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Conocí a Sofía Díaz en febrero de 2016, al frente de Oriéntame, una clínica legal de abortos ubicada en el barrio Teusaquillo de Bogotá. Yo esperaba la aparición de un grupo de feministas que usan la música como estrategia de activismo político y planeaba escribir un artículo sobre ellas. Sofía, por su parte, saltaba y gritaba arengas junto a una decena de personas que agitaba bombas de colores. Justo al frente, otro grupo rezaba alrededor de una estatuilla de la virgen. Unos planeaban quedarse cuarenta días y cuarenta noches defendiendo la vida a punta de repetir el rosario. Las otras pensaban callar los rezos con música y baile.
Teniendo como música de fondo los gritos, cantos paganos y rezos católicos mezclados, Sofía me vio y se acercó a saludarme. Nos habíamos visto antes, brevemente, en una reunión que nada tenía que ver con lo que nos había llevado allá ese día ––era la novia de un compañero de trabajo––. Lo único que sabía de ella era que estudiaba Derecho en la Universidad de los Andes y que tenía 20 años. Le confesé que no sabía que andaba metida en ese rollo, el de los feminismos y el activismo.
Ella me contó que pertenecía a un par de colectivos defensores de los derechos de personas vulneradas por su género o condición social y que en ese momento andaba concentrada en campañas de sensibilización y prevención del acoso. Sobre todo, en construir redes de apoyo para las pocas víctimas de abuso sexual que lograban detectarse en la Universidad de los Andes y acompañar a aquellas que deciden romper su silencio y denunciar ante las directivas del plantel. Lo último, valga decirlo desde ya, no sucede con frecuencia.
Las organizaciones universitarias en contra del abuso sexual en Colombia son aún jóvenes y débiles. Y de las muchas que han comenzado a surgir en los tiempos recientes, la de Sofía podría considerarse como emblemática: Pares de Acompañamiento contra el Acoso (PACA) ha sido la primera en pasar del discurso a la acción, diseñando tácticas que traducen los discursos feministas en resultados tangibles.
La tarea es difícil. Y es difícil por el entorno. No se puede, de un día para otro, conseguir que las mujeres superen el miedo, la vergüenza y la culpa en un país machista, que a diario evidencia manifestaciones de tolerancia a la violencia de género, una que, como toda discriminación moderna, va de lo sutil a lo brutal: de la minifalda en Andrés Carne de Res o el matoneo a la exministra Gina Parody a la defensa impresentable que hizo el Distrito en el caso de Rosa Elvira Cely.
Sin embargo, con pocos recursos, PACA ha logrado acompañar cinco casos de presunto abuso sexual en la universidad, tres de los cuales culminaron con la expulsión de los supuestos perpetradores (todos ellos profesores).
Adicionalmente, en la primera entrega de este informe especial de VICE Colombia, revelamos la historia de Juanita Díaz, una artista visual de la Universidad Javeriana que fundó la organización I de Insistencia luego de cinco años de lucha por denunciar un presunto abuso sexual ocurrido en los antiguos laboratorios de fotografía de la Universidad Javeriana. El esfuerzo de Juanita porque su caso avanzara ante la Fiscalía, motivó a otras tres estudiantes a testificar en contra del mismo presunto abusador. Todas coinciden en lo mismo: que este hombre, hoy expulsado e investigado por las autoridades, las encerró en un cuarto y abusó de ellas.
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El fenómeno de denunciar agresores dentro de una comunidad universitaria no es un hecho aislado ni exclusivo de Colombia. En 2011 el tema empezó a rodar en medios estadounidenses cuando la Universidad de Yale suspendió por cinco años a una fraternidad después de que varios de sus miembros recorrieran el campus gritando "No means yes. Yes means anal (No significa sí. Sí significa anal)".
La suspensión se produjo como respuesta a una denuncia que varios estudiantes y exalumnos de esa institución presentaron ante la Oficina para los Derechos Civiles, del Departamento de Educación, acusando a la universidad de fallar en la eliminación de un ambiente sexual hostil en el campus. El hecho, en una sola, detonó la discusión en muchas universidades de ese país, donde las víctimas empezaron a unirse para denunciar ante el Estado la falta de atención de sus instituciones educativas.
