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En 1984 un computador era un asunto engorroso, de varios kilos de peso; en algunos casos ocupaba un edificio entero, y era operado mediante una serie comandos desplegados en una pantalla de improbables colores. Cuando el Macintosh apareció, en ese mismo año, trajo consigo su propia introducción: “Hola, soy un computador personal”. Dos palabras para cambiar la vida misma.
“Apple no es una corporación, sino más bien un acontecimiento, como Woodstock”. Las palabras son de una de las primeras publicistas de la empresa y entrañan una gran verdad. Si se ha de mirar la línea de tiempo de la historia de la humanidad, en uno de los grandes momentos el ícono que señala el acontecimiento es una manzana, una manzana sostenida por Steve Jobs (era Newton quien sostenía la fruta unos siglos antes).
A los 13 años Jobs no tuvo mayor reparo en llamar a William Hewlett, presidente de Hewlett Packard (HP), para pedirle que le regalara componentes para un proyecto de ciencia: los obtuvo, más una oferta para trabajar en la compañía durante el verano. Trabajó y del fabricante de computadores salió para Atari, el fabricante de videojuegos. Trabajó y volvió al garaje de su casa para tratar de convencer a Steve Wozniak, quien estaba diseñando su propio computador, de que lo que estaba haciendo era más que un hobby, era un negocio enteramente nuevo.
Steve Jobs era un hombre con un largo etcétera de talentos, pero hay uno que colaboradores y amigos citan como “distorsión de la realidad”: su poder de convencimiento lograba que aquel que no estuviera de acuerdo con él comenzara a sentirse como un estúpido en unos pocos minutos, avergonzado de su disenso. Wozniak nunca había pensado que su máquina podría ser algo que pudiera venderse, que alguien más aparte de un maniático de la tecnología pensara que era algo “útil”, así que resultaba sabio conservar su empleo en HP. La distorsión de la realidad entró en acción y luego de llamar a todos los amigos de Woz, la presión fue tal que el joven ingeniero cedió. El Apple II fue un éxito y la compañía empezó a crecer.
Jobs era célebre por su atención al detalle. Algo que los consumidores perciben en sus productos como manufacturada perfección era, en el interior de la compañía, el resultado de muchas horas de trabajo con el genio rechazando ideas y prototipos en un tono muy distante de la amabilidad que siempre exhibió públicamente. En una entrevista de 1983 con Steven Levy, Jobs aseguró que “mi mejor contribución es no conformarme con algo que no sea realmente bueno en todos los aspectos. Mi trabajo es asegurar que todo sea maravilloso”.
Refiriéndose a los diseñadores de computadores, Jobs dijo que “si se los ve como artistas, entonces están buscando un medio a través del cual puedan expresarse ante un gran número de personas y ese medio es tecnología y manufactura”. El Macintosh fue exactamente eso: computación en gran escala a través de un medio gráficamente atractivo, sencillo de usar: computación para humanos, no para programadores.
Al año siguiente, 1985, Jobs fue despedido de su propia compañía. Menos mal. En el intermedio (pues volvería triunfante a Apple en 1997) compró Pixar y el cine animado pasó de ser el patio trasero de Disney a un asunto radicalmente diferente. Las historias cambiaron, pues ya no eran mayoritariamente adaptaciones de clásicos cuentos de infancia, sino guiones maduros que involucraban emociones reales, avanzadas quizá, por los juguetes de un niño o los monstruos que se ocultan en el clóset. Pero debajo de la sólida estructura del guión (un departamento manejado principalmente por John Lasseter) rugía una tecnología capaz de hacer que el pelaje de Sullivan en Monsters Inc se viera real o que los gestos del anciano gruñón de Up conmovieran a un público que ya no incluía sólo niños, sino también a sus padres.
