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El profesor Gerson Canás sabe que cuando uno de sus alumnos le falta a clase una semana completa es porque se fue a “raspar” coca. Sabe que la semana siguiente volverá y le dirá que había cosecha. Así se lo ha enseñado la experiencia de más de una década dictando clases en las veredas más recónditas de la cordillera de Nariño a niños de preescolar y básica primara, que tienen entre cuatro y trece años.
Este año el profe Canás está dictando en el Centro Educativo Santa Rosa, en el corregimiento del mismo nombre, del municipio de Policarpa. Dice que es uno de los que está en mejores condiciones y donde la coca está más lejos, aunque las matas que se extienden por la montaña se puedan ver desde la institución educativa. Para llegar a este, que queda a unas tres horas en carro del casco urbano de Policarpa, por un camino apenas transitable, al menos no le toca recorrer a lomo de mula cinco, seis o hasta diez horas de camino, como le ha tocado en otras veredas.
En esta escuela tiene 34 estudiantes y la deserción no ha sido tan aguda como en otros años. “Acá la gente vive de la coca y en esos cultivos puede trabajar hasta un niño de seis años en adelante, porque ahí le pagan a usted de acuerdo a lo que coseche: si un niño va y cosecha 10 kg, pues por 10 kg le van a pagar. Entonces cuando ya un niño siente que puede hacer otras cosas que le producen dinero, la escuela le parece que ya no es importante”.
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Adentrarse en las veredas de ese corregimiento es entender por qué el profe Canás dice lo que dice. En La Cuchilla, una de las más cercanas a Santa Rosa, las paredes y el techo son de lata. Adentro, el piso es de tierra y hay una decena de pupitres. Afuera, hay otros puestos desvencijados. El paisaje lo complementan las matas de coca, que alcanzan a pegar contra uno de los costados de la escuela. Allí cursan preescolar y básica primaria nueve estudiantes.
Mientras la mayoría de los alumnos de colegios públicos y privados del país ya está en vacaciones, o está a punto de salir, alrededor de 500 niños que estudian en escuelas como estas en la zona de la cordillera de Nariño, llevan apenas un mes de clases. Casi la primera mitad del año se les fue en ajustes con el operador que presta el servicio de educación en este territorio.
Y es que, de acuerdo con la reglamentación del Ministerio de Educación, para zonas de difícil acceso y de baja densidad poblacional, la Gobernación contrata un operador para garantizar ese derecho. En esta zona, desde la llegada de Camilo Romero a la Gobernación, el operador ha sido la diócesis de Tumaco o la diócesis de Pasto. Son ellos los encargados de contratar a los docentes y entregar los implementos, materiales escolares y alimentación.
El año pasado, por ejemplo, la educación estuvo en manos de la diócesis de Tumaco y, de acuerdo con la comunidad, la prestación del servicio fue desastrosa. Entre otros problemas, en todo el año no se entregó el apoyo nutricional. A diferencia del Plan de Alimentación Escolar (PAE), que opera en la mayor parte del territorio nacional, en esta zona los alimentos no se entregan a diario. Por las dificultades de acceso al territorio, dos o tres veces al año se entrega por alumno una remesa que contiene panela, plátano, leche en polvo, pasta, arroz, enlatados, granos, huevos y avena, entre otros. Entre la comunidad y el docente se las arreglan para darles a los estudiantes el alimento del día.
“Eso es gravísimo porque muchos niños se desplazan a cuarenta, cincuenta minutos, incluso una hora de tiempo de su casa a la escuela, y entonces si un niño sale de su casa a las seis o siete de la mañana y la jornada va hasta las 2:00 p.m. estudiando, sin una gota de alimento durante todo ese tiempo, pues son niños que no vuelven a la escuela.
Este año el panorama no está mejor. Según cuentan los líderes del Consejo Mayor Para el Desarrollo Integral de Comunidades Negras de la Cordillera Occidental de Nariño (Copdiconc), cuyo territorio colectivo abarca 136.000 hectáreas en los municipios de Policarpa, Santa Bárbara de Iscuandé, Cumbitara, Leiva, Rosario y El Charco, en los últimos cinco años las clases en las zonas que están en manos de esos operadores han empezado entre abril y mayo, incluso en una ocasión alcanzaron a iniciar el 1° de junio. Cuando más rápido se inició el año escolar en los últimos años, dicen, fue el último día de febrero, en todo caso con un mes de retraso.
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En algunos casos, hubo que interponer tutela para que un profesor llegara hasta allá a dictar clase. Es el caso de la vereda Las Palmeras, donde las clases finalmente empezaron el pasado 13 de mayo. Hasta allí llegó el profesor Germán Mosquera, oriundo del Chocó, para dictarles clase a seis niños. Ese es uno de los argumentos que han escuchado del operador: son muy pocos niños por escuela, lo cual hace que no les resulte rentable. Pero deberían ser más estudiantes. Solo que, por la demora en el inicio del calendario escolar, los padres de familia con mayores posibilidades económicas, obtenidas en su mayoría del cultivo de coca, sacan a sus hijos a los corregimientos más cercanos para inscribirlos en alguna institución oficial.