Dos de esas víctimas, Andrea Pino y Annie Clark, de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, son las protagonistas de The Hunting Ground , un documental que muestra cómo varios grupos de víctimas lograron que el Estado demandara a las universidades crear estrategias de atención (una línea telefónica de atención 24 horas ), prevención (clases de sensibilización obligatorias sobre violencia de género) y sanción (alianza con autoridades locales) para los casos de abuso sexual que, hasta ese momento, quedaban impunes.
En Colombia el tema no ha tenido el boom mediático que produjo en Estados Unidos la divulgación de documentales y notas periodísticas, pero sí ha sido investigado esporádicamente por lo menos desde hace 20 años. Y ha tenido cierta evolución.
Los primeros estudios datan de 1997: una encuesta realizada a estudiantes de Medicina de la Universidad de Antioquia y otra realizada a estudiantes por el Centro de Investigaciones Sociojurídicas de la Universidad de los Andes —que se repitió en 2011—.
Luego en 2005 dos centros de investigación de la Universidad de Antioquia publicaron un estudio sobre violencia de género que es, hasta la fecha, el más grande y completo que existe. Lo siguió en 2007 una investigación realizada en la Universidad de Caldas y en 2008 otra realizada en la Universidad de Manizales. El más reciente es uno de percepción que aún no ha sido publicado, pero que fue hecho en 2014 por parte de Fortalecimiento Equidad de Género en la Educación Superior (Feges), un colectivo de cuatro universidades —Central, Autónoma, Nacional e Industrial de Santander—.
En todos los estudios —a excepción del último, cuyos resultados están pendientes por falta de tiempo y financiación— el tipo de violencia sexual que se registra con mayor frecuencia es la agresión de tipo verbal: burlas, piropos, comentarios obscenos, propuestas sexuales. En todos los casos, a excepción de ese y de la encuesta de los Andes, se reportaron al menos dos violaciones. En la Universidad de Caldas una estudiante incluso reportó haber sido víctima de violación en dos ocasiones.
Los estudios que tuvieron en cuenta a profesores y administrativos encontraron que los más afectados por esta violencia eran los estudiantes, sobre todo mujeres, y que la mayoría de los agresores eran profesores, en su mayoría hombres. Por último, las encuestas muestran que gran parte de las agresiones ocurren durante los dos primeros semestres de vida universitaria, que las estudiantes de pregrado son las más afectadas y que casi la totalidad de los abusos sexuales ocurren en los campus. Esta es una situación invisible, que demanda la implementación de políticas de control y estrategias de sensibilización y de educación.
La carreta se viene echando desde 1997 y quise actualizarla para esta investigación. Por eso hablé con cuatro grupos universitarios en Bogotá: PACA, en la Universidad de los Andes; Polifonía, en la Javeriana; el Colectivo Blanca Villamil, en la Nacional, y Rosario Sin Bragas, en la del Rosario.
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Siete meses después de nuestro encuentro con Sofía Díaz, el 1 de septiembre de 2016, los colectivos de los Andes, la Javeriana, el Externado y el Rosario daban inicio, frente a unas 40 compañeras, a una semana de actividades con las que buscaban socializar y generar las condiciones para replicar en otras universidades la campaña de sensibilización No Es Normal, iniciativa del Grupo de Derecho y Género de la Universidad de los Andes que fue lanzada en 2014. En sus dos años de existencia, la campaña se ha encargado de llenar los muros de la universidad y de Facebook con frases denunciadas por otros estudiantes.
Frases de este estilo, por lo general provenientes de profesores:
"No le dé pena, mamita, cuénteles a sus compañeros que fuimos a cine el domingo".
"Yo no me acuerdo de nombres, pero sí de piernas... ¿Tú ya tuviste clase conmigo, no?".
"Ve tú a pedirle que cambie la fecha del examen, que a las niñas les pone más atención".
