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“Enterrar a un familiar es difícil, pero enterrarlo dos veces es desgarrador”. Mientras los pobladores de Bojayá (Chocó) caminaban hacia el mausoleo, donde sepultarían a las víctimas de la masacre de 2002, las palabras de Yuber Palacios se sentían como un yunque a cuestas. Tenía razón. Él, que perdió a varios familiares por este hecho, sabe que no importa cuánto tiempo haya pasado, nadie se acostumbra a los adioses y menos cuando son forzados.
La despedida comenzó la noche anterior. Las mujeres entonaron alabaos, los cantos fúnebres y de alabanzas con los que acompañan a sus amados hasta el cielo, dicen. Para los boyaceños, son el mayor homenaje que las comunidades del Pacífico les rinden a sus muertos. Durante la vigilia, la música resonó hasta las afueras del coliseo, donde se instalaron los pequeños féretros en un altar blanco rodeado de antorchas y cruces de maderas, que durante años señalizaron el primer camposanto.
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Cuando estalló el cilindro en la iglesia aquel 2 de mayo, a los pobladores les tocó enterrar los cuerpos de vecinos y familiares en fosas improvisadas. A pesar de que los combates entre paramilitares y guerrilleros de las Farc seguían y corrían riesgo, no querían dejar a la intemperie los cuerpos que quedaron tendidos al sol. Como parte de la investigación de la tragedia, días después la Fiscalía exhumó los cadáveres, pero tuvo que inhumarlos prontamente porque los expertos enfermaron y no había condiciones de seguridad para continuar con su labor.
El problema fue que en ese procedimiento se dejaron algunos cuerpos juntos, otros restos quedaron en cementerios de municipios cercanos, como Riosucio, y la gente no pudo identificar a sus familiares. En esas condiciones, tuvieron que categorizarlos como desaparecidos. Después de una larga lucha de la comunidad por la entrega digna, volvieron a extraerlos dos veces más. Y hasta ahora, 17 años después, por fin pueden cantarles y darles cristiana sepultura a 78 de las 99 personas asesinadas.
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“Adiós padre, adiós madre y adiós hijos que hoy me voy. En tierra ajena yo no sé para dónde voy. Ay, San Antonio bendito, con tu santa caridad, déjame descansar”, sonó otro cantar. A las 3:00, contaron los asistentes, las mujeres bailaron con sus muertos: tomaron los féretros, las flores y las velas que los adornaban, para pasearlos de un lado a otro, como quien arrulla a lo que más se quiere.
Las mujeres, que tienen entre 50 y 70 años, cantaron doce horas sin parar. Cuando llegó el día, durante la eucaristía, se veían exhaustas. Ya llevaban más de 11 días acompañando todos los rituales que el Comité de Víctimas de Bojayá planeó para cuando los cuerpos fuesen identificados y entregados a su pueblo. Lograron derrotar al sueño y se mantuvieron en pie porque aún les faltaba un paso importante: acompañar la procesión desde el coliseo hasta el nuevo panteón.
El entierro
A Paula María Martínez las canas le taparon el pelo negro que, insistió, era bello, grueso y largo en su adolescencia. Tiene 62 años y desde hace ocho se fue a vivir a Quibdó por las amenazas de los grupos armados: “Nos cansamos de esa violencia. Nos pedían plata de los negocios y ya uno no aguanta. Bojayá siempre ha sido muy difícil”.Como casi todos los asistentes comentó que familiares cercanos murieron. Pero la muerte que más le dolió fue la de su sobrina, Ubertina Martínez. La de ella y su hijo de cuatro meses que llevaba en el vientre. Paula llegó hasta Bojayá para acompañar a su hermana, la madre de Ubertina, que aún no se repone de “ese bombazo”, como lo llama.
Cuando se acabó la misa, el Comité de Víctimas de Bojayá y los funcionarios de la Fiscalía, Medicina Legal y la Unidad de Víctimas empezaron a llamar a cada familiar para recoger el féretro. Apenas recibían el cofre se organizaban en fila india. De una misma familia llamaban hasta 10 personas. A los Palacio, por ejemplo, les tocó recibir más de 20 ataúdes.
Paula traía a su hermana del brazo para que no cayera. “Ay, Ubertina, qué dolor. Ay, Urbertina”, vociferaba. Alrededor las miradas llorosas y un silencio, propios de la impotencia y la compasión. “Ay, Ubertina, ya no te veo más, ya no te veo más”. Los fotógrafos, periodistas y vecinos se acongojaron. Esta vez no hubo preguntas y el impulso de tomar una foto se quedó a medio camino. Había que parar el trabajo e intentar acompañar un sufrimiento que ninguno entendía, porque en estos casos solo se comprende cuando se vive.
Más adelante, una señora que llevaba uno de los féretros no aguantó el peso ni la tristeza. Mientras lloraba desconsolada abrazó fuerte su cajón, como queriendo retrasar una despedida inevitable. Sus piernas empezaron a flaquear y un familiar le pidió que se lo entregara. Ella no quería soltarlo, pero no tenía más fuerzas. Lo dejó ir y, con ayuda, caminó hacia una pared donde se apoyó para ocultarse.
A medida que la procesión avanzaba los gritos y las preguntas sin respuesta eran cada vez más frecuentes. “Mamá, mamita, ¿por qué tú? ¿Por qué?”. Parecía que los lamentos salieran de un hoyo profundo, impulsados por una rabia que luego chocaba brutalmente contra la incertidumbre. “¿Qué va a pasar después?”, señaló un hombre con mirada perdida y pasos lentos. Angustiado entre la gente fue auxiliado por una funcionaria de la Unidad de Víctimas.
Detrás de todos ellos caminaban, agotadas, las alabadoras, que con su voz acallaban los ruidos de la selva: “Dios te salve campanas de plata, campanas de plata o de marfil. Que en el cielo los ángeles alquilan balcones, alquilan balcones a la emperatriz”.
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El sufrimiento eran tan intenso que se sentía como si ese cilindro hubiese estallado ayer en la iglesia. Incluso personajes que estuvieron en la tragedia hacían que las imágenes fueran un viaje en el tiempo. Jesús Abad Colorado, el único reportero que en ese entonces llegó a registrarla, volvió de nuevo para acompañar a “los paisanos”, como los llama con cariño.
Los niños y las niñas, que entienden la magnitud de este hecho por lo que han escuchado de los adultos, también estaban afligidos. Ver llorar a sus abuelas, madres, padres, tíos y primas los contagió de miedo. Agarrados de las manos o de las piernas de sus familiares caminaron hacia el mausoleo, ese nuevo espacio que les recordará que en Bojayá pasó un dolor que sacudió su tierra, cambió sus costumbres y desterró desde entonces la tranquilidad. Un nuevo lugar que ellos deberán contar que existe por quienes murieron, pero también por los que se quedan, para que este hecho jamás se repita.
Cuando el Cristo llegó a su última parada, los sepultureros, esos que también trabajaron días después del crimen, quitaron las lápidas y martillaron las bóvedas. El calor asfixiante y la impresión de volver a enterrar a las víctimas produjo desmayos. El espacio, construido con fondos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y ahora sagrado para Bojayá, estaba atiborrado de gente que seguía cantando sus alabaos y chigualos, dedicados a los niños. La tarde sería larga mientras abrían las decenas de bóvedas, metían los féretros y luego sellaban.