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(Lea también: Carlos Pizarro, un magnicidio que sigue en la impunidad después de 30 años)
“Los Pizarro llevan lo militar y lo político en la sangre y mi familia es una familia de patriotas”, manifestó alguna vez Margoth Leongómez a la revista Semana. Y esa fue la realidad que rodeó la vida de Carlos Pizarro. Por línea materna, ella fue la sexta generación de José Acevedo y Gómez, el Tribuno del Pueblo, y su padre, el coronel Eduardo Leongómez Leyva, fue jefe militar de Palacio y edecán de los presidentes Olaya y López Pumarejo. En 1947, se casó con el capitán de corbeta Juan Antonio Pizarro, quien llegó a ser comandante de la Armada.
En este entorno castrense y político nacieron sus hijos: Juan Antonio, Eduardo, Carlos, Hernando y Margoth. Crecieron en Cali por decisión familiar; pero también pasaron por Estados Unidos, cuando el almirante Pizarro fue designado agregado naval. En esas vueltas militares y diplomáticas, Carlos Pizarro nació en Cartagena el 6 de junio de 1951. Acababa de partir hacia Corea el primer contingente del Batallón Colombia, que fue a pelear en una guerra ajena. Para la familia, fueron acomodados días de educación en Cali, en el colegio jesuita Berchmans.
Aunque Carlos Pizarro, animado por una fugaz vocación religiosa, pasó por el seminario de La Ceja (Antioquia), pronto siguió la ruta que desde la adolescencia le trazaron sus hermanos mayores: la militancia comunista. Por eso, cuando llegó el 19 de abril de 1970, con la sombra del fraude electoral a cuestas, ya había sido expulsado de la Universidad Javeriana por armar una huelga y, circulando por la Universidad Nacional en estudios de economía, estaba a punto de emprender su propio derrotero como combatiente de las Farc.
Lo hizo en 1972 y duró pocos meses porque, junto a otros disidentes como Jaime Bateman, Iván Marino Ospina y Álvaro Fayad, y quienes se sumaron desde la Anapo, como Carlos Toledo e Israel Santamaría, en enero de 1974 crearon el M-19, cuya primera acción pública fue el robo de la espada de Simón Bolívar. Con apenas 22 años, ya estaba jugado en su causa guerrillera. En la ruptura de caminos alcanzó a figurar en el ejecutivo nacional del proyecto Anapo Socialista, pero el Movimiento 19 de Abril, M-19, pudo más y marcó su paso definitivo hacia la guerra.
En marzo de 1978, durante la sexta conferencia de la naciente guerrilla, fue promovido al primer comando superior, que dio al M-19 condición de organización revolucionaria, y puso en marcha la extensión de frentes de combate con el apoyo de movimientos campesinos y urbanos. Por esos mismos días, fruto de su relación amorosa con su compañera de militancia, Myriam Rodríguez, Adriana, nació su primera hija: María José. Sin conocerla, sus palabras de bienvenida fueron cartas escritas desde la clandestinidad de su puño y letra.
Esa correspondencia, publicada por María José Pizarro en abril de 2015, deja ver también que todo cambió en sus vidas a partir de la Operación Ballena Azul, que se tradujo en el robo de armas del Cantón Norte, en Usaquén (Bogotá), a través de un túnel de 75 metros de largo. “Ya no somos los mismos, la vida nos ha echado una responsabilidad en los hombros”. En aplicación del Estatuto de Seguridad del gobierno Turbay, el Ejército desplegó todo su rigor, y comenzó la cacería. La primera en ser detenida fue su hermana, Margoth, embarazada de ocho meses.
Uno a uno, fueron cayendo los jefes. En noviembre de 1979, mientras el Ejército pregonaba que pasaban de 300 los capturados, el M-19 sabía que solo quedaban libres dos líderes del comando superior: Jaime Bateman y Luis Otero. Pizarro, su compañera Adriana y diez guerrilleros más cayeron en Alto Nogales, municipio de Bolívar, al sur de Santander, después de un intenso combate el 14 de septiembre. A Pizarro lo llevaron a una base militar en Cimitarra; a Adriana, a la brigada en Bucaramanga. Eran tiempos de tortura y de resistencia.
Margoth Leongómez siempre dijo que solo en ese momento se enteró de que sus hijos Carlos, Hernando y Margoth eran guerrilleros. Y comenzó para ellos un largo tiempo en prisión que, en el caso de Carlos, se prolongó por tres años y tres meses, durante los cuales también mantuvo una activa correspondencia con sus padres. Desde la celda 319, pasillo dos, patio uno de La Picota, Pizarro resumió así su convicción: “Ser Pizarro Leongómez es un salvoconducto seguro para huir de las tentaciones de la mediocridad y un honor que cuesta”.
Con seguridad también conocía la historia de su tío bisabuelo Adolfo León Gómez, célebre intelectual y político que, en defensa de las ideas liberales, a finales del siglo XIX fue a dar varias veces a la cárcel y, estigmatizado por sus detractores, terminó sus días en el leprosorio de Agua de Dios. Allá escribió su testimonio en el desgarrador libro La ciudad del dolor, ecos de un presidio de inocentes. En homenaje a su valor, porque nunca dejó de ser señalado, sus hijos decidieron que su primer apellido llevara los dos de su padre.