La tesis de estos grupos estudiantiles, y de varios colectivos feministas, es sencilla y viene de tiempo atrás: detrás de chistes y comentarios inocentes se esconden violencias y modos de acoso sexual que son normalizados por directivas, docentes y estudiantes. La idea es que los diferentes tipos de violencia contra las mujeres hacen parte de una misma estructura que soporta una sociedad en la que la mujer es un ciudadano de segunda categoría. En la base de la estructura de esas violencias, que muchas veces se representa de forma piramidal o con un termómetro, están las agresiones invisibles: los chistes, el lenguaje machista. En el medio están las humillaciones, los insultos y las agresiones físicas. En la punta, las violaciones y los feminicidios.
Desde esa visión, Rosario Sin Bragas, por ejemplo, creó la plataforma Alerta Violeta, en la que reciben de manera anónima testimonios de abusos sexuales. Por su parte, el Colectivo Blanca Villamil instaló buzones en varios edificios de la Nacional, en los que los estudiantes podían depositar de manera anónima sus historias sobre abuso. Recogieron más de 70 testimonios en tan sólo 10 días.
Uno de los videos de la campaña No es normal.
Las universidades, sin embargo, no parecen estar en la sintonía que demandan estas organizaciones.
Por el lado de los voceros y administrativos de las universidades, el tema no tiene los tintes alarmistas con los que algunos profesores y estudiantes lo discuten. La opinión de las universidades, o al menos de sus voceros, es que las reglas que prohíben y sancionan las discriminaciones y acosos por género son claras, los procesos para sancionar las faltas están estructurados y las respuestas son efectivas.
En mayo de 2016, VICE empezó a preguntar en varias universidades bogotanas cuáles eran las políticas y procesos con los que cada una manejaba los casos de acoso sexual. En esa ocasión, la Javeriana y los Andes respondieron que implementaban el proceso disciplinario estándar, el de los comités, los debidos tiempos, las respuestas y las sanciones: el mismo con el que la universidad atiende un plagio.
Mientras que, en ese momento, en la Nacional me mandaron a dar vueltas por varios lugares hasta que una persona me mencionó a la Escuela de Género. Allá fui a preguntar y me dijeron que, por ahora, no estaban tratando el tema. La Distrital estaba en paro en el curso de la investigación pero, una vez vueltos a clase, me dijeron que me mandarían el protocolo que allá existía. Hasta el día de hoy, después de meses de insistencia, no me volvieron a contestar.
Pero algunos docentes que se han dado a la tarea de analizar el manejo que las universidades le dan a estas denuncias aseguran que los protocolos establecidos hasta esa fecha dejaban mucho que desear. En 2011, Isabel Cristina Jaramillo, profesora y directora de Investigaciones y Doctorado en Derecho de los Andes, realizó, junto a otros estudiantes y profesores de su facultad, un plan de acción para crear una campaña de educación, una política universitaria y un protocolo de atención a los casos de acoso sexual. La iniciativa surgió después de recibir en su oficina, por meses, a personas que afirmaban ser víctimas de acoso sexual y no haber encontrado la manera de denunciar su caso ante la universidad.
Según me contó en abril del año pasado, el primer paso por el que las víctimas tenían que pasar para denunciar era dirigirse a un coordinador o profesor de facultad. Pero, según Isabel Cristina, ese proceso ha demostrado ser dañino y revictimizante. "Una vez las víctimas cuentan la historia (a un coordinador o profesor) les dicen: 'No creo que eso haya pasado así' o 'Eso realmente no es tan grave'. A una persona una vez le dijeron: '¿Usted qué quiere que yo haga? Es el profesor que más plata trae a la facultad'".
De acuerdo con su versión, muchas veces ahí, cuando existen ese tipo de respuestas, muere la denuncia y el proceso disciplinario. Por eso en 2011 presentó su estrategia a los directivos de la universidad, quienes aceptaron su propuesta y nombraron a la dependencia de Decanatura de Estudiantes a cargo del tema. "Todo ya estaba listo para que Decanatura arrancara —me aseguró Isabel Cristina—. Luego, unos estudiantes que habían participado en el proyecto me dijeron que en Decanatura no estaban haciendo nada con lo que les habíamos dado porque, según les dijeron, la prioridad en ese momento era trabajar el tema del plagio. Tiempo después, Decanatura me volvió a llamar a decirme que ahora sí trabajáramos en el tema. Yo les dije que ellos ya tenían todo y que era su trabajo hacerlo. Decanatura decidió, entonces, que ya no iban a hacer nada. La Secretaría General decidió que tampoco iba a hacer nada".
