Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Las medidas tomadas para afrontar la pandemia significaron una importante restricción de libertades en todo el mundo. El aumento de los poderes del Ejecutivo está a la orden del día y los contrapesos institucionales de cada país serán quienes definan cómo se recuperará la normalidad institucional. Los modelos autoritarios podrían haber respondido mejor a la pandemia, y esto lo hace atractivo para gobernantes que pretenden consolidar regímenes de este tipo.
En el caso colombiano, el Gobierno declaró el Estado de Emergencia contemplado en el artículo 215 de la Constitución en dos oportunidades. Eso le permite adoptar medidas económicas, sociales y ecológicas para afrontar la crisis. Paradójicamente, las mayores restricciones a las libertades y derechos se decretaron sobre la base de sus facultades ordinarias.
Todo esto pasa mientras aumenta la incertidumbre. El Congreso no ha encontrado la fórmula constitucional para ejercer su función de control político y servir de contrapeso a los posibles abusos del Gobierno. La democracia camina por la cuerda floja.
La justicia a media marcha
La administración de justicia en Colombia tiene distintos grados de funcionamiento. Las Altas Cortes constituyen el “estrato alto” de la rama judicial y se han adaptado fácilmente al teletrabajo.
La Corte Constitucional estudia los decretos extraordinarios que el Gobierno nacional expidió para enfrentar la pandemia. Si bien el Consejo de Estado consideró que es competente para conocer los decretos ordinarios –los más restrictivos en materia de libertades– estos no han sido solicitados a la Secretaría Jurídica de la Presidencia de la República. Hoy están en una suerte de limbo jurídico. Esto hizo que algunos juristas solicitaran a la Corte Constitucional que asumiera la competencia sobre dichos decretos, dado su contenido material de excepción, a pesar de su naturaleza formal.
Por otro lado, están los tribunales superiores y administrativos que tienen facilidad para adaptarse al trabajo no presencial. Algunos factores como la resistencia al uso de nuevas tecnologías, la incomprensión de la oralidad e incluso la falta de conexión a internet, dificultan el desempeño de las actividades: no es lo mismo el Tribunal de Bogotá que el del Caquetá.
Finalmente tenemos a los jueces de todos los niveles, distribuidos a lo largo y ancho del país. Según datos del Consejo Superior de la Judicatura, en Colombia hay cerca de 4689 juzgados de este tipo. Estos son los despachos judiciales que están en contacto permanente con el ciudadano y cuyos equipos de trabajo están más expuestos al contagio de la COVID-19, pero que, a su vez, constituyen la esencia del derecho de acceso a la justicia.
Medidas de emergencia
El Consejo Superior de la Judicatura adoptó algunas medidas para prestar el servicio de administración de justicia. El Acuerdo PCSJA20-11546 del 25 abril establece que mientras duren las medidas adoptadas por la pandemia, los servidores de la rama judicial trabajarán desde sus casas siempre que sea posible. Por lo tanto, el regreso al servicio de justicia presencial dependerá de las medidas que adopte el gobierno.
Bajo el liderazgo de la magistrada Diana Remolina se han realizado trámites judiciales esenciales. Según su tweet del 15 de abril, desde que comenzó la emergencia se han recibido 18.072 tutelas, 501 peticiones de habeas corpus, se realizaron 8333 audiencias de control de garantías y 7214 trámites de ejecución de penas. La justicia ha continuado operando.
La cultura presencial de litigio conspira contra una justicia que puede desarrollarse en buena parte de manera virtual, aún en condiciones de normalidad. Solamente el 45% de los profesionales en el Registro Nacional de Abogados tiene inscrito su correo electrónico. Con ocasión de la crisis, 4.132 abogados inscribieron su correo. Esto muestra que el cambio hacia una cultura judicial no presencial no es apenas un problema de la crisis de la COVID-19.
En la Fiscalía y en las cárceles
La situación de la Fiscalía General de la Nación es diferente. El fiscal Francisco Barbosa dio señales preocupantes de instrumentalización de la acción penal con fines políticos. Mientras que ha dicho frente al asesinato de líderes sociales, y silencio respecto de los señalamientos de compra de votos en la campaña del actual presidente o de los negocios del esposo de la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez, mostró una impostada indignación por el incumplimiento de las medidas de cuarentena por parte de la alcaldesa de Bogotá.
Además, su posición incidió en el Gobierno nacional para que el Decreto 546 de excarcelación no se llevara a cabo adecuadamente, a pesar de que podría evitar una tragedia humanitaria en las cárceles por la propagación de la COVID-19. La ministra de justicia, Margarita Cabello, no ha estado a la altura de las circunstancias, y el director del Inpec tendrá que responder no solo por la muerte de los veinticuatro reclusos en el motín de la cárcel Modelo, sino por las órdenes de traslado que contribuyeron a la propagación del virus.
La crisis de la COVID-19 va a tardar mucho más que los períodos de estados de excepción contemplados en la Constitución. Probablemente debamos recurrir a un régimen de excepcionalidad permanente, donde el Gobierno nacional y los gobiernos locales puedan tomar las decisiones para enfrentar la crisis, pero sin afectar gravemente el equilibrio institucional.
Para enfrentar la pandemia necesitamos un Congreso capaz de ejercer su función de control político, una ciudadanía bien informada y una rama judicial capaz de garantizar el derecho fundamental de acceso a la justicia. Hoy la rama judicial en Colombia cumple esa función a media marcha, ponderando la salud de los jueces y de los empleados judiciales con la satisfacción del derecho a la justicia, cuya garantía no se ve clara en el futuro próximo.
* Profesor de la Facultad de Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado de Colombia y analista de Razón Pública.