Para la gran mayoría de los alumnos de estas veredas, que pertenecen a Policarpa, Cumbitara y la región de Sanabria, ubicada entre los municipios de El Charco y Santa Bárbara de Iscuandé, quinto de primaria será el último año escolar que cursen. En ninguno de los territorios de la cordillera de Nariño en los que funciona el modelo de la educación contratada con un operador hay bachillerato.
Muchos padres no saben qué responder cuando se les pregunta qué van a hacer con sus hijos cuando terminen la primaria. Según dicen, son muy pocos los que logran sacarlos a los corregimientos a donde llega el sistema oficial y las instituciones cuentan con bachillerato. Los hijos de los demás harán lo que la mayoría de jóvenes en el territorio: irse a raspar, para ganarse $7.000 por arroba de hoja de coca que recolecten. Así, en tiempos de cosecha, por día podrán ganar $70.000, $80.000 o hasta $100.000, depende de cuántos kilos puedan echarse al hombro. En la cordillera de Nariño, según cifras de Naciones Unidas a 2017, hay alrededor de 3.000 hectáreas de coca.
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La otra alternativa, denuncia la comunidad, es irse a integrar las filas de los grupos armados ilegales que se mueven por el territorio. De acuerdo con información de Copdiconc y de la Defensoría del Pueblo, en la zona están presentes al menos tres grupos: allí operan las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc), grupo heredero del paramilitarismo, que desde hace meses sostiene una disputa territorial con grupos disidentes de las Farc como Los de Sábalo o el frente Estiven González. El otro grupo, dicen los líderes del consejo comunitario, no se ha identificado, aunque tiene el control de algunos corregimientos y veredas.
Hasta el momento no hay denuncias concretas de reclutamiento forzado de niños y niñas en este territorio, aunque una alerta temprana que la Defensoría emitió en noviembre de 2018 llamaba la atención sobre su posible ocurrencia, así como la utilización ilegal de los menores para actividades ilícitas.
Pero los alumnos no son los únicos que desertan en la cordillera de Nariño. La situación de los profesores, según denuncian varios de ellos, es insostenible. En 2015 un docente contratado bajo este modelo estaba ganando $1’367.000 y desde entonces el pago ha venido disminuyendo. Es así que para 2019 el salario quedó fijado en $1’100.000, que además empezaron a recibir a partir de mayo, cuando finalmente empezó a correr el año escolar. Su pago es paupérrimo si se tiene en cuenta que los profesores que dictan clase en las veredas más apartadas tienen que pagar cerca de $150.000 por una mula que los lleve hasta su lugar de trabajo y de regreso a su lugar de residencia, una vez termine el calendario escolar. Por eso, generalmente, viven cerca de la escuela en casas de la comunidad mientras dan clases.
Lo que resulta más preocupante aun es que estos municipios de la cordillera de Nariño fueron priorizados por el Acuerdo de Paz para la implementación de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET). Aunque en el proceso de construcción de este programa hubo participación de las comunidades, hoy sus habitantes no saben en qué quedaron las necesidades que allí plasmaron.
Consultado por las condiciones en que se presta el servicio de educación en el territorio, el gobernador Camilo Romero sostuvo que ha decidido poner en manos de la diócesis de Pasto ese servicio, teniendo en cuenta “que es la única que puede dar garantías por el manejo del Hospital Infantil y del Hospital San Pedro, que quedan en Pasto, y ahí hay un nivel de confianza”.
Aseguró que todas las fallas y los reportes que les han llegado los han puesto en manos del operador. Sin embargo, dijo que se trata de un problema estructural. “Yo he venido insistiendo en que lo que se requiere es presencia integral del Estado en el territorio. Eso es lo que siempre hemos pedido y lo que no llegó. Hay un Gobierno Nacional sordo a los llamados”, dijo.
Por su parte, Claudia Cabrera, alcaldesa de Policarpa, en buena parte de cuyas veredas se dictan clase en estas condiciones, le dijo a Colombia 2020 que actualmente hay “un proyecto en ejecución” para la construcción de cuatro escuelas en las veredas La Cuchilla, Cuyanul, Peñas Blancas y Nueva Esperanza. Según el contrato que remitió la mandataria, suscrito el pasado 9 de abril, el plazo de ejecución es de cuatro meses, por lo que las aulas escolares deberán estar listas a mediados de agosto.
Durante la semana pasada, desde Londres, el presidente Iván Duque y el ministro de Defensa, Guillermo Botero, anunciaron que el Gobierno está listo para reanudar la aspersión con glifosato, aun cuando hace falta el visto bueno del Consejo Nacional de Estupefacientes (CNE). Pero además, la Corte Constitucional impuso en 2017 varios requisitos para permitir la fumigación con ese herbicida, entre los cuales estaba que se demostrara científicamente que la aspersión área de glifosato no suponía riesgo para la salud de la población. Sin embargo, Botero aseguró que la luz verde del CNE es “cuestión de semanas”.
En la cordillera de Nariño las escuelas están inmersas entre los cultivos de coca y para llegar a ellas los menores caminan entre esas matas. Las familias temen por la salud de sus hijos, pues saben que a mediados de la década de 2000, cuando se fumigó con ese “veneno”, se les murieron las mulas, los cultivos de pancoger, se enfermaron sus habitantes y se contaminaron las quebradas.