Algo similar pasó en la Universidad Nacional. En 2012, el Acuerdo 035 fue acogido para trabajar en equidad y erradicar la violencia de género. Sin embargo, a 2015 el acuerdo no se había implementado y la Escuela de Estudios de Género de esa universidad redactó una carta en la que le pedía a los administrativos de la universidad que cumplieran con lo que ya se habían comprometido en papel.
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Lo que parecía ser una discusión de unos pocos ha empezado a discutirse entre más actores en los últimos seis meses, en parte por la presión de los colectivos y de los profesores y en parte por un par de situaciones de acoso que han despertado la urgencia de las universidades.
En octubre de 2012, Juanita Díaz, la artista visual cuyo caso de abuso expone el otro artículo que hace parte de este especial, denunció a su agresor ante las directivas de la universidad. La denuncia de Juanita fue una de las tres que recibiría la Universidad Javeriana acusando al mismo estudiante, que finalmente lo llevarían a su expulsión definitiva. Cuatro meses después, Juanita llevó su caso a la Fiscalía. A los tres años de haber presentado la denuncia y de que la Fiscalía hubiera citado a la Javeriana a una reunión a la que no asistió, la institución no le había hecho llegar a esa entidad el expediente que daba cuenta de las razones por las que el presunto agresor de Juanita había sido expulsado.
En mayo de 2016, VICE se acercó a la Universidad Javeriana para oír su versión. La oficina de comunicaciones de esa universidad nos hizo llegar dos documentos en los que, nos advirtieron, estaba trazada la ruta de atención para casos de acoso sexual. VICE le mostró los documentos a Juanita, quien aseguró desconocer esa ruta de atención.
"Eso no es un protocolo de atención a violencias. Yo estoy absolutamente segura de que eso lo escribieron hace dos días. Se lo sacaron de la manga", me aseguró Diana Ojeda, investigadora del Instituto Pensar, un grupo de investigación de la Universidad Javeriana.
Según ella, los directivos de la universidad se habían puesto en contacto con el Instituto Pensar para crear un protocolo y una política de atención. En respuesta, Diana y el resto de investigadores trazaron un plan de trabajo que duraría cerca de dos años, en el que incluían investigación y trabajo con grupos focales. El documento en nuestras manos, sin embargo, no había contado con la participación del Instituto.
"Yo creo que están muy angustiados —me dijo Diana sobre el protocolo que nos hizo llegar la Javeriana y que un mes después distribuyó entre todos los miembros de la universidad—. Desde que nos pusimos a la cabeza de esto hemos empezado a recibir muchos casos y denuncias de gente que nunca se atrevió a hablar y ahora quiere contar la historia porque siente que tiene la oportunidad de hacerlo. Esta es una forma de responder a la presión y de blindarse legalmente".
Hasta el momento la Javeriana solo cuenta con el documento que le hizo llegar a VICE, un protocolo que, según Diana, consiste en una serie de pasos —como dirigirse al psicólogo, al coordinador de carrera o al centro médico de la universidad— que, en el pasado, han probado ser inservibles. Hasta la fecha, según la investigadora, no ha habido otro acercamiento de la Javeriana para desarrollar el plan que había propuesto el Instituto Pensar. Según ella, una falta de fondos tiene estancado el desarrollo del proyecto.
Por la misma época el tema empezó a discutirse en la Universidad de los Andes. En junio la universidad despidió al profesor Hermes Tovar por lo que una nota de El Tiempo aseguró había sido un caso de acoso sexual. Por su parte, Eduardo Behrentz, vocero oficial de la universidad, me dijo que el despido había sido por razones de acoso laboral y que la universidad se encontraba trabajando con grupos de estudiantes para desarrollar un protocolo para atender los casos de acoso, incluyendo el sexual.
