripiario, del sendero Atalea, otra de las actividades del parque. Acá la idea es ascender en montaña durante cerca de una hora a través de un bosque inundado de piedras, perteneciente al Escudo Guayanés. Lo llamativo de este recorrido, que no deja de ser exigente, es la capacidad de los árboles de crecer incluso sobre algo aparentemente infértil como estas rocas, principalmente a causa de los nutrientes que estas contienen. Así, El Tuparro demuestra que la vida siempre encuentra la forma de prevalecer. “La naturaleza es sabia y sabe lo que hace”, nos dijeron.

Al final del recorrido, en el que se observan toda clase de orquídeas y árboles, espera una de las mejores vistas panorámicas del parque, con la sabana en primer plano, el raudal de Maypures en segundo y el cerro Autana, de Venezuela, coronado por el árbol de la vida, en el tercero. Se trata de un mirador perfecto para contemplar los atardeceres dorados del Vichada antes de regresar a la ciudad.

Dos días y tres actividades son suficientes para sentirse a plenitud con una visita a El Tuparro, sin embargo, hacen falta otros tantos para visitarlo a cabalidad. Queda un objetivo por cumplir, pues la paz que se respira en este rincón de Colombia, donde la electricidad es escasa y la señal de celular es inexistente, solo puede ser igualada por la inmensidad de sus noches, en las que las estrellas, estáticas y fugaces, son imposibles de contar.

*Por invitación de Fontur.

Por Esteban Dávila Náder*

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