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En cuanto al almirante Pizarro, por aquellos días enfermó de cáncer. Carlos no pudo despedirse, pero le escribió una carta pública exaltando su rectitud y su ética para alcanzar la más alta investidura en la jerarquía militar, y luego le explicó las razones de su alzamiento. “Puede ser que os haga sufrir, pero podéis tener la certeza de que no os haré avergonzar”, escribió también días antes de que sus aliados en libertad desarrollaran la toma de la Embajada de República Dominicana para buscar la liberación de los presos políticos.
Al final, ninguno salió de las cárceles, pero en julio de 1980, en un intento tardío por una negociación política, el gobierno Turbay apostó, primero, por una fallida ley de amnistía y luego por una comisión de paz, que tampoco dio frutos. La guerra se sostuvo hasta el último día del cuatrienio y, en junio de 1982, junto a 217 sometidos a consejo verbal en La Picota, Pizarro fue condenado. Con penas hasta de treinta años de prisión, la sentencia recayó también sobre Carlos Toledo, Iván Ramiro Ospina, Israel Santamaría y Álvaro Fayad, entre otros.
Sin embargo, en breve cambió el destino porque la prioridad de Belisario Betancur fue la paz y, a través de otra ley de amnistía, se abrieron las puertas de las cárceles. El 4 de diciembre de 1982, Pizarro salió libre y viajó a Cuba con los demás jefes. Aquella Navidad fue de reencuentro con familia y amigos, pero esa instancia apenas duró cuatro meses, pues el M-19 anunció su regreso a las armas. A finales de abril, cuando viajaba de Santa Marta a Panamá, Jaime Bateman perdió la vida, pues la avioneta se precipitó en la serranía de San Blas.
Asimilando el golpe, pero según lo acordado en La Habana, Pizarro retornó a Colombia a comandar el Frente Occidental entre Cauca y Valle, mientras se enderezaba el diálogo de paz con el gobierno. El viernes 24 de agosto de 1984, en El Hobo (Huila) y Corinto (Cauca), se firmó finalmente un acuerdo de cese al fuego. Ese día, cuando llegaba a Corinto con su nueva compañera, Laura, Pizarro resultó herido en un retén instalado por la Policía. La firma del acuerdo estuvo a punto de estropearse, pero predominó la prisa por la paz.
Entonces, se abrió paso el tiempo de las desconfianzas y las provocaciones. Primero, en diciembre de 1984, en Yarumales, parte alta de Corinto, donde el Ejército desplegó la Operación Garfio contra los guerrilleros, y Carlos Pizarro encabezó la contraofensiva. Y después, a lo largo de un accidentado año 1985, que luego de muchos actos de guerra cruzados terminó con el desastre de la toma del Palacio de Justicia. En esa secuencia de guerra, el M-19 nombró comandante a Álvaro Fayad y Pizarro siguió en el mando central.
En el amanecer de 1986, Pizarro llegó a Jambaló (Cauca) para constituir el batallón América y poner en marcha la campaña “Paso de vencedores”, que llegó hasta las goteras de Cali entre fieros combates. Pero en marzo, en Bogotá, Álvaro Fayad cayó abatido por la Policía y, cuatro meses después, Gustavo Arias Londoño, Boris, tercer comandante. Después de un largo tiempo de avances y retrocesos con otras organizaciones para constituir la coordinadora guerrillera Simón Bolívar, por la fuerza de los hechos llegó el momento de la paz.
Entonces el máximo comandante del M-19 era Carlos Pizarro, quien ordenó el plan para forzar el primer diálogo. En mayo de 1988, fue secuestrado el dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado, y se condicionó su liberación a un diálogo político. La idea prosperó, todo el año 1989 fue de conversaciones, hasta que se firmó la paz. El 9 de marzo de 1990, en Caloto, Pizarro encabezó la dejación de las armas. “Confiamos en que el Dios de nuestros padres defienda esta posibilidad de paz en Colombia y entierre definitivamente la guerra civil”, declaró.
Lo demás es lo que hoy se recuerda. Esa misma semana, Pizarro fue candidato a la Alcaldía de Bogotá con sorpresiva votación de 70.900 sufragios. No ganó, pero le dio aliento para apostar a la Presidencia por la Alianza Democrática M-19. Pero el jueves 26 de abril, cuando viajaba a Barranquilla y el HK-1400 de Avianca apenas llegaba a su octavo minuto de vuelo, un joven sicario salió del baño con una subametralladora y le descargó todo el proveedor de balas en la cabeza. Entonces comenzó una historia de impunidad que sigue intacta.
La despedida, en cambio, fue multitudinaria. Su cuerpo sin vida fue llevado al Capitolio Nacional, donde hombres y mujeres de toda condición social asistieron a dar a Pizarro su último adiós. Entre quienes acudieron estuvo el expresidente Julio César Turbay y, cuando Margoth Leongómez lo vio entrar, secó las lágrimas de sus ojos y, en vez de desairarlo, lo saludó con tuteo: “Hola Julio César, ¿cómo estás?”. Luego volteó su rostro y comentó a su nieta en susurro: “Al enemigo no se le muestra debilidad, no pueden saber que estamos sufriendo”.