A mediados de agosto, la universidad publicó el Protocolo MAAD (Maltrato, Acoso, Amenaza, Discriminación) como resultado del trabajo que estuvieron adelantando por meses varias dependencias de la institución junto a grupos de estudiantes. Si bien el nuevo protocolo tiene en cuenta la creación de nuevas posibilidades a la hora de denunciar un caso de acoso —como mantener la confidencialidad si así se quiere o contar con varias dependencias (administrativas, académicas y estudiantiles) ante las cuales se puede denunciar— el documento parece limitarse a hacer una síntesis de las entidades con las que ya contaba la universidad, que ya recibían los casos de acoso y que, hasta ahora, no han probado ser del todo efectivas. Lo mismo que sucede con el protocolo de la Javeriana.
Sin embargo, el hecho de que estas dos universidades hayan empezado a referirse al tema públicamente, al menos de forma incipiente, ha despertado el interés, o más bien la preocupación, de otras universidades. Según María Camila Jiménez, una de las integrantes de Rosario sin bragas, la noticia del despido del profesor de los Andes motivó al rector de la Universidad del Rosario, Jose Manuel Restrepo, a crear un espacio de participación que llamó la Mesa de inclusión.
Hasta ahora, la Mesa, que está conformada por varias instancias administrativas de la universidad y representantes estudiantiles, solo ha tenido una reunión en la que, según María Camila, se adquirieron dos compromisos principales: modificar los reglamentos para incluir el acoso y la violencia de género como faltas disciplinarias y crear un protocolo de atención para denuncia de violencia de género.
La misma noticia suscitó que el tema se empezara a discutir en la Universidad Nacional. En junio, en la oficina de comunicaciones, me aseguraron que estaban al tanto de que en Bienestar habían empezado a trabajar en el tema a raíz del despido del profesor de los Andes. Sin embargo, hasta ahora, no ha sido posible obtener más información de esa universidad.
Y aunque el tema de crear políticas y protocolos de atención haya empezado a tocarse en las universidades, para los profesores y las estudiantes involucradas hay varias cosas que le siguen faltando al proceso y que se reducen a un ejercicio juicioso de investigación que permita reconocer cuáles son las problemáticas específicas de cada universidad y, sobre todo, un componente de sensibilización y educación para que los protocolos no solo se enfoquen en responder a los abusos sexuales sino que busquen prevenirlos. Una tarea de reeducación colectiva: que las personas que reciben las denuncias sean capaces de identificar la violencia y sus dimensiones.
Así ha sido en Estados Unidos. Desde enero de 2014, el gobierno, a través de su Departamento de Justicia, creó un cuerpo especial para proteger a estudiantes de abuso sexual en los campus. La iniciativa, que inicialmente se llamaba Not Alone, y que recientemente cambió su nombre a Center for Changing Our Campus Culture, provee herramientas como guías, estudios, ejemplos de políticas y protocolos —todo asesorado por expertos en violencia de género y abuso sexual— para que las universidades de ese país puedan guiarse en cómo atender el problema en sus campus.
Dentro de las varias recomendaciones que ofrecen las guías, están los diferentes tipos de atención que debería ofrecer la universidad para recibir una denuncia —de forma telefónica, presencial, anónima—, por ejemplo, y las formas de seguimiento y atención a largo plazo —facilitar el cambio de clase de una víctima o brindar consejería incluso cuando la denuncia no termine en un proceso disciplinar—. Varias de estas han sido tenidas en cuenta por los modelos de protocolos que han planteado los Andes y la Javeriana.
Sin embargo, hay dos componentes claves de la iniciativa gubernamental estadounidense que aún no han sido considerados por las universidades colombianas: uno de participación inclusiva en la formulación de políticas y otro de formación. El primero hace referencia a la inclusión de actores clave de la comunidad al momento de formular protocolos y políticas: no sólo las dependencias administrativas de la universidad, también estudiantes, víctimas de acoso, personas lgbt, empleados etc., para que la política tenga en cuenta las necesidades y los problemas a los que se enfrentan todos los sectores de la población universitaria. El segundo son clases y orientaciones obligatorias para toda la comunidad universitaria sobre violencia de género y abuso sexual, la forma en que se empieza a educar sobre un problema que, en algunos casos, incluso los encargados de recibir las denuncias no saben identificar.