Claro, también está el talento de Ed Catmull (un físico que devino en cineasta) o el de los cientos de animadores de la compañía, pero lo cierto es que buena parte del éxito de Pixar se debe a una devoción por la herramienta, un desarrollo soberbio de una tecnología, lo que a su vez es la visión de Jobs: una idea como la extensión de un computador.
El computador personal es hoy un requisito de la vida diaria, aún más después de la masificación de internet (de paso, Tim Berners Lee escribió el código para la World Wide Web, www, en uno de los computadores hechos por Next, la otra empresa que Jobs fundó al ser despedido de Apple). Pero la definición de computador es un asunto que hoy en día excede aquel de la máquina encima de un escritorio y eso, en la mayor extensión del fenómeno, se debe a Apple.
Después de un cáncer de páncreas, Steve Jobs introdujo el iPhone en 2007. Después de un trasplante de hígado, Steve Jobs introdujo el iPad en 2010. Ambos dispositivos abrieron el espectro de lo que significa la computación y lo que ésta, a su vez, significa en nuestras vidas. Apple pasó de ser un fabricante de computadores a una empresa que estaba rediseñando la relación hombre-máquina, y de paso el mercado mismo.
Jobs era un hombre orgulloso. En 1997, Michael Dell (fundador de la empresa que lleva su apellido) aseguró que si él dirigiera Apple, lo primero que haría sería cerrar la compañía. En 2006, cuando Apple sobrepasó el margen de utilidades de Dell, Jobs escribió un correo a sus empleados felicitándolos y dijo, nueve años después: “Parece que Michael Dell no es tan bueno para predecir el futuro”.
También era un hombre obsesionado con su labor. Cuando Apple abrió su primera tienda en Washington, Walter Mossberg, el columnista del Wall Street Journal, le dijo en forma de broma que si él mismo había supervisado el color de la madera en los mesones de la tienda. “Por supuesto que lo hice”, respondió Jobs.
Steve Jobs era un hombre apasionado, cuyo trabajo no sólo produjo una serie de grandes productos, de entretenidos aparatos, sino que logró un fenómeno similar a lo ocurrido con la imprenta de Guttenberg o la bombilla de Edison. Suena exagerado, pero levante un iPod y ahí está él; compre una canción en línea y lo escuchará. Es un nuevo mundo y, como lo dijo un columnista de tecnología, todos vivimos en él.
Presentar un producto: todo un espectáculo
“Voy a extrañar las keynotes”, escribió un usuario de Twitter esta semana, al saber que Steve Jobs había muerto. El twitero se refería a las presentaciones que Jobs hacía de sus productos, así llamadas en inglés.
Además de un ejecutivo diestro, un innovador en un mundo de rápidos cambios, Jobs era un orador como pocos en el negocio, como pocos en el mundo. Desde hace años, sus stevenotes, como se conocen popularmente, son videos de culto para los seguidores de Apple.
En ellos, el cofundador de la empresa logró mezclar un gran sentido de la teatralidad con buen humor y sarcasmo ocasional para ridiculizar a sus competidores, todo en favor del producto que lanzaba en el momento y que, para seguir manteniendo el aura de secreto que caracteriza a la empresa de Cupertino, solía estar debajo de un manto negro u oculto en el bolsillo de Jobs, como sucedió en la introducción del iPod mini.
Un monitor hecho computador
El iMac es uno de los momentos más gloriosos de Apple. Introducido al mercado en 1998, apenas un año después del regreso de Steve Jobs a la compañía que fundó, de la cual había sido despedido en 1985, provocó grandes cambios en la manufacturación de computadores.
Como primera medida, prescindía de una torre, ya que todo el hardware se encontraba al interior de la pantalla, lo que resulta no sólo visualmente atractivo sino de gran comodidad para los usuarios, pues eliminaba la caja como tal, así como los cables que salen de ella.
Así mismo, fue el primer computador de la línea de Apple en eliminar una unidad para leer disquetes y, por primera vez en la industria, introdujo el puerto USB, que hoy en día es el estándar de conexión para dispositivos más popular del mundo.