Esto, además, ha sido acompañado en ese país por un ejercicio de interés nacional al que se le ha metido plata. El éxito de esos protocolos ha estado ahí: en la preocupación y la educación colectiva que, a su vez, ha destinado fondos a la contratación de profesionales especialistas en el tema dedicados exclusivamente a asesorar y monitorear los avances y las campañas de las universidades en el tema. Un aspecto en el que Colombia todavía está crudo.
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Aun así, una cantidad importante de miembros, profesoras más que todo, de varias universidades del país se reunió a finales de noviembre de 2016, convocados por la preocupación sobre la violencia de género e interesados en conformar la Red Nacional Universitaria por la Equidad de Género en la Educación Superior en Colombia. Los miembros de la red ––que vienen de instituciones como la Universidad de Antioquia, la Universidad de Caldas, la Universidad Nacional, la Corporación Universitaria Remington, la Universidad Tecnológica de Pereira, entre otras–– se reunieron con el objetivo de consolidar una política de equidad de género en cada universidad: una política transversal que garantice la calidad de vida y la igualdad de oportunidades para las mujeres en la educación superior, incluyendo la erradicación de violencias.
En un comunicado que emitió la recién conformada Red, publicado en la revista Alma Mater número 660 de la Universidad de Antioquia, resaltaron su preocupación frente a la inacción del Estado frente al tema representado por el Ministerio de Educación. El documento criticaba las declaraciones de la Ministra de Educación, Yaneth Giha, quien, según el comunicado, ha dejado en un segundo plano el tema de equidad de género para darle prioridad al tema de "ser pilo paga". En efecto, después de varios intentos por contactar a una persona en ese ministerio que pudiera hablar sobre la violencia de género en las universidades, varias funcionarias de la oficina de prensa le aseguraron a VICE que ese tema era manejado por cada universidad de manera autónoma y que el tema de acoso sexual era asunto de los CAIVAS (Centros de Atención Integral a Víctimas de Delitos Sexuales).
Sin embargo, los miembros de la Red aseguran que, según el artículo sexto de la ley 1257 de 2008, el Ministerio de Educación tiene la obligación de promover programas que sensibilicen a la comunidad educativa sobre la violencia contra las mujeres, lo que obligaría a ese ministerio a hacerse cargo del tema en las universidades. Una obligación que, según la Red, hasta hoy no se ha cumplido.
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Es lógico preguntarse por qué después de todas las discusiones, los estudios, las encuestas y los esfuerzos de mujeres que hacen de su agresión un motivo de activismo, sigue siendo tan difícil hacer de esto un tema. La respuesta, en parte, es que encima del acoso sexual hay una espesa capa de silencio. Incluso cuando se abren espacios de apoyo y denuncia, como PACA, Rosario sin bragas, el Colectivo Blanca Villamil o Polifonía, las personas que se acercan a denunciar ante un problema que supuestamente es masivo son pocas. Y el resultado es apresurarse a declarar que el problema no es tan grave y que los casos son escasos. Sin embargo, lo que provoca el fenómeno es una tasa alta de no denuncia que invisibiliza las agresiones.
A mediados de 2015, la Asociación de Universidades de Estados Unidos realizó una encuesta en 27 instituciones estadounidenses de educación superior en la que encontró que solo el 28% de los incidentes era reportado. Los estudiantes que no denunciaban, según la misma encuesta, evitaban hacerlo por vergüenza, porque pensaban que no era "lo suficientemente serio" (incluso en los casos en que había penetración) o porque asumían que nadie les prestaría atención.
Así también lo identifica El ocioso intento de tapar el sol con un dedo: violencia de género en la universidad, un artículo de 2015 publicado en la revista Perfiles Educativos de la Universidad Autónoma de México. El artículo, que estudia cinco casos de violencia de género en la UNAM, concluye que el sexismo se ha encargado de que las víctimas habiten en un contexto de soledad e impotencia en el que no denuncian las agresiones por temor a quedar en ridículo, a la vergüenza y por la certeza de que, al final, denunciar no sirve para nada. Todas cosas que, según el artículo, casi siempre terminan pasando en ambientes marcados por los estereotipos y las desigualdades de género.
En Colombia el fenómeno también se ha identificado en los pocos estudios en la materia: una suerte de espiral del silencio que podría estar rodeando el abuso sexual en universidades. Según el estudio realizado por la Universidad de Manizales, el 92,9% de los casos detectados no fueron denunciados ante la universidad; el estudio de la Universidad de Caldas es aun más preocupante: ninguno de los 55 casos de acoso sexual identificados fue denunciado. Las razones son muchas: en algunos casos el agresor es profesor y la víctima teme una retaliación en caso de denunciar; a menudo hay amenazas de por medio; a veces no hay claridad sobre cuál es la instancia a la que se puede recurrir.
En la mayoría de los casos, la víctima siente vergüenza y prefiere cargar con el peso de la violencia en silencio antes que reconocer en vía pública una agresión que violentó su espacio más íntimo y privado.
No obstante, otro gran factor que contribuye al silencio y a la no denuncia, y tal vez uno de los más graves, es que las víctimas no identifican la agresión cuando sucede. O incluso se sienten culpables. En el estudio de la Universidad de Manizales se encontró que el 23,5% creía que habían propiciado el abuso, una idea que además es reforzada cuando las preguntas que se le hacen a la víctima una vez denuncia son sobre el tipo de ropa que llevaba puesta o alguna insinuación hecha por parte de ellas al agresor.
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¿Y en dónde está la solución a una problemática que, además de sistémica, parece retroalimentarse y garantizar su propia permanencia? Para los colectivos, profesores y activistas la cuestión es, una vez más, de reeducación: mostrar qué es violencia y que todos sean capaces de reconocerla. La clave, para todos esos actores, está en las campañas de sensibilización que, hasta ahora, han logrado sacar adelante a pulso y bolsillo propios y que buscan educar a toda una comunidad sobre algo que fallan en reconocer.
"Para mí lo más interesante de este proceso, además de que hemos logrado mantenerlo por cinco años, es que la idea de sensibilizar a la gente alrededor de que algo 'No es normal' es productivo —me dijo Isabel Cristina Jaramillo, una de las personas detrás de la campaña en los Andes—. Hablar un poco más de lo que debería ser la norma social de reconocer al otro y de ver al otro como un igual, y en ese sentido tratar de utilizar la campaña para construir lo normal y no para atacar, estigmatizar, castigar. (...) En la literatura se encuentra que las medidas más punitivas no funcionan y que lo más importante son las campañas de concientización y sensibilización".
Así lo han hecho varias universidades estadounidenses. Al entrar, por ejemplo, a la página principal de temas de salud y sexualidad de NYU, lo primero, antes de las estrategias sobre cómo denunciar, a quién y cómo, es un video de estudiantes que explican qué es el consenso —el primer paso para establecer una relación sexual horizontal y respetuosa—, cuándo se da y cómo identificarlo. O, por ejemplo, la Universidad de Kansas tiene un programa de educación sobre acoso sexual obligatorio que deben tomar todos sus estudiantes anualmente.
Por ahora, han sido los grupos de estudiantes los que se han encargado de esa labor en Colombia: hacer campañas de sensibilización y atacar el problema desde la reeducación. Han sido estudiantes como Sofía Díaz las personas que en las universidades han decidido responder en lo inmediato a un problema que no da espera de respuestas oficiales y que cada semestre se cobra más víctimas. Ese ha sido su aporte: empezar por ponerle nombre propio a un problema que habita en las sombras y que por más que busque atacarse, no tendrá solución hasta que se reconozca en todas sus dimensiones.
Solo hasta que las universidades y el Estado decidan hablar públicamente de un tema que, en muchos casos hasta ahora, se ha considerado bochornoso, vergonzoso y que se habla en privado y en voz baja, no será posible que las víctimas denuncien, sean reparadas, y que no sufran más violencia cuando deciden salir a la luz.
Hasta que la violencia no tenga nombre propio no hay forma de hacerse cargo de ella. Pasa a diario. En nuestras narices. ¿Habrá que esperar más?
*Lea la primera parte de este reportaje acá. "La lucha de una estudiante de la Javeriana contra el abuso sexual en su universidad"
**Si usted tiene un caso de acoso sexual que quiera denunciar puede escribir a tania.tapia@vice.com.